Mario Levrero-Los Carros de Fuego

 



LOS CARROS DE FUEGO

 

 

Los carros de fuego fue publicado por primera vez por Trilce Ediciones (Montevideo, 2003).

 

BREVE IDILIO CON DOLORES MARÍA

 

 

Mi breve idilio, por llamarlo de alguna manera, con Dolores María, por

llamarla de alguna manera, tuvo su inicio en la sala de espera de un dentista.

La había conocido pocos años atrás en la sala de espera de un psiquiatra. Debí

sospechar en seguida que lo nuestro no iba a ser sencillo.

El dentista, para comenzar, era un viejo judío muy considerado; al

principio, teniendo en cuenta mis dificultades económicas, me cobraba muy

poco; y luego no me cobraba nada. Me lo había recomendado una amiga muy

chiflada que, en aquella época de guerrilla urbana, simpatizaba

fervorosamente con la guerrilla; tal vez por ese motivo el dentista pensaba

que yo también simpatizaba con la guerrilla, y a veces me contaba chistes

políticos. Era sorprendente que él simpatizara con la guerrilla. En el

consultorio tenía un enorme retrato de sus padres, unos seres terriblemente

tristes posando muy ceremoniosos en el estudio de un fotógrafo. La foto era

en colores, lo que la hacía más triste. En aquella época se estilaban las fotos

pintadas a mano. Los labios siempre quedaban demasiado rojos, y en los

mejores rostros siempre aparecían algunos toques verdosos, terrosos, que

hacían pensar en cadáveres. Sin duda esos padres eran cadáveres, pero no en

el momento de la foto. Es posible que el hecho de no cobrarme haya influido

en la conducta de este dentista en los últimos tiempos de mi relación con él; el

trato se fue haciendo cada vez más difícil para mí, aunque él siempre se

mostraba amable y amistoso. Pero una vez me sacó una muela casi sin

anestesia. Es cierto que las muelas infectadas, según se dice, no agarran la

anestesia, pero también es cierto que no se sacan así nomás. Por lo general se

hace un tratamiento con antibióticos, creo yo. O se usa más cantidad de

anestesia. Pero no se sacan así, casi en frío. Me dolió terriblemente. Más tarde

se le ocurrió hacerme una prótesis para cubrir unos huecos que me habían

aparecido en la parte superior de la dentadura, y me convenció diciéndome

que no me la iba a cobrar. Pero también se le ocurrió que todos los dientes

que todavía tenía en la parte superior de la boca estaban de más, y que la

prótesis debía ser más bien una dentadura, la parte superior de una dentadura

completa, y empezó a sacarme los dientes sanos. Me dejé sacar uno o dos

pero después no volví más. Todavía tengo algunos de aquellos dientes que

pude salvar. No sé si su extraña conducta tendría alguna relación con el hecho

de que un día apareció con una espléndida peluca. Trataba de comportarse

con naturalidad, pero sus movimientos eran más cautelosos, menos

espontáneos, como los movimientos de las personas que se saben observadas.

No hizo ningún comentario acerca de la peluca, lo que nos hubiera aliviado

mucho a los dos, y yo tampoco me animé a tocar el tema. Después pensé que

sus malos tratos tenían relación con el hecho de que yo lo había conocido sin

peluca, y que intentaba librarse de todos los que lo habían conocido sin

peluca. Al parecer había iniciado, a su vez, un idilio con una dama, y estaba

dispuesto a recomenzar su vida desde cero. Pero los padres seguían mirándolo

constantemente desde aquella fotografía. Tenían esa mirada culpabilizante

que suelen tener los padres, sobre todo cuando son judíos. No sé cómo el

pobre hombre podía trabajar en esas condiciones. Tenía la espalda encorvada

y él también era triste como sus padres, a pesar de todos los esfuerzos que

hacía para mostrarse lleno de buen humor. Ahora se me ocurre que tal vez su

conducta en relación a mí se debiera a que no simpatizaba realmente con la

guerrilla, y que por la recomendación de mi amiga chiflada pensaba que yo

estaba muy comprometido con la guerrilla, y era más por miedo que por

piedad que no me cobraba; pero luego los guerrilleros y sus amigos y

conocidos comenzaron a pasarla muy mal, y entonces empezó a sacarme los

dientes sanos para que me perdiera rápidamente de vista.

