Isaac Asimov-El Pasado Ha Muerto
Isaac Asimov-El pasado ha muerto
«The Dead Past» (1956)
Arnold Potterley, doctor en filosofía, era profesor de
historia antigua.
La cosa en sí no tenía nada de peligrosa. Lo que
cambiaba la
cuestión más allá de todo lo imaginable era que
efectivamente
parecía un profesor de historia antigua.
Thaddeus Araman, decano de la Facultad de Cronoscopía,
hubiera sabido cómo actuar si el doctor Potterley se
hubiese hallado
en posesión de una mandíbula ancha y cuadrada, unos
ojos
centelleantes, nariz aquilina y anchas espaldas.
Pero el caso era que estaba mirando fijamente por
encima de su
escritorio a un tipo de aspecto apacible, con una
pequeña nariz
semejante a un botón, y cuyos opacos ojos azules le
contemplaban
a su vez. Iba pulcramente vestido y su aspecto era
vago y desleído,
desde el ralo cabello castaño hasta los relucientes
zapatos que
completaban su atavío de clase media.
Araman dijo complaciente:
—¿En qué puedo servirle, doctor Potterley?
El interpelado respondió con una voz tenue que iba muy
bien con
el resto de su persona:
—Señor Araman, he acudido a usted porque es la máxima
autoridad en cronoscopía.
Araman sonrió.
—No exactamente. Por encima de mí está el comisario de
Investigaciones Mundiales, y sobre él el secretario
general de las
Naciones Unidas. Y desde luego, por encima de ambos,
los pueblos
soberanos de la Tierra.
El doctor Potterley meneó la cabeza.
—Ellos no se interesan por la cronoscopía… He acudido
a usted,
señor, porque llevo dos años intentando obtener un
permiso para
hacer algo con respecto…, con respecto a la cronoscopía,
es decir
en relación con mis investigaciones sobre la antigua
Cartago. No me
ha sido posible obtener tal permiso. Mis garantías de
investigación
son correctas. No se ha dado irregularidad alguna en
cualquiera de
mis intentos intelectuales. Sin embargo…
—Estoy seguro que no se trata en absoluto de
irregularidad —
manifestó Araman en tono apaciguador.
Sacó las delgadas hojas de la carpeta marcada con el
nombre
de Potterley. Se trataba de reproducciones tomadas de
Multivac,
cuya mente, ampliamente analógica, constituía el
archivo supremo
de la facultad. Una vez concluido el asunto, las hojas
podían ser
destruidas y, en caso necesario, reproducidas de nuevo
en pocos
minutos. Mientras volvía las páginas, la voz del
doctor Potterley
prosiguió con queda monotonía:
—Debo aclararle que mi problema reviste la mayor
importancia.
Cartago significa el antiguo mercantilismo llevado a
su apogeo. La
Cartago prerromana fue el paralelo antiguo de la América
preatómica al menos en lo que se refiere a su apego al
comercio y a
los negocios en general. Sus hombres fueron los
marinos y
exploradores más audaces antes de la llegada de los
vikingos, y
mucho más expertos e intrépidos que los tan ensalzados
griegos…
Conocer Cartago a fondo resultaría muy provechoso. Todo
cuanto
sabemos sobre la ciudad se deriva de los escritos de
sus más
enconados enemigos, los griegos y los romanos. Cartago
nunca
escribió en defensa propia, y si lo hizo sus obras no
se conservan.
Como consecuencia de ello, a los cartagineses se les
ha colgado el
descrédito de ser los villanos de la historia. Tal vez
se haya
cometido con ellos una gran injusticia. Un panorama de
la época
pondría las cosas en su lugar…
El historiador dijo aún mucho más. Araman habló por
fin, dando
todavía vueltas a las hojas que tenía ante él.
—Debe usted tener en cuenta, doctor Potterley, que la
cronoscopía, o el panorama de una época si lo
prefiere, es un
proceso difícil.
El doctor Potterley, al verse interrumpido, frunció el
entrecejo y
replicó:
—Únicamente solicito ciertas escenas seleccionadas de épocas
y lugares que yo indicaría.
Araman suspiró.
—Incluso algunas escenas, incluso una sola… El nuestro
es un
arte increíblemente delicado. Está la cuestión del
enfoque, la
obtención de la debida perspectiva y el mantenimiento
de la escena.
Y la sincronización del sonido, que proviene de
circuitos
completamente independientes.
—Pero le aseguro que mi problema reviste la suficiente
importancia como para justificar un considerable
esfuerzo…
—Sí, desde luego —convino al punto Araman, puesto que
negar
la importancia de un problema de investigación ajeno
supondría una
grosería imperdonable—. Pero tiene que comprender la
gran
complicación de la vista más sencilla. Además, hay una
larga cola
en espera del cronoscopio, y una mayor aún para el
empleo de
Multivac, que nos guía en nuestro manejo de los
controles.
Potterley se agitó en su butaca con aire desdichado.
—¿Y no se puede hacer nada? Durante dos años…
—Es una cuestión de prioridad. Lo siento. ¿Un
cigarrillo?
El historiador se echó hacia atrás como sobresaltado
por la
sugerencia, con los ojos súbitamente desorbitados,
fijos en el
paquete que se le tendía. Araman, sorprendido, lo
retiró e inició un
movimiento, como si fuese a tomar uno y luego lo
pensase mejor.
Potterley exhaló un suspiro de alivio al desaparecer
de su vista el
paquete.
—¿No existe algún medio de arreglar este asunto? ¿Por
ejemplo, incluyéndome en la lista tan adelante como
fuese posible?
—sugirió—. No sé cómo explicarme…
Araman sonrió. Otros, en circunstancias semejantes, le
habían
ofrecido dinero. Como es natural, tampoco les había
servido de
nada.
—Las decisiones sobre la prioridad se toman mediante
un
proceso de cálculo —dijo—. No está en mi mano
alterarlas
arbitrariamente.
Potterley se puso envaradamente en pie, irguiendo su
metro
sesenta y cinco de estatura.
—En ese caso, buenos días.
—Buenos días, doctor Potterley. Y créame que lo siento…
Araman tendió su mano, que el historiador rozó
ligeramente,
marchándose acto seguido. Araman apretó un botón y
apareció al
instante su secretaria, a la que tendió el expediente
de Potterley.
—Tenga —dijo—. Ya puede disponer de él.
A solas de nuevo, sonrió con amargura. Un renglón más
en su
servicio de un cuarto de siglo a la raza humana.
Servicio a través de
la negativa.
Al menos, aquel tipo había sido fácil de despachar. A
veces
había que recurrir a la presión académica, e incluso a
la retirada de
concesiones.
Cinco minutos más tarde, había olvidado al doctor
Potterley.
Cuando pensó más tarde en ello, ni siquiera logró
recordar haber
sentido en aquel momento ningún atisbo del peligro.
Durante el primer año de frustración, Arnold Potterley
había
experimentado sólo eso…, frustración. Sin embargo,
durante el
segundo, aquella frustración dio lugar a una idea que
primero le
atemorizó y luego le fascinó. Dos cosas le disuadieron
de llevarla a
la práctica, ya que el indudable hecho que se oponía
por completo a
la ética no constituía barrera alguna.
La primera consistía en su obstinada esperanza en que
el
gobierno acabaría por concederle el permiso, por lo
cual no
necesitaría otro recurso. Mas esta esperanza había
naufragado al
fin en la entrevista sostenida con Araman.
La segunda no había sido una esperanza, sino una
triste toma
de conciencia de su propia incapacidad. Él no era físico,
y no
conocía a físico alguno capaz de prestarle ayuda. La
Facultad de
Física se componía de hombres muy preparados e
inmersos por
entero en su especialidad. En el mejor de los casos,
se negarían a
escucharle. Y en el peor, le acusarían de anarquía
intelectual. E
incluso podría ocurrir que su teoría básica sobre
Cartago fuese
descartada.
No quería correr ese riesgo. Ahora bien, la cronoscopía
suponía
el único medio para llevar a cabo su tarea. Sin la
concesión del
permiso, se encontraba perdido, atado de pies y manos.
La primera sospecha indicando que tal vez consiguiera
superar
el segundo obstáculo le asaltó una semana antes de su
entrevista
con Araman, aunque de momento no la reconoció. Sucedió
durante
uno de los té de la universidad. Potterley asistía sin
falta a esas
reuniones. Lo consideraba un deber, y él solía cumplir
religiosamente sus deberes. Una vez en ellas, no
obstante, pensaba
que no tenía por qué trabar una conversación ligera o
hacerse
nuevos amigos. Se tomaba parcamente una o dos tazas,
cambiaba
unas palabras corteses con el decano de tal o cual
facultad,
dedicaba una ligera sonrisa al resto de los
circunstantes y
abandonaba temprano la reunión.
En otras circunstancias, no habría prestado atención
al tímido
joven que se mantenía en pie, inmóvil, en un rincón.
Jamás habría
soñado siquiera en dirigirle la palabra. Sin embargo,
cierto
concatenación de causas le condujo a hacerlo,
contrariamente a su
naturaleza.
Aquella mañana, en el desayuno, su mujer le había
anunciado
en tono melancólico que había soñado de nuevo con
Laurel, esta
vez con una Laurel ya crecida, aunque con el mismo
rostro infantil
de sus tres años.
Potterley la dejó hablar. Hubo una época en que se
empeñó en
combatir la excesiva preocupación de su esposa por el
pasado y la
muerte. Nunca recobrarían a Laurel. Ni los sueños ni
la
conversación lo lograrían.
Mas si eso apaciguaba a Caroline Potterley…, que soñara
y
hablara.
Aun así, cuando el historiador fue a dar su clase por
la mañana,
se sintió de pronto afectado por las sandeces de su
mujer. ¡Laurel
hecha una mujer…! Su única hija había muerto hacía
casi veinte
años.
Durante todo ese tiempo, cada vez que pensaba en ella
la veía
como una pequeña de tres años.
«Si siguiese con vida —pensó—, no tendría tres años,
sino cerca
de los veintitrés.»
Sin poderlo evitar, se encontró imaginando a Laurel en
su
progresivo crecimiento hasta llegar a esa edad.
No lo lograba del todo, pero lo intentaba. Laurel
usando
maquillaje. Laurel saliendo con muchachos.
¡Laurel… a punto de casarse!
Así que, al ver a aquel joven rondando en torno a los
grupos
compuestos por los profesores de la facultad, que
circulaban muy
tiesos, se le ocurrió quijotescamente que un joven
semejante podía
haberse casado con Laurel. Acaso aquel mismo joven…
Laurel podría haberlo conocido en la universidad, o
bien una
noche en que le hubieran invitado a cenar en casa de
los Potterley.
Y podrían haberse atraído mutuamente. Laurel hubiera
sido bonita,
eso desde luego, y el muchacho tenía buen aspecto.
Atezado de
rostro, de expresión resuelta y excelente porte.
La vaga quimera se desvaneció pronto. No obstante,
Potterley
continuó mirando con bobalicona fijeza al muchacho, no
como a un
ser extraño, sino como a un posible yerno en un tiempo
que pudo
haber sido. Y sin saber cómo, se vio encaminándose
hacia él. Como
en una especie de auto-hipnosis. Le tendió la mano.
—Soy Arnold Potterley, de la Facultad de Historia. Es
usted
nuevo aquí, ¿verdad?
El joven le miró ligeramente asombrado, pasando su
vaso a la
mano izquierda, a fin de estrechar con la derecha la
que se le
tendía.
—Me llamo Jonas Foster —se presentó a su vez—. Soy
profesor
auxiliar de física. Acabo de empezar este semestre.
Potterley hizo un leve ademán de asentimiento con la
cabeza,
manifestando a continuación:
—Le deseo una agradable estancia y un gran éxito.
Eso fue todo por el momento. Potterley había
recuperado el
dominio de sí mismo, y se retiró, turbado.
Lanzó una furtiva ojeada hacia atrás por encima del
hombro,
pero la ilusión de parentesco se había desvanecido. La
realidad
volvía a ser consistente. Se sentía enfadado consigo
mismo por
dejarse arrastrar por la estúpida cháchara de su
mujer.
Una semana después, precisamente mientras Araman se
hallaba
en el uso de la palabra, le asaltó de nuevo el
recuerdo del joven. Un
profesor de física… Un nuevo profesor. ¿Había estado él
sordo en
aquel momento? ¿Se había producido un cortocircuito
entre su oído
y su cerebro? ¿O bien hubo una autocensura automática,
motivada
por la inminente entrevista con el decano de Cronoscopía?
Cuando la entrevista fracasó, fue el pensamiento del
joven con
quien había cambiado sólo dos frases el que impidió a
Potterley
insistir en sus ruegos para que se tomase en
consideración su
propuesta. Casi estaba ansioso por marcharse.
Y ya de vuelta a la universidad, en el autogiro de
servicio rápido,
casi deseó haber sido supersticioso.
Entonces, se hubiera consolado con el pensamiento que
aquel
encuentro casual, sin aparente significado, constituía
en realidad un
augurio.
Jonas Foster no era novato en las lides académicas. La
larga y
ardua pugna que conducía al doctorado convertía a
cualquiera en
un veterano. Y el trabajo adicional de enseñanza
durante el postdoctorado
obraba como un estimulante.
Pero ahora se había convertido en el profesor auxiliar
Jonas
Foster. La dignidad del profesorado le situaba en una
posición más
avanzada y sus relaciones con los demás profesores habían
cambiado.
Por un lado, ellos habrían de votarle o no para
futuras
promociones. Por otro, él no se hallaba en situación
de decir tan
pronto, en su calidad de nuevo, qué miembro de la
facultad tenía o
no vara alta con el decano o hasta con el rector de la
universidad.
No se imaginaba a sí mismo como un experto en la política
del
claustro. Por lo demás, estaba seguro que, aun en caso
de
proponérselo, sería muy mediocre. No obstante, le
convenía hacer
unos pinitos en la materia, aunque fuera tan sólo para
probárselo a
sí mismo.
Y así, Foster había prestado atención al historiador,
el cual, pese
a la suavidad de sus modales, parecía irradiar una
cierta tensión.
Por eso no le rechazó bruscamente, desembarazándose de
él como
había sido su primer impulso.
Recordaba bastante bien a Potterley. Potterley se le
había
acercado en aquel té (la reunión había sido de lo más
anodino). Su
colega le había dirigido un par de envaradas frases,
con ojos un
tanto vidriosos, y luego, pareciendo volver en sí, se
había
escabullido.
Aquello había divertido a Foster. Ahora, en cambio… ¿Se
proponía Potterley, de manera deliberada, trabar
conocimiento con
él, o más bien causarle la impresión de ser una
especie de bicho
raro, excéntrico pero inofensivo? ¿O tal vez estuvo
tanteando las
opiniones de Foster, hurgando posibles convicciones
inestables? A
buen seguro, ya lo habían hecho antes de darle su
nombramiento.
Sin embargo…
Potterley podía ser serio, sincero, no darse cuenta de
lo que
estaba haciendo. O podía saber muy bien lo que estaba
haciendo y
ser sólo un bribón, más o menos peligroso.
Así pues, Foster murmuró:
—Bien, usted dirá…
Lo hizo para ganar tiempo, sacando a la par un paquete
de
cigarrillos para ofrecerle uno a Potterley y encender él
otro muy
lentamente.
Potterley se apresuró a rechazarlo.
—Por favor, doctor Foster, nada de tabaco.