Aquella amiga chiflada que me había recomendado a este dentista

también tiene su pequeña historia digamos sentimental. La había conocido en

casa de una amiga (pero de ésta no voy a contar nada, aunque también tiene

su pequeña historia digamos sentimental). La chiflada era una mujer unos

años mayor que yo, y tuvo la insólita característica de haber atraído mis

instintos sin hacer uso de sus ojos, siempre ocultos tras unos anteojos oscuros.

Para mí, la mirada de una mujer es lo que está al principio y al final de toda

atracción sexual; aún hoy no consigo imaginarme cómo pudo darse esa

atracción habiendo anteojos negros de por medio. Revivo la escena, cuando la

conocí en casa de mi amiga, y encuentro un atisbo de explicación al recordar

los movimientos nerviosos de la chiflada; algo que no puedo explicar mejor,

pero que implicaba un movimiento constante de su cuerpo, o de partes de su

cuerpo, unos movimientos breves, cortados, pero constantes. En fin, una masa

de nervios; pero nervios que transmitían un perfecto mensaje sexual. En aquel

momento no había percibido el perfume que usaba; lo percibí más tarde,

cuando, efectivamente, ya era tarde. Era el perfume más desagradable, de

todos los perfumes desagradables que se fabrican en este mundo; algo que

asocio inhallablemente con algunas lociones para después de afeitarse, o sea

un olor más bien masculino, completamente repulsivo. Las relaciones

sexuales en medio de este vaho me exigían un desdoblamiento, una

abstracción de los mensajes olfativos; y como los encuentros tenían lugar en

mi casa, después las sábanas quedaban impregnadas por varios días. Debo

agregar que tampoco en la cama se quitaba los anteojos oscuros. Sin embargo,

cada vez que venía a visitarme yo no me podía resistir. Por pura lujuria, ya

que no puedo hablar de amor. Esa mujer me resultaba desagradable en casi

todos los aspectos, excepto en su físico. Tenía un cuerpo pequeño pero

macizo, y las carnes eran generosas y firmes, totalmente juveniles a pesar de

su edad; era el cuerpo de una adolescente, con pechos menudos y nalgas bien

desarrolladas y, sobre todo, siempre en movimiento. El movimiento era la

clave de su atracción. Lo que no entiendo en absoluto es cuál era la clave de

mi atracción, porque yo no tenía nada para ofrecerle. En algún momento creí

entender que lo suyo era como un apostolado. Me veía muy solo, carente de

mujer, poco hábil para la conquista, y quizás sentía piedad. Como esas viejas

que alimentan a los gatos en los baldíos. Porque el placer físico, ella no era

capaz de sentirlo, y ni hablar del orgasmo. Un día me enteré, porque ella me

lo dijo, que había sido prostituta; y yo ya me lo sospechaba, por los lentes

oscuros y por su conducta profesional. Llegaba, se desnudaba, se tiraba boca

abajo en la cama, moviendo las piernas nerviosamente y exhibiendo aquellas

nalgas maravillosas, y después en pocos minutos me llevaba al orgasmo, y se

iba apenas notaba que mi respiración se había normalizado. Salvo por el

perfume, todo me resultaba muy placentero y útil; me dejaba la mente libre

para escribir mis relatos y mis novelas sin tener que preocuparme por el tema

recurrente de «cómo puedo hacer para conseguir una mujer hoy». Trataba de

no imaginar esos ojos, pero a veces no podía evitarlo. Serían seguramente

saltones, casi desorbitados, como los de la mayoría de las prostitutas

callejeras que se veían por aquellos tiempos. Nunca supe por qué las

prostitutas desarrollaban esa anormalidad oftálmica; es algo que asocio con la

frigidez, pero no sé por qué es así.