Foster respondió, perplejo:
—Lo siento, señor.
—No, no. Soy yo quien debe excusarse. No puedo
soportar el
olor del tabaco… Cuestión de idiosincrasia. Lo siento.
Se había puesto sumamente pálido. Foster dejó a un
lado los
cigarrillos y aunque echando de menos el tabaco, fue
directamente
al grano:
—Me halaga que pida usted mi consejo y todo eso,
doctor
Potterley, pero no soy un especialista en neutrínica.
Nunca llegaría a
ser un buen profesional en esa dirección. Hasta el
hecho de exponer
una opinión se saldría de mi campo y, francamente,
preferiría no
entrar en particularidades.
El enjuto rostro del profesor adoptó una dura expresión.
—¿Qué quiere usted decir con eso que no es un
especialista en
neutrínica? No es usted nada todavía. No ha recibido
ningún
permiso. ¿O sí?
—Estoy sólo en mi primer semestre.
—Lo sé. Y supongo que ni siquiera habrá presentado aún
una
solicitud de permiso.
Foster esbozó una media sonrisa. En tres meses de
universidad,
no había logrado dar forma adecuada a sus primeras
solicitudes de
un permiso de investigación como para ser estimado
como un
escritor científico profesional, sin mencionar a la
Comisión
Investigadora.
Por fortuna, el decano de su facultad lo había
aceptado bastante
bien. «Tómese tiempo, Foster —le había aconsejado—, y
organice
sus pensamientos. Asegúrese de conocer su camino y
adonde
conduce y, una vez que reciba su permiso, le será
formalmente
reconocida su especialización. A partir de entonces,
para bien o
para mal, le pertenecerá durante el resto de su
carrera». El consejo
era bastante trivial, pero la trivialidad tiene a
menudo el mérito de la
verdad, y Foster así lo reconoció.
—Por educación y por inclinación, doctor Potterley —dijo
ahora
—, me interesa la hiper-óptica y, secundariamente, la
gravimetría.
Así fue como me describí a mí mismo al solicitar este
puesto.
Aunque no sea aún mi especialización oficial, algún día
lo será. No
puede ser de otro modo. En cuanto a la neutrínica, jamás
estudié
esa materia.
—¿Y por qué no? —preguntó al punto Potterley.
Foster le miró fijamente. Aquella especie de ruda
curiosidad
sobre el estado profesional del prójimo le resultaba
siempre irritante.
Y en el límite mismo de la cortesía, con una pizca de
aspereza,
respondió:
—No había ningún curso sobre neutrinos en mi
universidad.
—¡Santo Dios! ¿Y a qué universidad pertenecía usted?
—Al Instituto de Ingenieros —contestó con calma
Foster.
—¿Y no había ningún curso sobre neutrinos?
—Pues no. —Foster sintió que se sonrojaba y se aprestó
a la
defensa—. Es una materia sumamente especializada, sin
gran calor.
Quizá lo tenga la cronoscopía, pero constituye su única
aplicación
práctica. Un callejón sin salida.
El historiador le miró con grave fijeza.
—Dígame. ¿Sabe dónde puedo encontrar a alguien experto
en
neutrínica?
—No, no lo sé —respondió secamente Foster.
—Bien, ¿conoce entonces alguna escuela que enseñe esa
especialidad?
—Tampoco.
Potterley sonrió de modo forzado y carente de humor.
Foster
sintió el insulto escondido en aquella sonrisa y se
molestó lo
bastante como para decir:
—Deseo advertirle, que usted se está excediendo en sus
palabras.
—¿Cómo?
—Digo que, como historiador, su interés por cualquier
clase de
ciencias físicas, su interés profesional, es…
Hizo una pausa, incapaz de decidirse a pronunciar el término.
—¿Contrario a la ética?
—En efecto.
—Mis investigaciones me han conducido a ello —manifestó
Potterley en un sordo e intenso murmullo.
—En tal caso, debería dirigirse a la Comisión
Investigadora. Si
ellos permiten…
—Ya he acudido a ellos y no he recibido satisfacción
alguna.
—Entonces resulta obvio que debe abandonar su propósito.
Foster sabía que sus palabras sonaban pomposamente
virtuosas, pero no iba a permitir que aquel hombre le
indujera a una
manifestación de anarquía intelectual. Estaba
demasiado al
comienzo de su carrera como para correr riesgos estúpidos.
Pensó que la observación parecía haber producido su
efecto en
Potterley, puesto que sin preámbulo alguno, este
explotó en una
rápida y fogosa tormenta verbal de irresponsabilidad.
Dijo que los eruditos sólo podrían ser libres en el
caso que se les
permitiera seguir libremente los libres vaivenes de su
curiosidad. La
investigación, constreñida en un molde prefijado por
los mismos
poderes que custodiaban la llave, se convertía en una
esclava,
condenada al estancamiento. Nadie tenía derecho a
dictar los
intereses intelectuales de otro.
Foster escuchó toda la perorata con marcado
escepticismo.
Nada de aquello le sonaba extraño. La había oído
proferida con el
mismo entusiasmo por compañeros de colegio a fin de
escandalizar
a sus profesores y, en una o dos ocasiones, él mismo
se había
divertido pronunciándola. Cualquiera que abordara la
historia de la
ciencia sabía que muchos hombres pensaron de ese modo
en su
día.
Sin embargo, a Foster le parecía extraño —y casi
contra natura
— que un hombre de ciencia moderno se permitiese tales
insensateces. Nadie abogaría porque se dirigiese una fábrica
permitiendo a cada obrero hacer lo que se le ocurriese
en cada
momento, ni por que se gobernase un barco con arreglo
a las
nociones casuales y en pugna de cada tripulante. Había
que dar por
descontada, en cada caso, la existencia de una gestión
supervisora
central. ¿Y por qué una factoría o un barco deberían
beneficiarse de
una dirección y un orden, y no ocurrir lo mismo con la
investigación
científica?
Se podría argüir que el cerebro humano se diferencia
en gran
medida —desde el punto de vista cualitativo— de un
barco o una
factoría, pero la historia del esfuerzo intelectual
demuestra lo
contrario.
Cuando la ciencia se hallaba aún en pañales, y la maraña
de
todo o de casi todo lo conocido permanecía al alcance
de una mente
individual, tal vez no hubiera necesidad de una
dirección. Caminar a
ciegas por las regiones no definidas de la ignorancia
conducía a
veces a maravillosos hallazgos, por simple casualidad.
Pero al extenderse al campo de los conocimientos, se
hizo
preciso absorber cada vez más datos, antes que se
pudieran
organizar viajes que mereciesen la pena al dominio de
lo ignorado.
El hombre tuvo que especializarse. El investigador
necesitaba los
recursos de una biblioteca que le sería imposible
recopilar por sí
mismo, e instrumentos que tampoco podía procurarse por
sus
propios medios. Y así, cada vez con mayor frecuencia,
el
investigador individual cedió el paso al equipo de
investigación y a la
institución investigadora.
Los fondos necesarios a la investigación se hicieron asimismo
mayores, a medida que los instrumentos indispensables
para tal fin
se multiplicaban. ¿Qué instituto era ya tan pequeño
como para no
requerir un micro-reactor nuclear o, cuando menos, una
computadora trifásica?
En siglos pasados, las fortunas particulares no
alcanzaban a
subvencionar la investigación. Hacia 1940, únicamente
el gobierno,
las grandes industrias y las universidades importantes
o los centros
de investigación se hallaban capacitados para pagar
las
investigaciones básicas.
En 1960, hasta las mayores universidades dependían por
entero
de las asignaciones gubernamentales, mientras que los
institutos de
investigación subsistían gracias a las exenciones de
impuestos y las
suscripciones públicas. Ya en el año 2000, los
monopolios
industriales se habían convertido en dependencias del
gobierno
mundial. En consecuencia, la financiación de la
investigación, y por
lo tanto su dirección, se centralizaron del modo más
natural en un
departamento de estado.
Todo funcionaba perfectamente. Cada rama de la ciencia
se
adaptaba a las necesidades del público, y las varias
especialidades
científicas se coordinaban de manera razonable. El
adelanto
material del último medio siglo era argumento de
bastante peso para
demostrar que la ciencia no caía en el estancamiento.
Foster intentó decir algo de todo esto, pero fue
atajado por un
impaciente ademán de Potterley, que le atacó:
—Está repitiendo como un loro la propaganda
gubernamental.
Tiene ante usted un ejemplo de los errores que comete
la opinión
oficial. ¿Es que no puede creerlo?
—Francamente, no.
—¿Ah, no? Ha dicho usted que la inspección del tiempo
es un
callejón sin salida, que la neutrínica no tiene
importancia alguna.
Eso es lo que ha dicho, ¿no? Lo ha manifestado categóricamente.
Y
sin embargo, nunca la ha estudiado. Confiesa una
completa
ignorancia en la materia. Ni siquiera la enseñaban en
su escuela…
—¿No constituye ese simple hecho una prueba
suficiente?
—¡Ah, ya veo! No se enseñaba porque carecía de
importancia. Y
carecía de importancia porque no se enseñaba… ¿Se
siente usted
satisfecho de semejante razonamiento?
—Así lo afirman los libros —aventuró Foster, en
creciente
confusión.
—Y eso es todo, ¿eh? Los libros dicen que la neutrínica
carece
de importancia. Sus profesores se lo dijeron a usted
porque lo
habían leído en ellos. Y los libros lo dicen porque
otros profesores lo
escribieron. ¿Y quién lo dice por experiencia y
conocimiento
personal? ¿Quién se molesta en investigarlo? ¿Sabe
usted de
alguien?
—No creo que por ese camino lleguemos a ninguna parte,
doctor
Potterley. Tengo trabajo y…
—Un minuto. Sólo quiero probar una cosa. Ver cómo le
suena a
usted. Yo digo que el gobierno se dedica a eliminar
sistemáticamente la investigación neutrínica y cronoscópica
básicas.
Está suprimiendo la aplicación de la cronoscopía.
—¡Hombre, no!
—¿Y por qué no? Son muy capaces. Toda investigación
depende de una dirección centralizada. Si rechazan la
concesión de
subvenciones para la investigación en cualquier rama
de la ciencia,
dicha rama muere. Y ellos han matado la neutrínica.
Podían hacerlo
y lo han hecho.
—¿Pero por qué?
—No sé por qué. Me gustaría averiguarlo. Lo hubiera
hecho, de
saber lo bastante. Acudí a usted porque se trataba de
un profesor
joven, con una instrucción de nuevo cuño. ¿Tiene usted
ya
endurecidas sus arterias intelectuales? ¿No queda
curiosidad
alguna en su interior? ¿No desea saber? ¿No desea
respuestas?
El historiador escudriñaba intensamente el rostro de
Foster. Su
nariz estaba a pocos milímetros de distancia, y Foster
se sentía tan
confuso que no pensó en apartarse.
Estaría en todo su derecho si le conminase a
marcharse. Incluso
en caso necesario podría arrojarle de allí.
No fue el respeto a la edad y a la posición lo que le
detuvo. No
estaba seguro tampoco que los argumentos de Potterley
le hubiesen
convencido. Más bien se trataba de un pequeño orgullo
de colegial.
¿Por qué su universidad no daba ningún curso sobre
neutrinos?
Ahora que pensaba en ello, dudaba que en su biblioteca
hubiese
siquiera un simple libro sobre tal materia. No
recordaba haberlo visto
nunca.
Se puso a pensar en esta cuestión.
Y eso fue su perdición.
Caroline Potterley había sido antaño una mujer
atractiva. Y había
ocasiones, tales como cenas o funciones
universitarias, en que
mediante un considerable esfuerzo conseguía ostentar aún
restos
de su antigua belleza.
En las situaciones ordinarias se abandonaba. Era la
expresión
que ella misma se aplicaba en los momentos de
autoaborrecimiento.
Con los años, se había metido en carnes, pero su
flaccidez no se debía enteramente a la grasa. Era como
si los
músculos hubiesen cedido y claudicado, hasta el punto
que
arrastraba los pies al andar, tenía bolsas bajo los
ojos y las mejillas
le colgaban. Hasta su pelo grisáceo parecía más bien
desmayado
que simplemente lacio. Y su cabello liso y caído, tan
sólo el
resultado de un supino abandono a la fuerza de la
gravedad.
Caroline Potterley se contempló en el espejo y admitió
hallarse
en uno de sus malos días. Sabía el motivo también.
Se trataba del sueño de Laurel. Aquel sueño extraño,
con Laurel
ya mayor. Desde que lo tuvo, se había sentido
desgraciada.
Sin embargo, lamentaba habérselo contado a Arnold. No
debiera
haberle dicho nada. Él nunca se lo reprochaba, pero no
era bueno
para él. Durante los días que siguieron, se mostró
particularmente
retraído.
Quizá se debiera a que estaba preparándose para
aquella
importante conferencia con el alto funcionario
gubernamental (pese
a afirmar que no esperaba éxito alguno), mas también
podía ser a
causa del sueño de ella.
Era mucho mejor en los viejos tiempos, cuando él la
atacaba
acremente.
—¡Vamos, Caroline, deja ya en paz el pasado! ¡Hablar
de ello no
la volverá a la vida, ni tampoco los sueños…!
Había sido tremendo para ambos. Horrible. Ella había
estado a
la sazón ausente de casa, y a partir de ese instante
nunca la
abandonó el sentimiento de culpabilidad. De haberse
quedado en
casa, de no haber salido inútilmente de compras, habrían
estado los
dos disponibles, y quizá uno de ellos habría logrado
salvar a Laurel.
El pobre Arnold no lo había conseguido. Dios sabía que
lo
intentó, hasta el punto de casi perecer en la empresa.
Había salido
de la casa en llamas tambaleándose, chamuscado y casi
ciego, con
Laurel muerta en sus brazos.
Una pesadilla que jamás se desvanecía por entero.
En cuanto a Arnold, se fue recubriendo poco a poco de
una
concha, cultivando una suave mansedumbre que nada podía
afectar
ni quebrantar. Se tornó puritano, y hasta abandonó sus
vicios
pequeños, sus cigarrillos, su tendencia a una
ocasional exclamación
irreverente o con ribetes de impía. Obtuvo su beca
para la
preparación de una nueva historia de Cartago, y lo
subordinó todo a
su trabajo.
Ella intentó ayudarle. Se lanzó a la búsqueda de
referencias,
mecanografió sus notas y las microfilmó.
Luego, todo cesó súbitamente.
Cierta noche, salió disparada del despacho hacia el
cuarto de
baño, acometida de náuseas. Su marido la siguió,
confuso y
preocupado.
—¿Qué sucede, Caroline? —preguntó, al tiempo que le
tendía
una copa de coñac para reanimarla.
—¿Es verdad eso? ¿Por qué lo hacían?
—¿Lo hacían quiénes?
—Los cartagineses…
Él se quedó mirándola, y ella se lo explicó con
rodeos, incapaz
de expresarse de manera directa.
Al parecer, los cartagineses adoraban a Moloch,
representado
por un ídolo de bronce, hueco, con un horno en el
vientre. En
épocas de crisis nacional, se reunían los sacerdotes y
el pueblo y,
tras las debidas ceremonias e invocaciones, arrojaban
a las llamas a
criaturas vivas, a las cuales se atiborraba de
golosinas y delicados
manjares hasta el final, a fin que la eficacia del sacrificio
no se
desbaratara por desagradables gritos y lamentos de pánico.