No puedo recordar cómo empezó la cosa, en qué momento fue que la

llevé a mi casa por primera vez, ni dónde la había vuelto a encontrar después

de aquella noche en casa de mi amiga; tampoco recuerdo cuánto tiempo duró,

ni cómo fue que desapareció de mi vida. Desapareció tan perfectamente que

años más tarde la recordaba y pensaba que se había muerto. Pero no se había

muerto. Una tarde tocaron timbre en mi apartamento, y como yo estaba

durmiendo la siesta, fue a abrir mi compañera. En ese entonces yo ya tenía

una compañera estable. Mi compañera vino a despertarme y me dijo:

«Está» (y aquí agregó su nombre). «Trae una cantidad de valijas y dice que

viene a quedarse un tiempo aquí, porque no tiene adonde ir». Yo no podía

creerlo. «De ninguna manera», dije, y me di vuelta para seguir durmiendo.

Desde entonces, sí, no he sabido más nada de ella.

Bueno. Ella me había recomendado al viejo dentista, y en el consultorio

de aquel dentista fue que encontré a quien he dado en llamar Dolores María.

El encanto de Dolores María radicaba esencialmente en su misterio. No era

fea, y su cuerpo era proporcionado y agradable; pero sin ese misterio, sin la

gracia de ese misterio, habría sido una mujer completamente vulgar y no me

habría llamado en absoluto la atención. Pero me había llamado la atención

desde los tiempos del psiquiatra, una atención que trataba de disimular

cuando la veía en la sala de espera porque el psiquiatra no toleraba relaciones

personales entre sus pacientes y porque, además, yo sabía que era casada y la

había visto acompañada, más de una vez, por un hombre absolutamente gris.

Entonces, la miraba más bien de reojo, y no me hubiera atrevido a hablarle.

Hasta llegué a tener alguna fantasía erótica con ella, pero incluso en el terreno

de la fantasía me sentía culpable, y también terminaba mirándola de reojo

dentro de la propia fantasía. Quedó flotando en mi inconsciente como la

figura prototípica de la mujer inalcanzable. Y tardé muchos años en

comprender que la mujer inalcanzable no existe.

Tenía algo de esfinge. Pero al mismo tiempo en aquella mirada había una

cierta picardía. Estaba siempre como mirando al infinito, como sumergida en

pensamientos demasiado elevados para nosotros los pobres mortales. No sé

cómo hacía para que, al mismo tiempo, le apareciera la picardía en la mirada,

o en las facciones. Después supe que ella me miraba también de reojo, con el

mismo interés que yo la miraba a ella y bajo el peso de las mismas

prohibiciones.

Para la época en que la encontré en lo del dentista, el psiquiatra ya me

había echado, no sin cierta violencia; de modo que una de las prohibiciones

ya no pesaba. La otra dejó de pesar en seguida; después de reconocernos con

cierta fingida dificultad, y entablar un diálogo, tratándonos de «usted» durante

algunos minutos, me dio la información pertinente:

Yo también dejé la terapia. Además me separé de mi marido. Ahora

estoy estudiando y me mostró un cuaderno y un libro de Química. La

Química es muy difícil para mí. La Matemática también. Vos sos muy

inteligente. Me podrías ayudar a estudiar.

—¡Cómo no! respondí en seguida, encantado con el tuteo y con la

posibilidad de seguirla viendo. Casualmente, yo también estaba estudiando.

Trataba de completar Secundaria en un liceo nocturno. Pero no era realmente

una casualidad, sino una consecuencia inevitable de la terapia; el psiquiatra

nos había inculcado a sangre y fuego la necesidad del estudio.

Así fue que comenzó una rutina que duró cierto tiempo, que ahora no

puedo calcular bien; diría que unos meses, imagino que no más de tres o

cuatro. Dos o tres veces a la semana teníamos clase; yo el profesor, ella la

alumna. A una hora fija, muy rigurosa. Después nos íbamos a la cama. A

veces ella intentaba alterar el orden, pero yo no lo permitía, porque sabía a

qué atenerme. Abría el cuaderno y se me quedaba mirando con cara de pasión

incendiaria, pero yo sabía que más bien quería escaparse del estudio. El

estudio le importaba muy poco. No sé bien cuál era su real interés; calculo

que era la necesidad absoluta de afecto, porque pronto se me hizo evidente

que tampoco el sexo le importaba gran cosa. Más bien, nada. Sin embargo el

ritual de la cama era impuesto por ella de modo sistemático, y en este caso era

bastante improbable que fuera, como con la otra chiflada, una cuestión de

apostolado. Más bien entiendo que buscaba darme placer físico para que yo le

estuviera agradecido. Le importaba la relación, aunque no sé para qué la

quería. Probablemente necesitaba crearse lazos. Todos lo necesitamos. Pero

hay lazos y lazos.

El ritual incluía, inexplicablemente, el uso de un camisón, algo blanco con

pequeños dibujos celestes, como florcitas. No puedo imaginarme, y menos

aun recordar, cómo llegaba ese camisón a mi casa. Tal vez lo traía consigo

cada vez, o más probablemente lo había dejado en algún momento en mi

ropero. Tampoco sé por qué tenía que acostarse con un camisón que yo habría

de quitarle inmediatamente; es posible, pienso ahora, que temiera arrugar la

ropa o mancharla. Tampoco me explico el hecho de que recién ahora me

acuerde de ese camisón, al evocar nuestras tardes en la cama; si me hubiera

acordado de él en todos estos años, habría vivido con esa incógnita, una más

entre tantas; esas cosas que nunca se resuelven si no es por una gran

casualidad. Ahora tendré que vivir con eso, la imagen de un camisón más bien

invernal, como de franela delgada, con dibujos de florcitas. Celestes, y ahora

veo que también tenían un toque de rojo, o rosado.

No creo que fuera el caso de la mujer que busca una terapia sexual. A

veces las mujeres frígidas buscan en los hombres a alguien que pueda

quitarles la frigidez. Y alguna vez lo encuentran, pero no Dolores María. Ella

parecía totalmente resignada; es más, parecía que no le importaba en absoluto.

Quizás ni siquiera sabía que era frígida; a lo mejor pensaba que el sexo era

sólo eso que recibía, un momento de incomodidad que debía soportar para dar

placer a un hombre. Lo cierto es que cuando decidíamos iniciar el acto sexual

propiamente dicho, y la primera vez quedé muy desconcertado con su

maniobra, ella torcía la pierna izquierda como si se le hubiera descoyuntado,

en una completa relajación. De ese modo yo podía penetrarla sin que sufriera

mucho. Y después, con una mirada y una semisonrisa un tanto maternales, me

miraba trajinar sobre su cuerpo no sin cierto orgullo. No recuerdo si llegaba a

fingir un orgasmo cuando sentía que el mío estaba por llegar; si lo hacía, se ve

que no me convenció, porque no lo recuerdo ni lo imagino. Después de dos o

tres sesiones de este tipo, yo empecé a sentirme un poco ridículo, o más bien

patético. Toda la situación era absurda, y estaba sostenida sólo por aquel

misterio que ella recubría con un manto de silencio y con su mirada profunda.

Escuchaba mis disquisiciones y mis desvaríos con aquel aire olímpico, y sólo

mechaba de tanto en tanto alguna breve expresión de asentimiento, que

subrayaba con un encantador esbozo de sonrisa soberbia en la comisura

derecha de los labios. Daba a entender que todo lo había vivido y todo lo

había pensado, y que se sentía satisfecha de haber encontrado a alguien con

quien, por fin, compartir esas cosas, repartir el peso de esa agobiante carga de

sabiduría.