Tras el
instante crucial, batían timbales y tambores, a fin de
ahogar todo
chillido de los niños. Y los padres se hallaban
presentes, sin duda
muy contentos y satisfechos, pues el sacrificio era
agradable a los
dioses…
El entrecejo de Arnold Potterley se frunció sombríamente.
Ruines
mentiras de enemigos de los cartagineses, manifestó.
Debiera
haberla prevenido sobre el particular… Después de
todo, tales
embustes propagandísticos no eran infrecuentes. Según
los griegos,
los antiguos hebreos adoraban a una cabeza de asno en
un sancta
sanctórum. Y según los romanos, los cristianos
primitivos odiaban a
la Humanidad y sacrificaban a criaturas paganas en las
catacumbas.
—¿De modo que no lo hacían? —preguntó Caroline.
—Estoy seguro que no. Quizá los primitivos fenicios…
El
sacrificio humano se da con frecuencia en las culturas
primitivas.
Pero Cartago no era una cultura primitiva en sus días
de grandeza.
Por regla general, el sacrificio humano se sustituye
por actos
simbólicos, como la circuncisión. Tanto griegos como
romanos tal
vez tomaron erróneamente algún símbolo cartaginés por
el rito
completo original, sea por ignorancia o por pura
malicia.
—¿Estás seguro?
—No puedo estarlo aún, Caroline. Sin embargo, una vez
que
obtenga pruebas suficientes, las presentaré para
conseguir un
permiso de utilización de la cronoscopía, con lo cual
se zanjará la
cuestión de una vez por todas.
—¿La cronoscopía?
—Sí, el viaje visual por el tiempo. Enfocaríamos la
antigua
Cartago en alguna época de crisis, por ejemplo el
desembarco de
Escipión el Africano en el año 202 antes de Cristo, y
veríamos con
nuestros propios ojos el acontecimiento. Tú también lo
verás, te lo
prometo.
Tras estas palabras, le dio una palmadita acompañada
de una
alentadora sonrisa. Ella siguió soñando cada noche
durante dos
semanas con Laurel, y no volvió a ayudar a Arnold en
su proyecto
sobre Cartago. Ni tampoco él solicitó su cooperación.
Ahora, Caroline hacía acopio de fuerzas antes que llegase
su
marido, quien la había llamado a su regreso a la
ciudad para
comunicarle que se había entrevistado con el
funcionario
gubernamental y que todo había resultado según lo
previsto. Lo cual
significaba fracaso. Y sin embargo, no se había
traslucido en su voz
la menor muestra de depresión. Sus facciones aparecían
bien
serenas en la pantalla del televisor. Tenía otra gestión
que hacer,
dijo, antes de volver a casa.
De lo que se deducía que volvería tarde, pero eso no
le
importaba. Ninguno de los dos se preocupaba de manera
particular
por las horas de las comidas, ni por cuándo se sacaban
los
alimentos de la nevera o se hacía funcionar la
calefacción o la
refrigeración.
Ahora bien, cuando llegó se sintió sorprendida. No había
en su
esposo nada que de manera obvia sugiriese algo
desagradable. La
besó como siempre, sonrió, se quitó el sombrero y
preguntó si todo
había marchado bien durante su ausencia. Todo
absolutamente
normal… O casi.
Había aprendido a detectar pequeñas cosas, minucias, y
le
pareció que los pasos de su marido eran un tanto
presurosos. Lo
bastante para que sus habituadas pupilas descubrieran
que se
encontraba en estado de tensión.
—¿Ha sucedido algo? —le interrogó.
—Pasado mañana tendremos un invitado a cenar,
Caroline. ¿No
te importa?
—Pues no. ¿Alguien a quien conozco?
—No. Un joven profesor auxiliar. Uno nuevo. He hablado
con
él…
Súbitamente, giró como un torbellino hacia ella y la
asió por los
codos. Los sujetó un instante y luego los soltó, como
desconcertado
por haber demostrado su emoción.
—Casi no le saqué nada en limpio —dijo—. Imagínatelo.
Es
verdaderamente terrible, terrible, la manera en que
todos nos
hallamos uncidos al yugo, el cariño que le tenemos al
arnés.
La señora Potterley no estaba muy segura de haber
comprendido, pero durante el último año había
observado que su
marido se tornaba más rebelde y cada vez más osado en
sus
críticas contra el gobierno.
—No le habrás hablado a tontas y a locas… —se alarmó.
—¿Qué quieres decir con eso? Va a efectuar una
investigación
relacionada con la neutrínica para mí.
«Neutrínica» no significaba para la señora Potterley más
que un
tetrasílabo sin el menor sentido, pero sabía que no
tenía nada que
ver con la historia. Dijo débilmente:
—Arnold, no me gusta que hagas eso. Perderás tu
puesto. Es…
—Es anarquía intelectual, querida —la atajó él—. Esa
es la frase
que deseabas, ¿no? Pues bien, sí, soy un anarquista.
Si el gobierno
no me permite proseguir mis investigaciones, las
continuaré por mi
cuenta y, una vez que haya mostrado el camino, otros
lo seguirán…
Y si no lo hacen, no importa. Es Cartago lo que
cuenta, y el
conocimiento humano, no tú y yo.
—Pero no conoces a ese joven. ¿Y si fuese un agente
del
comisario de Investigaciones?
—No lo parece. Asumiré el riesgo. —Cerró el puño
derecho y lo
frotó suavemente contra la palma de la mano izquierda—.
Está a mi
lado ahora. Lo juraría. No puede remediarlo. Reconozco
la
curiosidad intelectual cuando la veo en los ojos, el
rostro y la actitud
de un hombre. Una dolencia fatal para un científico
domado. Aún
hoy lleva su tiempo extirparla, y los jóvenes son
vulnerables… ¿Y
por qué detenernos ante nada? ¿Por qué no construir
nuestro propio
cronoscopio y decirle al gobierno que se vaya a…?
Se detuvo de repente, meneó la cabeza y se marchó.
—Espero que todo vaya bien —suspiró la señora
Potterley,
sintiéndose segura que no sería así y temiendo de
antemano por la
posición de su esposo y la seguridad de su vejez.
Sólo a ella, entre todos, le asaltaba el fuerte
presentimiento de
un cercano conflicto. El peor de los conflictos, desde
luego.
Jonas Foster llegó casi con media hora de retraso a
casa de los
Potterley, domiciliados al exterior del recinto
universitario. Hasta
aquella misma tarde no había decidido si iría. Luego,
en el último
momento, pensó que no podía cometer la enormidad
social de
rechazar una invitación a cenar una hora antes de la
concertada.
Eso…, y el aguijón de la curiosidad.
La cena fue interminable. Foster comía sin apetito. La
señora
Potterley parecía estar ausente, emergiendo sólo de su
abstracción
para preguntarle si estaba casado y lanzar un bufido
de desprecio al
contestarle él que no. El doctor Potterley le
interrogaba de manera
átona respecto a su historia profesional y asentía
cortésmente con la
cabeza.
Todo transcurría con tanta gravedad —tanto
aburrimiento en
realidad— como era posible.
Foster pensó: «Parece tan inofensivo…». Había pasado
los dos
últimos días informándose sobre el doctor Potterley.
De modo muy
casual, desde luego, casi a hurtadillas. No se sentía
particularmente
ansioso porque le vieran en la Biblioteca de Ciencias
Sociales. La
historia se había convertido en una materia marginal,
y la mayoría
de las veces las obras históricas eran leídas por el público
en
general para entretenerse o para su propia edificación.
Sin embargo, un físico no formaba parte en absoluto
del «público
en general». Si Foster empezaba a leer libros de
historia, tan cierto
como la relatividad que sería considerado un bicho
raro; y al cabo
de cierto tiempo el decano de su facultad se preguntaría
si el nuevo
profesor era realmente «el hombre idóneo para la tarea».
Por lo tanto, había actuado con cautela. Se sentaba en
los
puestos más apartados y mantenía la cabeza baja cuando
entraba o
salía en sus horas libres.
Según descubrió, el doctor Potterley había escrito
varios libros y
una docena de artículos sobre las culturas del
Mediterráneo antiguo.
Los últimos, todos ellos publicados en Historical
Reviews, se
referían al Cartago prerromano, y adoptaban un punto
de vista
simpatizante.
Al menos, eso concordaba con las palabras de
Potterley, y
suavizó un tanto las sospechas de Foster. De todos
modos, se daba
cuenta que hubiese sido más sensato y seguro zanjar la
cuestión
desde un principio.
Un científico no debía dejarse arrastrar por la
curiosidad, pensó,
muy insatisfecho consigo mismo. Se trataba de un rasgo
peligroso.
Tras la cena, fue conducido al despacho de Potterley.
Por un
momento, se quedó perplejo en el umbral.
Las paredes estaban totalmente cubiertas de libros.
No películas. Las había, desde luego, pero superadas
con
mucho por los libros, impresos en papel.
Nunca hubiese pensado que existiesen aún tantos libros
en
buenas condiciones.
Foster se sintió molesto. ¿Con qué propósito guardaba
tantos
libros en casa? Seguramente estarían mejor en la
biblioteca de la
universidad o, en el peor de los casos, en la del
congreso, si alguien
quería tomarse la molestia de investigar fuera de los
microfilmes.
Había algo secreto en una biblioteca particular.
Despedía como
una vaharada de anarquía intelectual.
Este último pensamiento tranquilizó de modo extraño a
Foster.
Prefería que Potterley fuese un auténtico anarquista
que un agente
provocador desempeñando su papel.
Y de pronto, las horas comenzaron a pasar
asombrosamente
rápidas.
—Ya ve usted —dijo Potterley, con voz clara y nada
agitada—.
Fue un simple hallazgo, si es posible un hallazgo para
alguien que
no ha empleado nunca el cronoscopio en su trabajo.
Claro está, no
podía solicitar su uso, puesto que se trataba de
investigación no
autorizada.
—Sí —asintió lacónicamente Foster, un tanto
sorprendido porque
una consideración tan pequeña detuviese a aquel
hombre.
—Empleé métodos indirectos…
Lo había hecho, en efecto. Foster se sintió perplejo
ante el
volumen de la correspondencia sostenida para elucidar
insignificantes detalles de la cultura del antiguo
Mediterráneo, sobre
la cual se las arreglaba una y otra vez para hacer una
observación
casual:
—Desde luego, no habiendo dispuesto nunca del
cronoscopio…
O bien:
—Pendiente de aprobación mi solicitud de datos cronoscópicos,
que por el momento parece improbable que acepten…
—Pero estas no son cosas tontas ni arbitrarias —prosiguió—.
El
Instituto de Cronoscopía publica mensualmente un
folleto en el que
se incluyen artículos concernientes al pasado, con los
descubrimientos determinados por el examen visual del
tiempo.
Únicamente uno o dos descubrimientos… Lo que primero
me
impresionó fue la completa trivialidad de la mayoría
de ellos, su
insipidez. ¿Por qué tales investigaciones debían tener
prioridad
sobre mi labor? Por lo tanto, escribí a quien competía
para que se
intensificase la búsqueda en las direcciones descritas
en el folleto.
Invariablemente, como ya le he mostrado a usted, no
habían
empleado el cronoscopio. Vamos ahora a analizarlo
punto por punto.
Por fin, Foster, con la cabeza dándole vueltas a causa
de los
detalles meticulosamente reunidos por Potterley,
preguntó:
—¿Pero por qué?
—No sé por qué —respondió Potterley—, aunque tengo una
teoría. La invención original del cronoscopio fue obra
de
Sterbinski…, ya lo ve, conozco bien el tema… Obtuvo
una gran
publicidad. Más tarde, el gobierno se hizo cargo del
aparato y
decidió suprimir cualquier ulterior investigación a
través del mismo.
Pero luego pensó que tal vez la gente sintiera
curiosidad por
conocer el motivo por el que no se utilizara. La
curiosidad es un vicio
muy grande, doctor Foster…
El físico convino para sí mismo que, en efecto, lo
era.
—Imagínese pues la utilidad de pretender que el
cronoscopio
estaba siendo empleado —prosiguió Potterley—. Dejaba
de
constituir un misterio para convertirse en un lugar
común. No sería
ya objeto adecuado para la legítima curiosidad, ni un
incentivo para
la ilícita.
—Y usted se sintió curioso… —apuntó Foster.
Potterley le miró, inquieto, y replicó con acento de
enojo:
—En mi caso era distinto… Yo cuento con algo que debe
ser
llevado a cabo. Y no podía aceptar la ridícula manera
en que
pretendían mantenerme el margen.
«Y un tanto paranoico, además», pensó lúgubremente
Foster.
Sin embargo, paranoico o no, había llegado a alguna
conclusión.
Foster ya no podía seguir negando que algo peculiar se
encerraba
en la cuestión de los neutrinos.
Ahora bien, ¿qué perseguía Potterley? Esa cuestión aún
le
inquietaba. Si Potterley no se proponía poner a prueba
su ética
personal, ¿qué deseaba de él? Analizó lógicamente la
cuestión. Si
un anarquista intelectual, con un toque de paranoia,
quería emplear
un cronoscopio y estaba convencido que los poderes
constituidos se
interponían de modo deliberado en su camino, ¿qué podía
hacer?
«Suponiendo que yo fuese uno de esos poderes, ¿qué es
lo que
haría…?». Habló lentamente:
—Tal vez el cronoscopio no exista…
Potterley dio un respingo. Su impasibilidad general
pareció casi
resquebrajarse. Por un instante, Foster vislumbró algo
en él que no
tenía nada que ver con la calma. Pero el historiador
recobró en el
acto su equilibrio y dijo:
—No, no, tiene que haber un cronoscopio.
—¿Por qué? ¿Lo ha visto usted? ¿O yo? Quizá sea esa la
explicación de todo. Quizá no oculten deliberadamente
el
cronoscopio del que se apoderaron. A lo mejor, ni
siquiera lo han
conseguido.
—Pero Sterbinski existió. Y construyó un cronoscopio.
Es un
hecho.
—Así lo dicen los libros… —repuso Foster fríamente.
—Escúcheme. —Potterley tendió la mano, tomando de la
manga
a Foster—. Necesito el cronoscopio. No me diga que no
existe. Lo
que vamos a hacer es descubrir lo suficiente sobre los
neutrinos
para ser capaces de…
Se detuvo, y Foster se alisó la manga. No precisaba
que el otro
terminara la frase. La completó él mismo:
—¿Construir uno propio?
Potterley le miró irritado, como si hubiese preferido
que no se
mostrase tan categórico. Sin embargo, respondió:
—¿Y por qué no?
—Porque eso está descartado —replicó Foster—. Si lo
que
hemos leído es cierto, Sterbinski precisó veinte años
para construir
su máquina, y varios millones en substanciales
subvenciones.
¿Cree que usted y yo podríamos duplicarla ilegalmente?
Suponiendo que dispusiéramos de tiempo, que no
disponemos, y
suponiendo que consiguiéramos extraer bastantes datos
de los
libros, cosa que dudo, ¿de dónde sacaríamos el dinero
y el equipo?
¡Por todos los cielos! Dicen que el cronoscopio llena
un edificio de
cinco pisos…
—¿No quiere ayudarme, entonces?
—Mire, le diré algo. Hay un medio que quizá me permita
descubrir algo…
—¿Cuál es?
—No se preocupe. Carece de importancia. Pero puedo
descubrir
lo bastante para decirle si el gobierno está
impidiendo o no
deliberadamente que se investigue mediante el
cronoscopio.
Confirmarle en su convicción o bien demostrarle que
esa convicción
es errónea. No sé qué bien puede hacerle a usted en
cualquier
caso, pero sólo llegaré hasta ahí. Es mi límite.
Potterley se quedó mirando al joven cuando finalmente
se
marchó. Estaba enojado consigo mismo. ¿Por qué se había
descuidado tanto como para permitir a aquel tipo
sospechar que
pensaba en un cronoscopio propio? Resultaba prematuro.
¿Y por
qué aquel joven novicio dudaba incluso de la
existencia del
cronoscopio?
Tenía que existir. Forzosamente. ¿A qué conducía
negarlo?
¿Y por qué no habría de construirse otro? La ciencia
había
avanzado mucho en los cincuenta años transcurridos
desde la
época de Sterbinski. Todo cuanto se necesitaba eran
conocimientos.
Que el más joven reuniera esos conocimientos. Que se
fijara una
pequeña suma de los mismos como límite, allá él.
Habiendo tomado
el camino de la anarquía, no había límite alguno. Si
el muchacho no
se veía impulsado a proseguir por algo que llevaba en
su interior, los
primeros pasos supondrían un error suficiente para
forzar al resto.
Potterley estaba seguro de no vacilar en caso que fuera
preciso
emplear el chantaje.
Hizo pues un ademán con la mano, en gesto final de
despedida,
y miró hacia arriba. Estaba comenzando a llover.
¡Desde luego! Chantaje si fuese necesario. Todo con
tal que no
le detuviesen en su camino…
Foster condujo su coche a través de los desiertos
arrabales de la
ciudad, notando apenas la lluvia.
Era un estúpido, se decía a sí mismo, pero se sentía
incapaz de
dejar las cosas tal como estaban. Tenía que saber.
Maldecía su
brote de indisciplinada curiosidad, pero necesitaba
saber.
De todos modos, no acudiría a nadie más que a tío
Ralph. Se
juró en forma vehemente que se detendría allí. No
quedaría prueba
alguna contra él, ninguna evidencia real. Tío Ralph
sería discreto.
En cierto sentido, se sentía secretamente avergonzado de
tío
Ralph. No se lo había mencionado a Potterley, en parte
por
precaución y en parte porque no quería enfrentarse a
una ceja
alzada y a la inevitable media sonrisa. Los escritores
científicos
profesionales, por muy útiles que fuesen, se hallaban
un tanto al
margen de la sociedad, aptos sólo para ser tratados
con un
desprecio protector. Claro que, como clase, conseguían
más dinero
que los científicos investigadores. Sólo que hacían
peor las cosas.
Sin embargo, había ocasiones en las que contar con un
escritor
científico en la familia resultaba muy conveniente.
Careciendo de
una verdadera instrucción, no tenían que
especializarse. Por
consiguiente, un buen escritor científico lo conocía
prácticamente
todo… Y tío Ralph era uno de los mejores.
Ralph Nimmo no tenía ningún título universitario y más
bien se
mostraba orgulloso de ello.
—Un título supone el primer paso por el camino de la
perdición
—dijo en cierta ocasión a Jonas Foster, cuando ambos
eran
considerablemente más jóvenes—. Uno no quiere
desperdiciarlo,
por lo que sigue trabajando para conseguir uno
superior y dedicarse
luego a la investigación doctoral. Y acaba por
ignorarlo todo en el
mundo, a excepción de una brizna sobre una subdivisión
de nada.
En cambio, si uno mantiene su mente cuidadosamente aislada
de
toda esa batahola de información hasta alcanzar la
madurez,
llenándola sólo con inteligencia y entrenándola en el
puro
pensamiento, tendrá un poderoso instrumento a su
disposición y
podrá convertirse en un escritor científico.
Nimmo recibió su primera asignación a la edad de
veinticinco
años, después que hubo completado su aprendizaje y
cuando
llevaba en el terreno unos tres meses. Le llegó el
encargo en forma
de un compacto manuscrito, cuyo lenguaje no permitía
destello
alguno de comprensión al lector, por muy calificado
que fuese, sin
un atento estudio y cierta inspirada labor conjetural.
Nimmo
remendó el mamotreto, lo revisó de cabo a rabo (tras
cinco largas y
exasperantes entrevistas con los autores, que eran
biofísicos),
haciendo el lenguaje metódico y comprensible y
suavizando el estilo
hasta transformarlo en una agradable prosa.
—¿Por qué no? —decía tolerante a su sobrino, que
replicaba a
sus censuras sobre los títulos, acusándole de colgarse
a los flecos
de la ciencia—. El fleco reviste su importancia. Tus
científicos no
saben escribir. ¿Y por qué habrían de saber? No se
espera que
sean grandes maestros del ajedrez o virtuosos del violín.
¿Por qué
esperar entonces que sepan unir las palabras? ¿Por qué
no dejar
eso también a los especialistas?
¡Santo Dios, Jonas! Lee su literatura de hace un
siglo.
Descartando el hecho que la ciencia de entonces está
ya anticuada,
lo mismo que algunas de las expresiones empleadas,
intenta leerla
y sacarle algún sentido.
Pura cháchara de aficionados. Páginas y páginas
publicadas
inútilmente. Artículos enteros totalmente
incomprensibles…
—Pero no obtienes ninguna recompensa, tío Ralph —protestó
el
joven Foster, que estaba a punto de comenzar su
carrera de
profesor universitario y se sentía casi deslumbrado
por ella—.
Podrías haber sido un formidable investigador.
—Sí que obtengo recompensa —replicó Nimmo—. No creas
ni
por un momento que no. Desde luego, un bioquímico o un
estratometeorólogo
no me darán ni la hora, pero me pagan bastante bien.
Mira lo que sucede cuando algún químico de primera
clase se
encuentra con que la Comisión ha cortado su subvención
anual para
los escritores científicos. Luchará más duramente para
que se me
concedan a mí, o a alguien como yo, fondos suficientes
que para
lograr un ionógrafo registrador.
Sonrió con amplia mueca, y Foster le correspondió. En
el fondo,
estaba orgulloso de su panzudo y carirredondo tío,
cuyos dedos
semejaban sarmientos y cuya vanidad le hacía peinar su
mata de
pelo en forma coqueta sobre la desierta coronilla y
vestirse con
estudiada negligencia. Avergonzado y a la vez
orgulloso.
Ahora, Foster penetró en el desordenado apartamento de
su tío
con un talante en absoluto propicio a la sonrisa. Tenía
nueve años
más, y también los tenía tío Ralph. Durante aquellos
nueve años, le
habían llegado a este papeles tras papeles,
procedentes de todas
las ramas de la ciencia, para que los puliera, y algo
de cada uno de
ellos había quedado retenido en su capacitada mente.
Nimmo estaba comiendo uvas, tomándolas una por una con
gran
lentitud. Lanzó un racimo a Foster, quien lo atrapó en
el aire,
agachándose luego para recoger algunos granos caídos
al suelo.
—Déjalos, no te preocupes —dijo Nimmo negligentemente—.
Alguien aparece por aquí una vez por semana para la
limpieza.
¿Qué sucede? ¿Algún problema con tu solicitud de
subvención?
—En realidad, todavía no la he presentado.
—¿Que no? Muévete, chico. ¿O es que esperas a que me
ofrezca para hacerte la redacción final?
—No podría pagarte, tío.
—¡Bah! Todo quedaría en la familia. Concédeme los
derechos de
todas las versiones destinadas a la divulgación, y el
dinero no
necesitará cambiar de mano.
—Si hablas en serio, trato hecho.
—Trato hecho entonces.
Era un trueque, desde luego, pero Foster conocía lo
bastante la
ciencia de escribir que poseía Nimmo como para darse
cuenta que
le compensaría. Un descubrimiento espectacular de
interés público
sobre el hombre primitivo, o sobre una nueva técnica
quirúrgica, o
sobre cualquier rama de la navegación espacial,
significaría un
artículo que daría ríos de dinero en cualquier medio
de
comunicación.
Por ejemplo, fue Nimmo quien redactó de nuevo, para el
consumo científico de las masas, la serie de papelotes
en los que
Bryce y sus colaboradores habían dilucidado la fina
estructura de
dos virus cancerosos.
Por ese trabajo había pedido la despreciable suma de
mil
quinientos dólares, siempre que se incluyeran los
derechos de las
ediciones de divulgación. Más tarde, dio al mismo
trabajo una forma
semi-dramática para su lectura en vídeo
tridimensional, percibiendo
un anticipo de veinte mil dólares, más los derechos
por un plazo de
siete años.
Foster dijo de sopetón:
—Tío, ¿qué sabes sobre los neutrinos?
—¿Neutrinos? —Los ojos de Nimmo parecieron
sorprendidos—.
¿Estás trabajando en eso? Creía que te dedicabas a la óptica
seudo
gravitatoria.
—Oficialmente, sí. Pero ahora me intereso por la neutrínica.
—¿Cómo diablos se te ha ocurrido…? En mi opinión, te
pasas
de la raya. Lo sabes, ¿no es así?
—Supongo que no informarás a la Comisión sólo porque
yo
sienta una pequeña curiosidad sobre algo.
—Debería hacerlo, antes que la cosa te acarree un
disgusto. La
curiosidad supone un peligro profesional para los
científicos. La he
visto actuar. Uno se halla tranquilamente enfrascado
en un problema
y de repente la curiosidad le lleva por un camino
extraño. Y lo
siguiente que sabe es que ha adelantado tan poco en su
propio
problema, que no se justifica la renovación de su
subvención. He
visto más…
—Todo cuanto deseo saber es lo que ha pasado por tus
manos
sobre neutrinos en estos últimos tiempos —respondió
pacientemente Foster.
Nimmo se recostó, masticando con calma y con aire
caviloso una
uva.
—Nada. Nada en absoluto. No recuerdo haber visto ni
siquiera
un artículo sobre la cuestión.
—¿Qué? —exclamó manifiestamente sorprendido Foster—.
¿Quién hace entonces ese trabajo?
—Puesto que me lo preguntas, te diré que no lo sé. No
recuerdo
que nadie hablara de ello en las asambleas anuales. No
me parece
que se haga mucho trabajo sobre el particular.
—¿Por qué no?
—¡Eh, no muerdas que no te he hecho nada! Sospecho que…
—¿No lo sabes? —atajó exasperado Foster.
—¡Humm…! Te diré lo que sé sobre la cuestión neutrínica.
Concierne a las aplicaciones de movimientos de los
neutrinos y a las
tuerzas implicadas…
—Claro, claro… Del mismo modo que la electrónica trata
de las
aplicaciones de los electrones y las fuerzas
implicadas, y la
gravimetría trata de las aplicaciones de los campos de
gravitación
artificial. Para eso no te necesitaba. ¿Es todo cuanto
sabes?
—Y la neutrínica es la base de la perspectiva del
tiempo… Y es
todo cuanto sé —añadió serenamente Nimmo.
Foster se recostó también en su butaca y se restregó
con fuerza
la rasurada mejilla. Se sentía enojado e insatisfecho.
Sin habérselo
formulado de manera explícita en su mente, había
tenido la
seguridad que, como fuese, Nimmo conocería algunos
informes
recientes, que habría abordado interesantes facetas de
la neutrínica
moderna, y en consecuencia le permitiría volver a
Potterley para
manifestar al viejo historiador que estaba equivocado,
que sus datos
eran erróneos y sus deducciones engañosas.
Y luego, podría haber vuelto a enfrascarse en su
propio trabajo.
Ahora, en cambio…
«Así pues —se dijo indignado—, es verdad que no están
haciendo mucha labor en ese terreno… ¿Supone eso una
deliberada supresión? ¿Y si la neutrínica es una
disciplina estéril?
Quizá lo sea. No lo sé, ni tampoco Potterley. ¿Para qué
malgastar
los recursos intelectuales de la Humanidad en nada?
Tal vez el
trabajo se efectúe en secreto por alguna razón legítima.
Tal vez…».
Tenía que saberlo. No podía dejar las cosas como
estaban. ¡No
podía!
—¿Existe algún texto sobre neutrínica, tío Ralph? —preguntó—.
Quiero decir una exposición clara y sencilla.
Elemental…
Nimmo meditó, mientras sus mofletudas mejillas
exhalaban una
serie de suspiros.
—Haces las más condenadas preguntas que… El único que
conozco es el de Sterbinski y otro nombre… Nunca lo he
visto a
fondo, pero sí le eché un vistazo en cierta ocasión…
Sterbinski y
LaMarr, eso es.
—¿Fue Sterbinski el inventor del cronoscopio?
—Eso parece. Las pruebas incluidas en el libro deben
ser
buenas.
—¿Hay una edición reciente? Sterbinski murió hace
treinta años.
Nimmo se encogió de hombros, sin responder.
—¿Podrías encontrarla?
Quedaron silenciosos ambos durante unos momentos.
Nimmo
balanceaba su voluminoso cuerpo, haciendo crujir la
butaca en que
se hallaba sentado. Al fin, el escritor científico
dijo:
—¿Puedes explicarme qué te propones con todo esto?
—No puedo. ¿Pero quieres ayudarme de todos modos, tío
Ralph? ¿Me conseguirás un ejemplar de ese texto?
—Bien, tú me has enseñado cuanto sé sobre seudo
gravimetría,
así que debo mostrarme agradecido. Verás…, te ayudaré
con una
condición.
—¿Cuál?
El viejo se puso súbitamente muy serio al responder:
—Que vayas con cuidado, Jonas. Pretendas lo que pretendas,
te
encuentras con toda evidencia fuera de la raya. No
eches por la
borda tu carrera sólo porque sientes curiosidad por
algo que no te
han encargado y que no te concierne… ¿Comprendido?
Foster asintió, aunque apenas le había oído. Estaba
pensando
frenéticamente.
Una semana después, la rotunda figura de Ralph Nimmo
penetró
en el apartamento de dos piezas de Jonas Foster, en el
recinto
universitario, y dijo con ronco cuchicheo:
—He conseguido algo.
—¿Qué? —preguntó Foster con inmediata avidez.
—Una copia del Sterbinski y LaMarr… —dijo mostrándola,
o más
bien una esquina de la misma, cubierta por su amplio
gabán.
Foster miró de modo casi automático a puertas y
ventanas para
cerciorarse que estaban cerradas y corridos los
visillos. Alargó la
mano. El estuche que encerraba la película aparecía
descascarillado por la vetustez, y la propia película,
oscurecida y
quebradiza.
—¿Es todo? —preguntó Foster en tono mordaz.
—¡Gratitud, muchacho, gratitud!
Nimmo tomó asiento y metió la mano en un bolsillo para
sacar
una manzana.
—Desde luego que te estoy agradecido. ¡Pero es tan
antiguo!
—Y suerte que lo he conseguido. Intenté obtener una
película de
la biblioteca del Congreso. Nada. El libro está
retirado de la
circulación.
—¿Y cómo lograste este?
—Lo robé —respondió el escritor científico con pasmosa
tranquilidad, mientras mordisqueaba el corazón de la
manzana—.
En la biblioteca pública de Nueva York.
—¿Qué?
—Fue muy sencillo. Naturalmente, tengo acceso a las
estanterías. Me subí a una cuando no rondaba nadie por
allí, agarré
el estuche y me largué con él. Son muy confiados… No
lo echarán
de menos durante años. Pero procura que no te lo vea
nadie,
sobrino…
Foster miró fijamente la película, como si se tratase
de
pornografía.