Un día descubrí que tal misterio no existía; era seguramente un invento

del terapeuta. Me lo represento perfectamente, escucho su voz grave

explicándole que no debía hablar, y que debía mirar así; pero, sobre todo,

callarse la boca. Porque poco tiempo después ella empezó a hablar, y las

cosas que decía no eran ni inteligentes ni profundas. En realidad era una

mujer bastante ordinaria y bastante inculta, que hasta se comía las eses. Todo

marchó bien mientras yo hacía el gasto de la conversación, pero se ve que se

cansó de esa pasividad y que necesitaba el diálogo, y ahí se vendió. Su

imagen se hizo pedazos, y empecé a preguntarme qué tenía que hacer yo

metido en la cama con una mujer ordinaria que me hacía sentir ridículo con

mis orgasmos solitarios. Pero ella tenía una carta oculta en la manga: era una

gran bailarina. Eso me lo había dicho el psiquiatra, y para mí su palabra era

palabra santa, y ahora ella lo confirmaba. Cuando vio que mi interés

comenzaba a debilitarse, me dijo: «Un día me gustaría bailar para ti», y como

vio que no mostraba un entusiasmo extraordinario, agregó, suave y

sugestivamente: «desnuda». «Bueno», pensé, «tal vez la palabra no es su

fuerte porque está totalmente entregada a la danza», y empecé a imaginarme

unos sublimes movimientos de su cuerpo, que creaban espacios estéticos

maravillosos. Nunca entendí mucho de danza ni, en general, de espectáculos

tridimensionales, como el fútbol. Me manejo mucho mejor con una o dos

dimensiones, pero la percepción de las tres dimensiones me resulta difícil. He

visto pocos espectáculos de danza, y salvo casos muy especiales, me han

conmovido muy poco. Veo gente que se mueve y parece divertirse con lo que

hace, pero no entiendo a los que están mirando, por qué están mirando, y

mucho menos por qué estoy yo allí, mirando. Con el teatro me pasa algo

parecido. Con la ópera, ya ni siquiera soy capaz de imaginarme sentado en

una butaca del teatro sin imaginar al mismo tiempo que me estoy cortando las

venas.

Pero esa mujer tenía el aval del psiquiatra, que se había interesado por ella

y por su arte. Me di cuenta de que él había actuado como una especie de

Pigmalión y creado una estatua de carne. Como estatua, Dolores María era

espléndida, porque las estatuas no hablan. Pero habría que verla bailando; allí

cobraría toda su dimensión. Y no puede negarse que la idea de que bailara

desnuda les ponía bastante sal a mis expectativas. Así que la rutina prosiguió,

siempre igual, sostenida por aquel hilo de su promesa, pero ella parecía no

tener demasiado apuro en cumplirla.

Una tarde, o una mañana, a una hora próxima al mediodía, una hora en la

que habitualmente estaba malhumorado, todavía con la mente llena de las

telarañas de los ensueños, siempre interesantes pero que tardaban mucho en

disolverse en realidad, creo que yo mismo trataba de mantenerlos vigentes,

y escarbar en ellos, prolongarlos en la vigilia, porque las vigilias nunca fueron

tan atractivas como los ensueños. Si estaba solo, estaba bien; quizás

malhumorado, pero sin darme cuenta. Hacía mis cosas de un modo un tanto

sonámbulo, y así iba llegando a la tarde, cuando me despejaba bastante, y a la

noche, cuando adquiría la mayor lucidez mental; una tarde, o una mañana,

decía, tocaron timbre a esa hora poco apropiada, y en ese entonces yo todavía

iba a abrir la puerta cuando tocaban timbre. Por algún motivo sin duda

heredado, tardé muchos años en darme cuenta de que no es conveniente

atender cuando llaman a la puerta o cuando suena el teléfono. En ese entonces

no había contestadores automáticos, y por lo tanto era necesario atender el

teléfono, pero no era necesario atenderlo en el momento mismo en que

sonaba, dejando lo que fuese que estuviera haciendo, dando carreras por el

largo corredor de aquel viejo apartamento mío, incluso a veces saliendo del

baño envuelto en una toalla. Me llevó mucho tiempo razonar que el que

llamaba, si era algo importante para él, podía volver a llamar en otro

momento. Y habiendo teléfono, que alguien toque timbre en mi casa sin haber

hecho una cita previa es algo intolerable; y sin embargo en aquella época de

mi irracionalidad me parecía de lo más natural. Si todo el mundo lo hacía,

había que hacerlo así, y no pensaba en el tema, hasta que me fastidiaron tanto

que tomé consciencia de cómo son las cosas.