Nimmo dejó a un lado el corazón de la manzana y sacó
otra del
bolsillo de su gabán, mientras decía:
—Es muy divertido. No hay nada más reciente en todo el
terreno
de la neutrínica. Ni una monografía, ni un artículo,
ni una nota sobre
su progreso. Nada en absoluto desde el cronoscopio.
—¡Vaya, vaya…! —comentó Foster, ausente.
Foster trabajaba cada atardecer en casa de Potterley,
pues no se
fiaba de la seguridad de su apartamento en el recinto
universitario
para aquella labor. Y su tarea de los atardeceres se
tornaba para él
más real que la destinada a su propia subvención. A
veces le
preocupaba, pero lo apartaba de su mente.
Al principio, su trabajo sólo consistió en examinar y
repasar la
película con el texto. Posteriormente, empezó a pensar
(en
ocasiones, incluso mientras parte del libro seguía
pasando a través
del proyector de bolsillo sin que nadie la mirase).
De cuando en cuando, Potterley venía a visitarle, sentándose
con ojos ávidos, como si esperase que se solidificaran
los toscos
procesos, haciéndose visibles en todos sus repliegues.
Sólo
interfería de dos maneras. No permitía a Foster que
fumara y, a
veces, hablaba.
No se trataba de una conversación en absoluto, sino más
bien
de un monólogo en voz baja, con el cual al parecer no
esperaba
siquiera despertar la atención. Algo así como si se
aliviara de la
presión ejercida en su interior.
¡Cartago! ¡Siempre Cartago!
Cartago, la Nueva York del antiguo Mediterráneo.
Cartago,
imperio comercial y reina de los mares.
Cartago, todo lo que Siracusa y Alejandría pretendían
ser.
Cartago, calumniada por sus enemigos e inarticulada en
su propia
defensa.
Había sido antaño derrotada por Roma y luego expulsada
de
Sicilia y Cerdeña, pero consiguió más que resarcirse
de sus
pérdidas mediante sus nuevos dominios en España. Y dio
nacimiento a Aníbal para sumir a los romanos en el
terror durante
dieciséis años…
Al final volvió a perder por segunda vez, se resignó a
su destino
y tornó a construir, con sus rotas herramientas, una
vida claudicante
en un territorio mermado, pero con tanto éxito que la
celosa Roma la
forzó deliberadamente a una tercera guerra. Y entonces
Cartago,
contando sólo con sus manos desnudas y su tenacidad,
forjó armas
y obligó a Roma a una campaña de dos años que no acabó
hasta la
completa destrucción de la ciudad; sus habitantes se
arrojaron a las
hogueras de sus casas incendiadas, prefiriendo esta
muerte cruel a
la rendición.
—¿Acaso un pueblo combatiría así por una ciudad y un
sistema
de vida tan deplorables como los antiguos escritores
los pintaron?
—comentaba Potterley—. Aníbal fue mejor general que
ninguno de
los romanos, y sus soldados le siguieron con absoluta
fidelidad.
Hasta sus más enconados enemigos le alabaron. Era un
cartaginés.
Ahora está de moda decir que fue un cartaginés atípico,
mejor que
los demás, algo así como un diamante arrojado a la
basura. Si así
fuera, ¿por qué se mostró tan fiel a Cartago hasta su
muerte, tras
varios años de exilio? Hablan de Moloch…
Foster no siempre escuchaba, pero a veces no podía
impedirlo, y
se estremecía y se sentía mareado ante el sangriento
relato de los
niños sacrificados.
Mas Potterley proseguía porfiado:
—Sólo que no es verdad. Se trata de un embuste lanzado
hace
dos mil quinientos años por griegos y romanos. Ellos
tenían también
sus esclavos, sus crucifixiones y torturas, sus
combates de
gladiadores. No eran precisamente unos santos. La
historia de
Moloch forma parte de lo que épocas posteriores llamarían
la
propaganda de guerra, la gran mentira. Puedo probar
que fue un
embuste. Puedo demostrarlo. ¡Y por el cielo que lo haré!
Sí, lo
haré…
Y mascullaba su promesa una y otra vez, lleno de celo.
La señora Potterley le visitaba también, pero con
menos
frecuencia, en general los martes y los jueves, cuando
su marido
tenía que ocuparse de alguna clase nocturna y, en
consecuencia, no
se hallaba presente.
Se sentaba y permanecía inmóvil, hablando apenas, con
el
rostro blando y apagado, los ojos inexpresivos, y una
actitud
distante y retraída.
La primera vez, Foster se sintió incómodo y sugirió
que se
marchara.
Ella respondió con voz átona:
—¿Le molesto?
—No, desde luego que no —mintió Foster—. Sólo que…
No acertó a completar la frase.
Ella asintió, como aceptando una invitación a
quedarse. Luego
abrió un bolso de paño que había traído consigo y sacó
de él una
resmilla de hojas de vitrón, que se puso a manipular
con rapidez y
delicados movimientos mediante un par de gráciles
despolarizadores trifásicos, cuyos alambres,
conectados a una
batería, daban la impresión que estaba sosteniendo una
gran araña.
Cierta tarde, dijo quedamente:
—Mi hija Laurel tiene su misma edad.
Foster se sobresaltó ante su inesperado tono y el
contenido de
sus palabras.
—No sabía que tuviese usted una hija, señora
Potterley.
—Murió. Hace años.
El vitrón se iba convirtiendo gracias a las diestras
manipulaciones en la forma irregular de una prenda de
vestir que
Foster no llegaba a identificar. No le quedaba sino
murmurar de
manera vacua:
—Lo siento.
La señora Potterley suspiró:
—Sueño con ella a menudo.
Alzó sus ojos azules y distantes hacia él. Foster
retrocedió y miró
a otro lado.
Otra tarde, mientras tiraba de una hoja de vitrón para
despegarla
de su vestido, ella preguntó:
—¿Qué es eso del panorama del tiempo?
La observación interfería con una secuencia particular
de sus
pensamientos, por lo que Foster respondió secamente:
—El doctor Potterley se lo explicará.
—Ya lo ha intentado. Sí que lo ha intentado. Pero se
muestra
demasiado impaciente conmigo. La mayor parte de las
veces la
llama cronoscopía. ¿Cree que realmente se ven cosas
del pasado,
como en las imágenes tridimensionales? ¿O bien sólo
traza
pequeños contornos de puntos, como la computadora que
usted
emplea?
Foster miró con disgusto su computadora. Funcionaba
bastante
bien, pero cada operación debía ser controlada
manualmente,
obteniéndose las respuestas en clave. Si pudiera
utilizar la de la
universidad…
Bueno, para qué soñar. Ya se sentía bastante conspicuo
llevando una computadora de mano bajo el brazo cada
atardecer,
cuando abandonaba su despacho.
—No he visto nunca por mí mismo un cronoscopio —dijo—,
pero
tengo la impresión que con él se ven realmente las imágenes
y se
oyen los sonidos.
—¿Se oye también hablar a la gente?
—Así lo creo. —Y luego añadió, casi desesperado—:
Mire,
señora Potterley, esto debe resultarle espantosamente
aburrido.
Comprendo que no desee desatender a un invitado, pero,
de
verdad, señora Potterley, no debiera sentirse obligada
a…
—No me siento obligada —le atajó ella—. Me limito a
estar
sentada, esperando.
—¿Esperando? ¿Esperando qué?
Ella respondió en tono sosegado:
—Se lo oí a usted aquella primera tarde. Cuando habló
por vez
primera con Arnold. Estuve escuchando detrás de la
puerta.
—¿Ah, sí?
—Sí… Ya sé que no es correcto, pero me encontraba tan
preocupada por Arnold. Tenía la intuición que él iba a
hacer algo que
no debía, y quería saber qué. Y cuando le oí…
Se detuvo, inclinándose hacia el vitrón y hurgando en él.
—¿Oír qué?
—Que se negaba usted a construir un cronoscopio…
—Desde luego que me negué.
—Pensé que quizá cambiase de parecer.
Foster le lanzó una mirada penetrante.
—¿Quiere decir que baja usted aquí con la esperanza
que yo
construya un cronoscopio?
—Espero que lo haga, doctor Foster. ¡Oh, sí! Estoy
convencida
que lo hará.
Fue como si de pronto se hubiese desprendido un denso
velo de
su rostro, dejando aparecer claras y distintas sus
facciones,
infundiendo color a sus mejillas, vida a sus ojos, y
las vibraciones de
cierta inminente excitación a su voz.
—¿No sería maravilloso disponer de uno? —cuchicheó—. ¡Los
seres del pasado revivirían! Faraones y reyes y…, la
gente
corriente. Espero que construya uno, doctor Foster.
Realmente… lo
espero.
Pareció como si la impresionara la intensidad de sus
propias
palabras, y dejó que las hojas de vitrón se deslizaran
de su regazo.
Se levantó y corrió hacia la escalera, asombrada y
angustiada, de
su desmañada escapatoria. Foster la siguió con la
mirada, en muda
contemplación.
El incidente afectó en gran medida las noches de
Foster y le dejó
insomne y penosamente entumecido para pensar. Casi
como una
indigestión mental.
Por fin, sus solicitudes de subvención llegaron
renqueantes
hasta Ralph Nimmo. Apenas albergaba esperanzas.
Pensaba
entorpecido: «No las aprobarán».
Si no las aprobaban, causaría desde luego un escándalo
en la
facultad y, probablemente, aquello supondría la no
renovación de su
puesto en la universidad, al final del curso académico.
Sin embargo, casi no le preocupaba la cuestión. Era el
neutrino,
sólo el neutrino y exclusivamente el neutrino lo que
llenaba su
mente. Su rastro, su pista, su curva gráfica describía
un brusco
viraje, conduciéndole solitario por sendas no
cartografiadas, que ni
siquiera Sterbinski y LaMarr habían seguido.
Llamó a Nimmo.
—Tío Ralph —le dijo—. Necesito algunas cosas. Te llamo
desde
fuera de la universidad.
El rostro de Nimmo en la pantalla de vídeo aparecía
jovial, pero
su voz sonó cortante al responder:
—Lo que necesitas es un curso de redacción. Me está
costando
una barbaridad de tiempo poner tu solicitud en
lenguaje inteligible.
Si es por eso por lo que me llamas…
—No, no te llamo por eso. Necesito…
Carraspeó unas líneas sobre un trozo de papel y lo
sostuvo ante
el receptor. Nimmo hipó.
—¡Oye! ¿Cuántos trucos me crees capaz de emplear?
—Puedes conseguírmelo, tío. Sé que puedes…
Nimmo releyó la lista con aire grave, moviendo
silenciosamente
sus gordezuelos labios.
—¿Y qué sucederá cuando acoples todas esas cosas? —
preguntó luego.
Foster meneó la cabeza.
—Te reservaré todos los derechos de las publicaciones
de
divulgación, sea lo que sea, como siempre. Pero por
favor no me
hagas preguntas ahora.
—Bien, sabes que no puedo hacer milagros.
—Haz este. Debes hacerlo. Eres un escritor científico,
no un
investigador. No debes tomar en cuenta nada. Tienes
amistades y
relaciones. Harán la vista gorda, para que te dediques
el tiempo
necesario a su próxima publicación, ¿no es así?
—Sobrino, tu fe es conmovedora. Lo intentaré…
Y Nimmo lo logró. Material y equipo fueron trasladados
a última
hora de la tarde, en un coche particular de turismo.
Nimmo y Foster
lo descargaron con el esfuerzo y los gruñidos de
hombres no
acostumbrados a la labor manual.
Potterley, de pie en la entrada del sótano, preguntó
quedamente
una vez que se hubo marchado Nimmo:
—¿Para qué es todo esto?
Foster se apartó el cabello que le caía sobre la
frente y se aplicó
un suave masaje a una de sus muñecas, que se había
dislocado.
—Voy a proceder a unos sencillos experimentos.
—¿Ah, sí?
Los ojos del historiador destellaban de excitación.
Foster se
sentía explotado, como si una tenaz voluntad le
arrastrara por un
camino peligroso, como si viese claramente la
fatalidad que le
esperaba al final de ese camino y, sin embargo,
avanzase decidido y
ávido por él. Y lo peor de todo, aquella voluntad
tenaz era la suya
propia.
Era Potterley quien lo había empezado todo, Potterley,
que ahora
estaba allí, recreándose en su contemplación. Pero la
fuerza que le
apremiaba era sólo suya. Y así, dijo agriamente:
—A partir de ahora, deseo aislamiento, Potterley. No
puedo
tenerles a usted y a su mujer correteando de aquí para
allá,
molestándome.
Al mismo tiempo, pensaba: «Si mis palabras le ofenden,
que me
eche. Así se acabará todo esto». No obstante, en lo más
profundo
de su corazón, no creía que el ser excluido le
detuviese. No sucedió
nada.
Potterley no mostró el menor síntoma de sentirse
ofendido. Su
tierna mirada no varió.
—Desde luego, doctor Foster, desde luego —asintió—.
Todo el
aislamiento que usted desee…
Foster se le quedó mirando mientras se retiraba. Ya
estaba solo
para caminar por la senda, perversamente satisfecho y
a la par
odiándose por su contento.
Decidió dormir sobre un catre en el sótano de
Potterley y pasar
en aquel sitio sus fines de semana.
Durante ese período, le llegó la noticia que le habían
sido
otorgadas las subvenciones (gracias a la intervención
de Nimmo).
La secretaría envió a alguien para comunicárselo,
felicitándole al
mismo tiempo.
Foster miró con ausente fijeza hacia la remota lejanía
y
murmuró: «¡Señor, qué contento estoy!», con tan poca
convicción
que el enviado frunció el entrecejo y se despidió sin
más palabras.
Foster no volvió a pensar en la cuestión. Era un extremo
de
menor cuantía, que no merecía ni fijarse en él.
Planeaba algo de
real importancia para aquella misma tarde, una prueba
climática.
Transcurrió una tarde, y otra, y otra más, y por último,
macilento
y casi fuera de sus cabales por la excitación, llamó a
Potterley. Este
bajó las escaleras y paseó la mirada por los
artilugios de fabricación
casera, diciendo luego con su suave voz:
—Las facturas de la electricidad han sido muy
elevadas. No lo
digo por el gasto, sino porque temo que el municipio
formule
algunas preguntas… ¿Se puede hacer algo para
remediarlo?
Era un atardecer caluroso, pero Potterley llevaba
cuello duro y
traje completo. Foster, que se había quedado en
camiseta, alzó
unos ojos legañosos y dijo con voz entrecortada:
—No será por mucho tiempo, doctor Potterley. Le he
llamado
para decirle algo… Se puede construir un cronoscopio.
Uno
pequeño, desde luego, pero se puede construir…
Potterley se asió a la barandilla de la escalera, y su
cuerpo se
combó. Hasta que logró decir en un cuchicheo:
—¿Se puede construir aquí?
—Aquí mismo, en el sótano —respondió cansinamente
Foster.
—¡Santo Dios! Usted dijo…
—Ya sé lo que dije —exclamó impaciente Foster—. Dije
que era
imposible. No sabía nada entonces. Ni siquiera
Sterbinski sabía
nada…
Potterley meneó la cabeza.
—¿Está seguro? ¿No se equivoca, doctor Foster? ¿No se
engaña? No podría soportar que…
—No, no estoy equivocado. ¡Maldita sea! Si a mí me
bastó con la
simple teoría, hace ya tiempo que podríamos haber
dispuesto de un
visor del tiempo…, hace más de cien años, cuando se
postuló por
vez primera el neutrino. El engorro fue que los
investigadores
originales lo consideraron simplemente como una
misteriosa
partícula, sin masa o carga, imposible de detectar.
Algo que sólo
servía para equilibrar la contabilidad y preservar la
ley de la
conservación de la energía.
No estaba seguro que Potterley supiera de qué estaba
hablando.
No le importaba. Necesitaba un desahogo. Sólo lo
conseguiría a
partir de algo exterior a sus coagulados pensamientos…
Y
precisaba asimismo un telón de fondo para lo que iba a
decir a
Potterley. Así que prosiguió:
—Fue Sterbinski el primero en descubrir que el
neutrino
atraviesa la barrera transversal del espacio-tiempo,
que viaja a
través del tiempo con tanta facilidad como a través
del espacio. Y
fue asimismo Sterbinski el primero en bosquejar un método
para
detener los neutrinos. Inventó un registrador neutrínico
y aprendió
cómo interpretar el patrón del chorro neutrínico.
Naturalmente, la
corriente resultó afectada y desviada por toda las
materias con que
había tropezado a su paso a través del tiempo.
Descubrió que las
desviaciones podían ser analizadas y convertidas en imágenes
de la
materia que había producido la desviación. La visión
del tiempo se
hacía así posible. Hasta las vibraciones de aire
pueden ser
detectadas y convertidas en sonido.
Potterley había dejado de escuchar definitivamente.
—Sí, sí. ¿Pero cuándo construirá usted el cronoscopio?
Foster le detuvo, perentorio:
—Déjeme terminar. Todo depende del método empleado
para
detectar y analizar el chorro neutrínico. El método de
Sterbinski era
arduo y vago. Requería montañas de energía. Pero yo he
estudiado
la seudo gravedad, doctor Potterley, la ciencia de los
campos
gravitatorios artificiales. Me he especializado en el
comportamiento
de la luz en tales campos. Se trata de una ciencia
nueva. Sterbinski
no conocía nada de ella. De haberlo conocido, habría
descubierto,
cosa que está al alcance de cualquiera, un método
mejor y más
eficaz de detección de los neutrinos mediante el
empleo de un
campo seudo gravitatorio. Y si hubiese conocido más a
fondo la
neutrínica, lo hubiese visto al instante.
El rostro de Potterley se aclaró un tanto.
—Ya lo sabía yo —dijo—. Aun obstaculizando la
investigación
neutrínica, no hay medio por el que el gobierno se
asegure que los
descubrimientos en otros sectores de la ciencia no se
reflejen sobre
ella. Eso da la medida del valor de la dirección
centralizada de la
ciencia. Se me ocurrió la idea hace mucho tiempo,
doctor Foster,
antes aun que viniera usted a trabajar aquí.
—Por lo cual le felicito. Pero hay algo…
—No piense en eso. Respóndame. ¿Cuándo construirá el
cronoscopio?
—Estoy intentando decirle algo, doctor Potterley. Un
cronoscopio
no le servirá de nada.
«Ya está dicho», pensó.
Muy despacio, Potterley descendió por la escalera y se
plantó
ante él.
—¿Qué significa eso? ¿Cómo que no me servirá de nada?
—Pues…, que no verá usted Cartago. Eso era lo que tenía
que
decirle. Jamás podrá ver Cartago con él.
Potterley denegó con la cabeza.
—No, no —dijo—. Se equivoca. De tener el cronoscopio,
una vez
debidamente enfocado…
—No, doctor Potterley. No se trata de enfoque. Hay
factores
marginales que afectan al chorro neutrínico, como
afectan a las
partículas subatómicas. Lo que denominamos el
principio de
indeterminación. Una vez registrado e interpretado el
chorro,
aparece el factor marginal fortuito como una
vellosidad, un «ruido»,
como dicen los chicos de comunicaciones. Y cuanto más
se penetra
en el tiempo, tanto mayor es esa vellosidad, ese
ruido. Al cabo de
un rato, este oculta la imagen. ¿Lo comprende?
—Dando más potencia… —insinuó Potterley con voz
desmayada.
—No serviría de nada. Cuando la interferencia empaña
el
detalle, al amplificar este se amplifica aquella también.
No se ve
nada en una película quemada por el sol por mucho que
se amplíe,
¿no es así? Métaselo en la cabeza. La naturaleza física
del
Universo impone sus límites. Los movimientos térmicos
ocasionales
de las moléculas del aire imponen los suyos a la
intensidad con que
un sonido puede ser detectado por un instrumento
cualquiera. La
longitud de una onda luminosa o de una onda eléctrica
impone sus
límites al tamaño de los objetos captados por
cualquier aparato. Lo
mismo sucede con la cronoscopía. Hay un límite a la
visión en el
tiempo.
—¿Qué límite? ¿Hasta dónde se alcanza?
Foster inspiró con fuerza.
—Lo máximo es un siglo y cuarto.
—Pero el boletín mensual que publica la Comisión
abarca casi
toda la historia antigua… —El historiador rio a
sacudidas—. Debe
estar equivocado. El gobierno posee datos de hasta
tres mil años
antes de Cristo.
—¿Y cuándo se decidió a creerlo? —preguntó Foster con
desdén—. Comenzó usted este asunto demostrándome que
el
gobierno mentía, que jamás historiador alguno empleó
el
cronoscopio. ¿No ve ahora el porqué? A ningún historiador
le sirve
de nada, excepto al que se interesa por la historia
contemporánea.
No hay ningún cronoscopio que permita una visión del
tiempo más
allá del año 1920.
—Tiene que estar equivocado. Usted no lo sabe todo —se
obstinó Potterley.
—Como quiera, pero la verdad no se plegará a su
conveniencia.
Afróntela. Lo que está haciendo el gobierno es
perpetuar un engaño.
—¿Por qué?
—Se me escapan las razones.
La nariz chata de Potterley se contrajo, y sus ojos se
abrieron
hasta casi saltar de las órbitas.
—Pura teoría, doctor Foster —dijo—. Construya un
cronoscopio.
Constrúyalo y pruebe.
Foster le asió súbita y firmemente por los hombros.
—¿Cree usted que no lo he hecho? —gritó con vehemencia—.
¿Piensa que se lo habría contado todo sin antes
comprobarlo por
todos los medios a mi alcance? He construido uno. Ahí
lo tiene.
¡Mire!
Corrió hacia los conmutadores y palancas de potencia,
los
manipuló uno por uno, hizo girar una resistencia,
ajustó unos
botones y apagó la luz del sótano.
—Espere un momento —advirtió—. Debe calentarse.
Se produjo un pequeño fulgor cerca del centro de una
de las
paredes. Potterley farfulló algo ininteligible,
mientras que Foster
insistía:
—¡Mire!
La luz se intensificó y abrillantó, y aparecieron
formas en
claroscuro. ¡Hombres y mujeres! Imágenes empañadas,
vagas, con
brazos y piernas que semejaban simples rayas. Pasó un
coche de
antiguo modelo, difuso también, pero reconocible como
perteneciente a los que usaban motor de combustión
interna por
gasolina.
Foster comentó:
—Mediados del siglo XX, en
algún lugar indeterminado. No he
captado aún sonido alguno, pero existe la posibilidad
de añadirlo.
De todos modos, la mitad del siglo XX es
lo más lejos que se puede
llegar. Créame, es el mejor enfoque a nuestro alcance.
—Construya un aparato mayor —insistió Potterley—. Más
potencia. Mejore sus circuitos.
—No se puede vencer el principio de indeterminación,
de la
misma manera que no se puede vivir en el Sol. Existen
unos límites
físicos imposibles de traspasar.
—Está usted mintiendo. No le creo. Yo…
Sonó una nueva voz, que se alzó estridente para
hacerse oír:
—¡Arnold! ¡Doctor Foster!
El joven físico se volvió al instante. El doctor
Potterley se quedó
paralizado un largo rato, y luego dijo sin volverse:
—¿Qué pasa, Caroline? ¡Déjanos!
—¡No! —replicó la señora Potterley descendiendo la
escalera—.
Lo he oído todo. No pude resistir la tentación de
escuchar… ¿Es
verdad que tiene un visor del tiempo aquí, doctor
Foster? ¿Aquí en
el sótano?
—Pues sí, señora Potterley. Una especie de visor del
tiempo,
aunque no resulta gran cosa. Aún no he obtenido el
sonido y las
imágenes aparecen empañadas. De todos modos, funciona.
La señora Potterley entrelazó las manos y las mantuvo
estrechamente apretadas contra su pecho.
—¡Qué maravilloso! ¡Qué maravilloso! —exclamaba, en
una
especie de arrobo.
—No tiene nada de maravilloso —rezongó Potterley con
acento
burlón—. Este joven necio es incapaz de llegar más allá
de…
—¡Oiga…! —profirió exasperado Foster.
—¡Por favor! —gritó la señora Potterley—. Escúchame,
Arnold.
¿No te das cuenta que, con sólo que alcance veinte años,
podremos
ver de nuevo a Laurel? ¿Qué nos importan a nosotros
Cartago y los
tiempos antiguos? Podremos ver a Laurel. Volverá a
renacer para
nosotros. Deje la máquina aquí, doctor Foster. Enséñenos
cómo
funciona…
Foster miró con fijeza a la señora Potterley y después
a su
marido, cuyo rostro se había tornado blanco.
Y aunque la voz de este seguía siendo baja y uniforme,
su calma
se había desvanecido en parte cuando barbotó por fin:
—¡Eres una estúpida!
—¡Arnold! —protestó débilmente Caroline.
—Sí, una estúpida, he dicho. ¿Qué es lo que quieres
ver? El
pasado…, el pasado muerto. ¿Hizo Laurel algo que no
debiera?
¿Quieres ver algo acaso que no debieras haber visto? ¿Quieres
pasar de nuevo tres años contemplando a una chiquilla
que jamás
volverá a crecer por mucho que la mires?
Su voz estuvo a punto de quebrarse, pero se contuvo.
Se
aproximó más a su esposa y, posando una mano sobre su
hombro,
la sacudió con energía, diciendo a la par:
—¿Es que no sabes lo que te sucederá si lo haces?
Vendrán a
buscarte porque te habrás vuelto loca. Sí, loca. ¿Quieres
un
tratamiento mental? ¿Deseas someterte a la prueba psíquica?
La señora Potterley se desasió. No había en ella resto
alguno de
blandura o de vaguedad. Por el contrario, se había
convertido en
una marimacho, clamando:
—¡Quiero ver a mi hija, Arnold! Ella está en esa máquina
y la
quiero ver.
—No está en esa máquina. Su imagen quizá… ¿Cómo no lo
comprendes? ¡Una imagen! Algo carente de realidad…
—¡Pues yo quiero a mi pequeña! —repuso con terquedad
la
señora Potterley—. ¿Me oyes? —Se abalanzó hacia su
marido,
chillando y con los puños contraídos—. ¡Quiero ver a
mi pequeña!
El historiador retrocedió ante la furia del asalto,
dejando escapar
una exclamación, mientras Foster se adelantaba para
interponerse
entre ambos. De pronto, la señora Potterley,
sollozando
violentamente, cayó desplomada al suelo.
Potterley se volvió. Sus ojos parecían buscar algo con
desespero. Con súbito movimiento, asió un tirante del
aparato,
arrancándolo de su base, y esgrimiéndolo remolineante
ante Foster
—perplejo ante lo que sucedía—, le contuvo amenazador,
al tiempo
que decía jadeante:
—¡Atrás! Si da un paso más, le mato. ¡Lo juro!
Blandió su arma enérgicamente. Foster se echó en
efecto hacia
atrás. Potterley se volvió furioso a la máquina y,
tras el primer
chasquido del cristal, el físico se quedó mirándole atónito.
Potterley
descargó su rabia sobre cada parte del aparato y, por último,
permaneció inmóvil, rodeado de cascotes y astillas,
empuñando aún
su tirante, ya roto también.
—Y ahora, salga de aquí —dijo en un murmullo—. ¡Y no
vuelva
nunca más! Si le costó algo esto, envíeme una factura
y se la
pagaré… Hasta el doble de su valor.
Foster se encogió de hombros, se puso la chaqueta y se
dirigió a
la escalera del sótano, oyendo los fuertes sollozos de
la señora
Potterley. Al llegar al rellano, volvió la cabeza y,
en una rápida
ojeada, vio al doctor Potterley inclinándose sobre su
esposa, con el
rostro convulso por la pena.
Dos días después, cuando finalizaba la jornada
escolar, Foster
buscaba aburrido algunos datos para sus proyectos
recientemente
aprobados, datos que deseaba llevar a su apartamento
para su
posterior estudio.
De pronto, apareció el doctor Potterley.
El historiador iba vestido con mayor pulcritud que
nunca. Alzó su
mano en un gesto muy vago para significar un saludo y
demasiado
rudimentario para suponer un ruego. Foster se le quedó
mirando
con asombrada fijeza.
—He esperado hasta las cinco, hasta que usted
estuviera… —
manifestó indeciso el doctor Potterley desde el dintel
de la abierta
puerta del despacho—. ¿Puedo entrar?
Foster hizo con la cabeza un ademán de asentimiento.
—Supongo que debo excusarme por mi conducta —comenzó
Potterley—. Me sentí tan horriblemente decepcionado
que perdí el
dominio de mí mismo. Fue inexcusable…
—Acepto sus excusas —respondió Foster—. ¿Es eso todo?
—Mi esposa le llamó a usted, creo.
—Así es, en efecto.
—Se ha dejado dominar completamente por la histeria.
Me dijo
que lo hizo, pero yo no estaba seguro…
—Pues sí, me llamó.
—Quisiera saber… ¿Sería tan amable de decirme qué
deseaba?
—Quería un cronoscopio… Al parecer, disponía de algún
dinero
propio. Y estaba dispuesta a pagar.
—¿Y se comprometió usted a algo?
—Le respondí que no me ocupaba de negocios de
fabricación.
—Bien —respiró Potterley, y su pecho se expandió en un
suspiro
de alivio—. Por favor, no haga caso a ninguna de sus
llamadas.
Todavía no está…, no está del todo…
—Mire, doctor Potterley —manifestó Foster—. No voy a
meterme
en sus querellas domésticas, pero haría usted mejor en
prepararse.
Construir un cronoscopio se halla al alcance de
cualquiera.
Disponiendo de unas cuantas piezas sencillas,
adquiridas por medio
de un centro de ventas, puede ser hecho en un taller
casero. Las
partes del vídeo, en todo caso.
—Pero nadie, aparte de usted, ha pensado en ello, ¿no
es así?
Nadie lo ha hecho.
—No es mi intención mantenerlo en secreto.
—¡Pero no puede publicarlo! ¡Es una investigación
ilegal!
—Eso ya no tiene ninguna importancia, doctor
Potterley. Si
pierdo mis subvenciones, perdidas están. Si a la
universidad no le
place, dimitiré. No, no tiene importancia alguna.
—¡Usted no puede hacer eso!
—Hasta ahora, no le había importado que perdiese
subvenciones y posición. ¿Por qué se ha vuelto tan
tierno ahora?
Permítame explicarle algo. Cuando me abordó usted por
vez
primera, yo creía en la investigación organizada y
directa, en otras
palabras, en la situación establecida. Le consideré a
usted un
intelectual anarquista, doctor Potterley, y peligroso.