Bueno, fui a abrir la puerta y allí estaba ella, muy seria. «Vengo a bailar

para ti», me dijo, y me hice a un lado para dejarla entrar. Yo no tenía ganas de

verla bailar a esa hora. Siempre imaginé su cuerpo creando espacios mágicos

a la luz de una vela, o de un velador, que cubriera partes de su desnudez con

velos de sombra. Y sobre todo me imaginaba a mí bien despierto y atento, y

no como estaba ahora, con cosas por hacer, tal vez almorzar, o ir al baño. Sé

que me cayó mal que se presentara así, abruptamente, sin avisar, y a una hora

inapropiada. Debí decirle que no, pero todavía mi carácter no estaba bien

formado. La dejé entrar. Traía una bolsita con cosas. Comenzó a moverse por

mi casa como si fuera la dueña, y se aposentó en una pieza con piso de

baldosas, separada de un patiecito por unas absurdas cortinas de nailon a

rayas rojas y blancas que, por supuesto, yo sólo había heredado sin

oportunidad de elegir. Me hizo sentar en un lugar bajo, según puedo verme

ahora en el recuerdo; tal vez un cajón de verdulero, que los había en mi casa

(y por qué los había, es toda otra historia), ya que no tenía bancos tan bajos.

Tal vez fuera un almohadón en el piso. Sé que yo estaba incómodo. Lo que no

sé bien es lo que pasó después, al menos no exactamente. Creo que no se

desnudó; de eso estoy casi seguro, pero no podría jurarlo. Tampoco sé si puso

algún disco; creo que en esa pieza no había tocadiscos. Mi mala memoria al

respecto se debe un poco al estado mental que yo tenía a esas horas, pero creo

que en realidad se debe más bien al shock que recibí. Porque se instaló en el

centro de esa pieza, bastante amplia, y en el momento de empezar la danza,

cuando yo ya estaba sentado ahí en el suelo, de algún lado sacó un par de

castañuelas.

No estoy inventando. Castañuelas. Las vi, y comenzó el estupor. Y más

aún cuando adoptó la posición clásica de la bailarina española, y empezó a

bailar, tocando las castañuelas de modo atronador, a bailar una de esas

inmundas danzas que enseñaban a las niñas en el primer año de los

conservatorios más viles. O que se bailan en las fiestas de fin de curso de las

escuelas. Se ve que la química cerebral actuó piadosamente para borrar el

resto de aquella escena. No sé cuánto tiempo aguanté de aquello, no sé si

terminé echándola. La próxima imagen que viene a mi mente, asociada con

Dolores María, es la de mí mismo instalado en un ómnibus

interdepartamental, a pocos instantes de la partida, con todo el nerviosismo de

una persona que huye. Y a Dolores María llegando en ese momento y

subiendo al ómnibus, con un pañuelo atado en el pelo y los ojos casi

desorbitados y muy ojerosos. Reconocí aquella expresión, porque la he visto

en algún espejo, porque yo también sufro de crisis de abandono, y puedo

asegurar que no es agradable. Por un momento me entró el pánico de que ella

también hubiera sacado un pasaje pero no, venía solamente a despedirme, y a

recomendarme que me acordara de ella y que no la abandonara. En realidad

yo me iba por unos días, pero se ve que ella había comprendido que yo ya

estaba harto. Tal vez porque yo se lo hubiera dicho, o dado a entender no sé

de qué manera; pero, insisto, no tengo otros recuerdos intermedios. Cuando el

ómnibus arrancó, yo estaba hecho un trapo en mi asiento. Podía sentir su

dolor como si fuera mío, y sabía que no podría hacer nada por aliviarlo. Sabía

que no quería verla nunca más. Y nunca más la vi. No sé cómo me las ingenié

para esquivarla, pero lo cierto es que lo conseguí. Unos meses después recibí

una carta suya, llena de reproches, en el estilo más burdo y llena de faltas de

ortografía. «Nunca pensé que alguien como tú pudiera ser tan cruel y

despiadado», cosas así. Se había ido a otro país.

 

 

 

 

31 de octubre de 1999


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