Ahora bien, por
una razón que ignoro, me he dejado arrastrar a la
anarquía, y
durante meses he realizado grandes cosas. Tales cosas
no fueron
ejecutadas debido a que yo sea un brillante científico.
En absoluto.
Simplemente, al ser dirigida la investigación científica
desde arriba,
habían quedado lagunas fáciles de colmar por
quienquiera que
mirase en la dirección debida. Y cualquiera lo hubiera
hecho de no
interponerse activamente el gobierno… Y ahora compréndame.
Sigo
creyendo en la utilidad de la investigación dirigida.
No estoy en favor
de un retroceso a la anarquía total. Mas debe haber
una zona
intermedia. La investigación dirigida puede tener
cierta flexibilidad.
Debe permitirse a un científico que sacie su
curiosidad, al menos
durante su tiempo libre.
Potterley tomó asiento y dijo conciliador:
—Discutamos eso, Foster. Aprecio su idealismo. Usted
es joven,
y desea la Luna. Pero no se destruya a sí mismo
defendiendo
nociones fantásticas sobre lo que debe ser la
investigación. Yo le
metí en esto. Soy el responsable y me lo reprocho
amargamente.
Actué de manera emocional. Mi interés por Cartago me
cegó y me
convertí en un maldito estúpido.
Foster le interrumpió:
—¿Quiere usted decir que ha cambiado por completo de
opinión
en dos días? ¿Que Cartago no significa nada? ¿Que los
obstáculos
del gobierno a la investigación no son nada?
—Hasta un solemne necio como yo puede aprender,
Foster. Mi
mujer me enseñó algo. Comprendo ahora la razón para la
supresión
de la neutrínica por parte del gobierno. Hace dos días,
no lo sabía. Y
comprendiéndolo, lo apruebo. Ya vio la manera en que
mi esposa
reaccionó ante la noticia que había un cronoscopio en
el sótano. Me
había imaginado un cronoscopio empleado de manera
exclusiva en
la investigación. Todo cuanto ella vio fue el neurótico
placer de
retornar a un pasado personal, a un pasado muerto. El
investigador
puro, Foster, forma parte de una minoría. Las personas
como mi
mujer nos abrumarían numéricamente. Para el gobierno,
alentar la
cronoscopía significaría la posibilidad para
cualquiera de conocer el
pasado de cualquiera. Los funcionarios del gobierno se
verían
expuestos al chantaje y a una indecorosa presión. ¿Existe
alguien
en el mundo con un pasado absolutamente limpio? Se
habría hecho
imposible un gobierno organizado.
Foster se pasó la lengua por los labios.
—Tal vez —dijo—. Quizá el gobierno tiene una
justificación a sus
propios ojos. Sin embargo, hay un importante principio
implicado en
la cuestión. ¿Quién sabe qué otros avances científicos
se hallan
coartados debido a que se impone a los hombres de
ciencia el
caminar por un estrecho sendero? Aunque el cronoscopio
se
convierta en el terror de unos cuantos políticos,
merece la pena
pagar ese precio. El público debe percatarse que la
ciencia debe ser
libre. Y no veo un medio más espectacular de hacerlo
que
publicando mi descubrimiento del modo que sea, legal o
ilegalmente.
La frente de Potterley estaba sudorosa, pero su voz
siguió
inalterable al responder:
—No sólo unos cuantos políticos, doctor Foster. No
piense eso.
También yo me sentiría aterrorizado. Mi mujer se pasaría
el tiempo
con nuestra hija muerta. Se retiraría cada vez más de
la realidad. Y
se volvería loca viendo repetidamente las mismas
escenas. Y no
sería yo el único aterrorizado. Lo estarían también
otras personas,
pues mi mujer no constituiría el único caso. Criaturas
buscando a
sus padres fallecidos, o gente reviviendo su propia
juventud.
Tendríamos a todo el mundo refugiándose en el pasado.
—No permitiré que los juicios morales se interpongan
en mi
camino —replicó Foster—. En ninguna época de la
historia se dio
progreso alguno, sin que el hombre tuviera la
ingenuidad de
falsearlo. Así que la Humanidad debe tener también la
ingenuidad
de prevenir. En cuanto al cronoscopio, sus sondeadores
del pasado
muerto se cansarían pronto. Captarían a sus amados
padres en
algunas de las cosas que hicieron y perderían su
entusiasmo. Bien,
todo esto resulta demasiado trivial. En lo que a mí
respecta, se trata
de un principio importante.
—Olvide su principio. ¿Por qué no considera a los
hombres y
mujeres también como principio? ¿No comprende que mi
esposa
revivirá el incendio que mató a nuestra pequeña? No
podrá evitarlo.
La conozco. Lo seguirá paso a paso, intentando
impedirlo. Lo vivirá
una y otra vez, esperando cada una de ellas que no
suceda.
¿Cuántas veces quiere usted matar a Laurel…?
La voz del profesor se había tornado algo ronca. Un
astuto
pensamiento atravesó la mente de Foster.
—¿Qué es lo que teme usted que sepa su mujer, doctor
Potterley? ¿Qué sucedió la noche del incendio?
Las manos del historiador se alzaron súbitamente para
cubrir su
cara. Estalló en secos sollozos. Foster se volvió,
desasosegado, y
se puso a mirar por la ventana.
Al cabo de un rato, dijo Potterley:
—Hacía ya mucho tiempo que no pensaba en ello…
Caroline
había salido. Yo cuidaba de la pequeña. Entré en su
dormitorio, ya
anochecido, para ver si se había destapado. Llevaba el
cigarrillo
encendido… En aquella época fumaba. Debí haberlo
aplastado
antes de dejarlo en el cenicero, sobre la cómoda.
Normalmente
prestaba atención a ese detalle. La chiquilla estaba
bien. Volví a la
sala de estar y me quedé dormido ante el vídeo. Me
desperté
sofocado, rodeado de fuego. No sé cómo se inició.
—Pero teme que lo provocara la colilla de su
cigarrillo, ¿no es
eso? —dijo Foster—. Un cigarrillo que, por una vez, se
descuidó de
apagar…
—No lo sé. Intenté salvarla, pero estaba ya muerta
cuando la
saqué en mis brazos.
—Y supongo que no confesó usted nunca a su esposa el
detalle.
Potterley negó con la cabeza.
—Pero tuve que vivir con el recuerdo.
—Y ahora, ella lo descubrirá si tiene acceso a un
cronoscopio…
Quizá no fuera el pitillo. Tal vez lo apagó usted
bien. ¿No es también
posible?
Las lágrimas se habían secado en el rostro de
Potterley, y el rojo
de sus mejillas se iba desvaneciendo.
—No puedo correr ese riesgo —dijo—. Pero no se trata sólo
de
mí, Foster. El pasado contiene terrores para la mayoría
de la gente.
No los desencadene sobre la raza humana.
El muchacho empezó a pasear por la habitación. En
cierto modo,
aquello explicaba la razón del irracional deseo de
Potterley de
alabar a los cartagineses, de deificarlos y de
desmentir la historia de
sus crueles sacrificios a Moloch. Liberándolos de la
culpabilidad del
infanticidio por el fuego, simbólicamente se liberaba
también del
mismo pecado.
Así, el mismo fuego que le había conducido al deseo de
construir
el cronoscopio, le estaba conduciendo ahora al de su
destrucción.
Miró con melancolía al viejo.
—Me doy cuenta de su posición, doctor Potterley —dijo—,
pero
esto sobrepasa con mucho sus sentimientos personales.
Tengo que
liberar a la ciencia de su asfixia.
Potterley replicó furioso:
—Lo que quiere decir es que desea la fama y la riqueza
que van
aparejadas a tal descubrimiento.
—No sé nada de riqueza, pero supongo que eso cuenta.
Al fin y
al cabo, soy humano.
—¿No quiere pues callar sus conocimientos?
—No, bajo ninguna circunstancia.
—En ese caso…
El historiador se puso en pie y se quedó por un
instante inmóvil,
con feroz mirada. Foster sintió un raro escalofrío de
terror. El
hombre era más pequeño que él, más viejo y débil, y no
parecía
armado. Sin embargo…
—Si está pensando en matarme, o alguna locura por el
estilo —
dijo—, sepa que toda la información se halla a buen
recaudo, donde
la hallará la persona apropiada si yo desaparezco o
muero.
—¡No diga sandeces! —exclamó Potterley, y abandonó la
habitación.
Foster cerró la puerta con llave y se sentó a pensar.
Le
abrumaba la sensación de haberse portado como un estúpido.
No
tenía guardada información alguna en lugar seguro,
desde luego. Tal
acción melodramática no se le habría ocurrido de
ordinario. Pero
ahora lo llevaría a cabo.
Sintiéndose cada vez más majadero, pasó una hora
anotando
las ecuaciones de la aplicación de la óptica seudo
gravitatoria al
registro neutrínico, añadiendo algunos diagramas para
los detalles
mecánicos de la construcción. Y metiéndolo todo en un
sobre, lo
lacró y garabateó el nombre de Ralph Nimmo.
Pasó una noche más bien inquieta y, a la mañana
siguiente,
camino de la universidad, depositó el sobre en un
banco, con las
pertinentes instrucciones al empleado, quien le hizo
firmar el
correspondiente permiso de apertura de la caja que
contendría el
sobre, para ser entregado a la persona nombrada en
caso de
fallecimiento de su depositario.
Llamó luego a Nimmo para confiarle la existencia del
sobre,
negándose quisquillosamente a decir nada sobre su
contenido.
Jamás se había sentido tan consciente del propio ridículo
como
en aquel momento.
Aquella noche y la siguiente, Foster durmió sólo a
ratos,
enfrentado al arduo problema práctico de la publicación
de los datos
obtenidos de manera contraria a la ética.
Desde luego, la revista Actas de la Sociedad de Seudo
gravimetría, la mejor publicación entre las que conocía,
no aceptaría
nada que no incluyese el mágico pie: El trabajo expuesto
ha sido
posible gracias al permiso número tal de la Comisión
Investigadora
de las Naciones Unidas.
Ni tampoco —y con doble motivo— lo haría sin los
debidos
requisitos la Revista de Física.
Claro que había otras publicaciones de menor
importancia, que
pasarían por alto la naturaleza del artículo con miras
sensacionalistas, mas ello requeriría una pequeña
negociación
financiera, en la cual vacilaba en embarcarse. En
suma, tal vez
fuese preferible subvenir al costo de publicación de
un folleto para
su general distribución entre los eruditos. En tal
caso, incluso podría
dispensarse de los servicios de un escritor científico,
sacrificando la
corrección a la velocidad. Pero primero necesitaba
hallar un
impresor de confianza. Tal vez tío Ralph conociera a
alguno.
Recorrió el pasillo que conducía a su despacho. Se
preguntaba
ansiosamente si no estaría desperdiciando el tiempo,
demorándose
en la indecisión, y si debería correr el riesgo de
llamar a Ralph
desde su teléfono. Se hallaba tan absorto en sus
profundos
pensamientos que no se dio cuenta que su habitación
estaba
ocupada, hasta que, al volverse desde el ropero, se
aproximó a su
mesa.
El doctor Potterley se encontraba allí, acompañado de
un
hombre a quien Foster no reconoció.
Se les quedó mirando.
—¿Qué significa esto? —dijo.
Potterley respondió:
—Lo siento, pero tenía que pararle los pies.
Foster continuó mirándole fijamente.
—¿De qué está hablando?
El desconocido tomó la palabra:
—Permítame que me presente. —Tenía unos dientes
grandes,
un tanto desiguales, que sobresalían mucho al sonreír—.
Soy
Thaddeus Araman, decano de la Facultad de Cronoscopía.
Y he
venido aquí por cierta información que el doctor
Potterley me ha
transmitido y que ha sido confirmada por nuestras
propias fuentes…
Potterley añadió sin aliento:
—Yo cargo con toda la culpa, doctor Foster. Ya he
explicado que
fui yo quien le persuadió contra su voluntad a que
empleara medios
no éticos. Me he ofrecido a aceptar toda la
responsabilidad y el
castigo inherente. No deseo perjudicarle en ningún sentido.
¡Pero la
cronoscopía no debe ser autorizada!
Araman asintió:
—En efecto, ha aceptado la reprimenda y cargado con la
responsabilidad, pero este asunto no se encuentra ya
en sus
manos.
—¿Y bien? —replicó Foster—. ¿Qué van a hacer? ¿Retirarme
todo apoyo para subvenciones de investigación?
—Está en mi mano —repuso Araman.
—¿Ordenar a la universidad que me destituya?
—También está en mi mano.
—Muy bien, entonces siga adelante. Considérelo hecho.
Abandonaré ahora mismo mi despacho, al mismo tiempo
que usted.
Ya enviaré luego a buscar mis libros. Y si insiste,
los dejo aquí. ¿Es
eso todo?
—No, no es todo —manifestó Araman—. Debe comprometerse
a
no efectuar ninguna investigación ulterior en
cronoscopía y,
naturalmente, a no construir ningún cronoscopio. Permanecerá
bajo
vigilancia durante un tiempo indefinido, a fin de
asegurarnos que
cumple su promesa.
—¿Y si me niego a hacer tal promesa? ¿Qué recurso le
queda?
Efectuar una investigación al margen de mi terreno tal
vez no sea
ético, pero en todo caso no constituye un delito.
—Mi joven amigo —explicó pacientemente Araman—, en el
caso
de la cronoscopía, sí lo constituye. Y de ser
necesario, se le metería
en la cárcel y se le mantendría en ella.
—¿Y por qué? —barbotó Foster—. ¿Qué hay de mágico en
la
cronoscopía?
—Pues mire usted, la cosa es que no podemos
permitirnos
ulteriores desarrollos en ese terreno —contestó Araman—.
En lo
que a mí concierne, mi tarea consiste sobre todo en
asegurarme de
ello y naturalmente debo cumplir con mi misión. Por
desgracia, yo
no tenía conocimiento alguno, ni tampoco nadie en la
facultad, que
la óptica de los campos seudo gravitatorios tuviese
tal inmediata
aplicación a la cronoscopía. Nos adjudicaremos un cero
por nuestra
general ignorancia. Pero en adelante, la investigación
será
debidamente dirigida también en ese aspecto.
—No servirá de nada —replicó Foster—. Siempre habrá
alguien
para aplicar lo que ni usted ni yo hemos soñado. Todas
las ciencias
se eslabonan formando una única pieza. Si se detiene
una parte, se
detiene todo.
—No dudo que sea verdad…, en teoría. Sin embargo,
desde el
punto de vista práctico, nos las hemos arreglado muy
bien para
mantener la cronoscopía arrumbada durante cincuenta años
al
mismo nivel de Sterbinski. Y habiéndole capturado a
usted a tiempo,
doctor Foster, esperamos continuar haciéndolo así de
modo
indefinido. No habríamos llegado tan cerca del
desastre de haber
concedido yo al doctor Potterley algo más de
consideración. —Se
volvió hacia el historiador y alzó las cejas en señal
de auto
desprecio—. Temo, doctor, que le despaché como a un
simple
profesor de historia en nuestra primera entrevista. De
haber
cumplido con mi deber, le hubiese seguido la pista y
esto no habría
sucedido.
—¿Se permite a alguien el empleo del cronoscopio que
es
propiedad del gobierno? —preguntó bruscamente Foster.
—A nadie que no pertenezca a nuestra división; bajo
ningún
pretexto. Lo confieso puesto que resulta evidente que
usted ya lo
sospechaba. Y le prevengo, en consecuencia, que
cualquier
repetición del hecho será considerada como delito
criminal, y no
como una simple falta de ética.
—¿Y su cronoscopio no alcanza más allá de ciento
veinticinco
años poco más o menos?
—En efecto.
—¿De modo que el boletín que publican con historias de
perspectivas visuales de antiguas épocas no pasa de
ser un
engaño?
Araman respondió con gran frialdad:
—Dados sus actuales conocimientos al respecto, es
evidente
que posee la certidumbre de ello. Sin embargo,
confirmo su
observación. El boletín mensual es un engaño.
—En tal caso, no prometeré dejar a un lado mis
conocimientos
sobre la cronoscopía —decidió Foster—. Si quiere
encarcelarme,
adelante. Mi defensa en el juicio bastará para hacer
tambalear el
frágil castillo de naipes de la investigación dirigida
y derrumbarlo.
Dirigir la investigación es una cosa. Suprimirla y
privar a la
Humanidad de sus beneficios es algo muy distinto.
—¡Bah! Vayamos al grano, doctor Foster —se impacientó
Araman—. Si no coopera usted, irá directamente a la cárcel
desde
aquí. No se le permitirá ver a ningún abogado, no será
usted
acusado, no tendrá un juicio. Sencillamente,
permanecerá
encarcelado.
—¡Vamos! —repuso Foster—. Exagera usted. No estamos en
el
siglo XX…
Se oyó un agitado movimiento fuera del despacho, una
serie de
taconeos y una estridente voz, que Foster estaba
seguro de
reconocer. Se abrió la puerta con violencia, y tres
figuras
entrelazadas se precipitaron al interior.
Una vez dentro, uno de los hombres alzó un fusil
inyector y
asestó un culatazo sobre la cabeza de otro, que dejó
escapar
ruidosamente el aire de sus pulmones y se tambaleó.
—¡Tío Ralph! —gritó Foster.
Araman frunció el entrecejo.
—Deje eso sobre la silla y vaya en busca de un poco de
agua —
ordenó.
Ralph Nimmo, frotándose la cabeza con cauteloso
disgusto, dijo:
—No había necesidad de emplear la brutalidad, Araman.
—El guardián debió emplearla antes y sacarle de aquí,
Nimmo
—replicó Araman—. Habría estado usted mejor fuera.
—¿Se conocen? —preguntó Foster a su tío.
—He tenido algunos tratos con este hombre —respondió
Nimmo,
restregándose aún la cabeza—. Si está en tu despacho,
sobrino, es
que andas en dificultades.
—Y usted también —manifestó con enojo Araman—. Ya sé
que
el doctor Foster le consultó sobre literatura neutrínica.
Nimmo arrugó el entrecejo y lo distendió con un
respingo, como
si el fruncimiento le hubiese producido dolor.
—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Y qué más sabe de mí?
—Lo sabremos todo muy pronto. Entretanto, esta cuestión
basta
para implicarle a usted. ¿Qué le trae por aquí?
—Mi querido doctor Araman —empezó Nimmo, recuperando
algo de su desenvoltura—. Anteayer, el zascandil de mi
sobrino me
telefoneó. Había depositado cierta misteriosa
información…
—¡No se lo digas! ¡No le digas nada! —gritó Foster.
Araman le lanzó una fría mirada.
—Lo sabemos todo al respecto, doctor Foster. La caja
de
depósito ha sido abierta y sacado su contenido.
—¿Pero cómo pudo usted saber…?
La voz de Foster se apagó en una especie de furioso
desencanto. Nimmo dijo:
—De todos modos, pensé que la red debía estar cerrándose
en
torno a él y, después de tomar mis disposiciones, vine
a decirle que
dejara a un lado lo que se ha propuesto. No vale la
pena jugarse la
carrera por ello…
—¿Quiere decir que sabe lo que está haciendo? —preguntó
Araman.
—No me lo ha dicho —contestó Nimmo—, pero soy un
escritor
científico, con una tremenda cantidad de experiencia.
Sé qué parte
de un átomo está formada por electrones. El muchacho,
Foster, se
especializa en óptica seudo gravitatoria y me inició
también en la
materia. Me encargó que le consiguiese un texto sobre
los
neutrinos, pero antes de entregárselo lo hojeé. Así
fui atando cabos.
Me pidió luego que le facilitase ciertas piezas de
equipo físico, lo
cual se añadió a la evidencia. Atájeme si me equivoco,
pero creo
que mi sobrino ha construido un cronoscopio semi-portátil
de baja
potencia. ¿Sí o no…?
—Sí.
Caviloso, Araman sacó un cigarrillo de su estuche, sin
prestar la
menor atención al doctor Potterley, que lo observaba
todo en
silencio, como sumido en un sueño. Potterley se echó
hacia atrás,
jadeante, apartándose del blanco cilindro.
—Otro error de mi parte —continuó Araman—. Debería
dimitir…
Tenía que haberme ocupado también de usted, Nimmo, en
vez de
concentrarme tanto en Potterley y Foster. Desde luego,
no disponía
de mucho tiempo y tarde o temprano usted habría
acabado por
presentarse, pero eso no me excusa. Bueno, Nimmo,
queda
arrestado.
—¿Y por qué? —preguntó el escritor científico.
—Por investigación no autorizada.
—No me he dedicado a ninguna investigación. No puedo,
no
siendo científico inscrito. Y hasta en el caso que la
hiciera, no
supone ningún delito criminal.
Foster intervino salvajemente:
—No te servirá de nada, tío Ralph. Este burócrata
fabrica sus
propias leyes.
—¿Cuál, por ejemplo? —preguntó Nimmo.
—Por ejemplo, el encarcelamiento sin juicio.
—¡Mentiras! —exclamó Nimmo—. No estamos en el siglo
vein…
—Ya probé eso —le atajó Foster—. Le importa un comino.
—¡Mentiras, te digo! —vociferó Nimmo—. Mire usted,
Araman,
tanto mi sobrino como yo tenemos parientes y
relaciones que no
han perdido contacto con nosotros, debe saberlo. Y el
profesor
tendrá también a alguien, supongo. No puede usted
hacernos
desaparecer así como así. Habrá preguntas, y se
originará un
escándalo. No estamos en el siglo XX.
Si lo que pretende es
amedrentarnos, pierde el tiempo.
Araman retorció el cigarrillo entre sus dedos y lo
arrojó
violentamente al suelo.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¡No sé qué hacer! Nunca había
sucedido nada semejante… Miren, ustedes tres, estúpidos,
no
tienen idea de lo que intentan hacer. No comprenden
nada.
¿Quieren escucharme?
—Está bien, escucharemos —dijo ceñudo Nimmo.
Foster se sentó en silencio, con los ojos coléricos y
los labios
apretados. Las manos de Potterley se enroscaban como
dos
serpientes entrelazadas.
—Para ustedes el pasado es el pasado muerto. Si han
discutido
alguna vez la cuestión, apuesto doble contra sencillo
a que han
empleado esta frase. El pasado muerto… Si hubieran oído
tantas
veces como yo estas palabras, se les atragantarían
como a mí…
Cuando la gente piensa en el pasado, lo hace como si
estuviese
muerto, muy lejos, desaparecido tiempo atrás. Y
nosotros les
incitamos a que piensen así. Cuando informamos sobre
la visión del
tiempo, siempre hablamos de siglos lejanos, a pesar
que ustedes,
caballeros, saben que es imposible ver más allá de un
siglo o poco
más. El pueblo lo acepta. El pasado significa Grecia,
Roma,
Cartago, Egipto, la Edad de Piedra. Cuanto más muerto,
mejor…
Ahora bien, ustedes tres saben que el límite es una
centuria, poco
más o menos. Por lo tanto, ¿qué significa el pasado
para ustedes?
Su juventud. Su primer amor. Su madre fallecida. Hace
veinte años,
treinta años, cincuenta… Cuanto más muertos estén,
mejor… Pero
¿cuándo comienza realmente el pasado?
Se detuvo, lleno de cólera. Los circunstantes le
miraban
fijamente, y Nimmo se agitó desasosegado.
—Bien —prosiguió Araman—. ¿Cuándo comienza? ¿Hace un
año? ¿Cinco minutos? ¿Un segundo? ¿No es obvio que el
pasado
comenzó hace un instante? El pasado muerto es apenas
otro
nombre para el presente vivo. ¿Qué importa si se
enfoca el
cronoscopio hacia el pasado de un siglo o de un
segundo? ¿No
están ustedes contemplando el presente? ¿No empieza él
mismo a
consumirse?
—¡Maldita sea! —exclamó Nimmo.
—¡Eso es, maldita sea! —le remedó Araman—. Después que
Potterley acudió a mí con su historia anteanoche, ¿cómo
suponen
que les seguí a ustedes dos? Pues me serví del
cronoscopio, fijando
momentos clave hasta el presente.
—¿Y fue así como supo lo de la caja en el banco? —preguntó
Foster.
—Y todos los demás hechos importantes. Y díganme, ¿qué
suponen que sucedería si permitiésemos que se pusiera
en
circulación un cronoscopio casero? Al principio, la
gente se limitaría
a contemplar su juventud, la de sus padres, y así
sucesivamente,
pero no pasaría mucho tiempo sin que captasen todas
sus
posibilidades. El ama de casa olvidaría a su pobre
madre fallecida y
se pondría a observar a sus vecinos y a su marido en
la oficina. El
comerciante y el negociante vigilarían a sus
competidores, y el
patrón a sus empleados. No existiría ya nada privado.
Las tertulias y
el espionaje tras las cortinas no serían nada en
comparación con
esto. En todo momento habría alguien contemplando y
vigilando a
las estrellas del espectáculo. No habría manera de
escapar al
acecho. Ni siquiera en la oscuridad, puesto que el
cronoscopio
puede ser ajustado al infrarrojo, y las figuras
humanas se verían
gracias al calor que desprende el cuerpo. Se verían
borrosas, por
supuesto, con los contornos oscuros, pero eso
incrementaría tal vez
la excitación… Incluso los hombres que están al cargo
de la
máquina ahora se aprovechan a veces, a pesar de la
reglamentación en contra…
Nimmo parecía desanimado.
—Siempre queda el recurso de prohibir la fabricación
privada…
Araman le atajó con violencia:
—Claro. ¿Pero cree que serviría de algo, que resultaría
eficaz?
¿Se puede legislar con éxito contra la bebida, el
tabaco, el adulterio
o el chismorreo en las esquinas? Y esa mezcolanza de
entremetimiento y lascivia se apoderaría de la
Humanidad con
mayor fuerza que ningún otro vicio. ¡Santo Dios! No
hemos sido
capaces en mil años de extirpar el tráfico de
estupefacientes, y
habla usted de legislación contra un artilugio que
permite observar al
prójimo a su antojo y en cualquier momento y que puede
ser
construido en un taller casero…
—No publicaré nada —afirmó con súbito impulso Foster.
—Ninguno de nosotros hablará —asintió casi entre
sollozos
Potterley—. Siento mucho…
Nimmo intervino a su vez:
—Ha dicho que no me había observado por el
cronoscopio,
Araman.
—No me dio tiempo —respondió Araman en tono cansino—.
Las
cosas no se mueven a mayor velocidad en el cronoscopio
que en la
vida real. No se puede acelerar como una película.
Pasamos
veinticuatro horas enteras intentando captar los
incidentes más
importantes de los seis últimos meses en que
intervinieron Potterley
y Foster. No quedó tiempo para más. De todas formas,
fue bastante.
—No, no lo fue —repuso Nimmo.
—¿A qué se refiere? —prorrumpió Araman con súbita e
infinita
alarma en su voz.
—Ya le conté que mi sobrino Jonas me llamó para
decirme que
había depositado una importante información en la caja
de
seguridad de un Banco. Actuó como si se encontrara en
un apuro.
Es mi sobrino, y yo tenía que sacarle del atolladero.
Me llevó cierto
tiempo. Luego vine aquí para decirle lo que había
hecho. También a
usted le comuniqué que antes de venir había dispuesto
unas
cuantas cosas… Sí, se lo dije después que su esbirro
me aporreara.
—¿Qué? ¿Qué dispuso usted? ¡Por todos los cielos…!
—Algo muy sencillo. Envié los detalles del cronoscopio
portátil a
una media docena de mis fuentes regulares de publicidad.
No se pronunció una palabra. Ni un sonido. Ni una
respiración.
Todos los presentes se hallaban más allá de cualquier
demostración.
—¡No me mire de esa manera! —se indignó Nimmo—. ¿No
comprende mi punto de vista? Me corresponden los
derechos de
divulgación. Jonas lo admitirá. Sabía que a él no se
le permitiría
publicar su descubrimiento científicamente por ningún
camino legal.
Yo estaba seguro que él planeaba hacerlo por vía
ilegal y que por
esa razón había depositado sus papeles en la caja de
seguridad.
Pensé que, si me adelantaba a exponer los detalles,
toda la
responsabilidad recaería sobre mí. Su carrera quedaría
a salvo. Y si
a mí me privaban en consecuencia de mi licencia de
escritor
científico, mi exclusiva sobre los datos cronográficos
bastaría para el
resto de mi vida. Jonas se pondría furioso, ya lo
esperaba, pero le
explicaría el motivo y nos repartiríamos los
beneficios al cincuenta
por ciento… ¡No me mire de ese modo, caramba! ¿Cómo
iba yo a
saber…?
—Nadie sabía nada —repuso Araman con amargura—, pero
todos ustedes dieron por supuesto que el gobierno era
estúpidamente burocrático, indigno, tiránico, dado a
prohibir la
investigación para mandarla al diablo. No se les
ocurrió a ninguno
que intentábamos proteger a la Humanidad en la medida
de
nuestras fuerzas.
—Deje de hablar de generalidades —gimió Potterley—.
Que nos
dé los nombres de las personas a quienes comunicó…
—Demasiado tarde —le interrumpió Nimmo, encogiéndose
de
hombros—. Ya ha pasado el tiempo suficiente para que
la noticia se
difundiera. Mis corresponsales se habrán puesto en
contacto con
buen número de físicos para comprobar mis datos antes
de seguir
adelante, y ellos se transmitirán las noticias. Y una
vez que los
científicos encajen los neutrinos con los campos seudo
gravitatorios,
el cronoscopio casero es cosa hecha. Antes que
transcurra la
semana, al menos cinco mil personas sabrán construir
un pequeño
cronoscopio. ¿Y cómo detenerlos a todos? —Sus
mofletudas
mejillas cedieron—. Supongo que no habrá ningún medio
de
devolver la efímera nube al interior de la linda y
reluciente esfera de
uranio…
Araman se puso en pie, dirigiéndose al profesor:
—Se hará todo lo posible, Potterley, pero convengo con
Nimmo
en que es demasiado tarde. No sé qué clase de mundo
tendremos
de ahora en adelante. No puedo decirlo. En todo caso,
es seguro
que el mundo que conocimos ha quedado destruido por
completo.
Hasta ahora, toda costumbre, todo hábito, hasta el más
minúsculo
sistema de vida tenía garantizada cierta reserva,
cierto
aislamiento… Todo eso se ha desvanecido.
Y saludando a cada uno de los presentes de manera
ceremoniosa, añadió:
—Han creado entre los tres un nuevo mundo. Les
felicito,
caballeros. ¡Que el cuerno de la abundancia se derrame
sobre sus
cabezas, la mía y la de todos…! ¡Y que cada uno de ustedes
vaya a
asarse
en el infierno para siempre! Se levanta el arresto.__
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