Isaac Asimov-El Pasado Ha Muerto

 


Isaac Asimov-El pasado ha muerto

 

 

«The Dead Past» (1956)

 

 

 

Arnold Potterley, doctor en filosofía, era profesor de historia antigua.

La cosa en sí no tenía nada de peligrosa. Lo que cambiaba la

cuestión más allá de todo lo imaginable era que efectivamente

parecía un profesor de historia antigua.

Thaddeus Araman, decano de la Facultad de Cronoscopía,

hubiera sabido cómo actuar si el doctor Potterley se hubiese hallado

en posesión de una mandíbula ancha y cuadrada, unos ojos

centelleantes, nariz aquilina y anchas espaldas.

Pero el caso era que estaba mirando fijamente por encima de su

escritorio a un tipo de aspecto apacible, con una pequeña nariz

semejante a un botón, y cuyos opacos ojos azules le contemplaban

a su vez. Iba pulcramente vestido y su aspecto era vago y desleído,

desde el ralo cabello castaño hasta los relucientes zapatos que

completaban su atavío de clase media.

Araman dijo complaciente:

—¿En qué puedo servirle, doctor Potterley?

El interpelado respondió con una voz tenue que iba muy bien con

el resto de su persona:

—Señor Araman, he acudido a usted porque es la máxima

autoridad en cronoscopía.

Araman sonrió.

—No exactamente. Por encima de mí está el comisario de

Investigaciones Mundiales, y sobre él el secretario general de las

Naciones Unidas. Y desde luego, por encima de ambos, los pueblos

soberanos de la Tierra.

El doctor Potterley meneó la cabeza.

—Ellos no se interesan por la cronoscopía… He acudido a usted,

señor, porque llevo dos años intentando obtener un permiso para

hacer algo con respecto…, con respecto a la cronoscopía, es decir

en relación con mis investigaciones sobre la antigua Cartago. No me

ha sido posible obtener tal permiso. Mis garantías de investigación

son correctas. No se ha dado irregularidad alguna en cualquiera de

mis intentos intelectuales. Sin embargo…

—Estoy seguro que no se trata en absoluto de irregularidad —

manifestó Araman en tono apaciguador.

Sacó las delgadas hojas de la carpeta marcada con el nombre

de Potterley. Se trataba de reproducciones tomadas de Multivac,

cuya mente, ampliamente analógica, constituía el archivo supremo

de la facultad. Una vez concluido el asunto, las hojas podían ser

destruidas y, en caso necesario, reproducidas de nuevo en pocos

minutos. Mientras volvía las páginas, la voz del doctor Potterley

prosiguió con queda monotonía:

—Debo aclararle que mi problema reviste la mayor importancia.

Cartago significa el antiguo mercantilismo llevado a su apogeo. La

Cartago prerromana fue el paralelo antiguo de la América

preatómica al menos en lo que se refiere a su apego al comercio y a

los negocios en general. Sus hombres fueron los marinos y

exploradores más audaces antes de la llegada de los vikingos, y

mucho más expertos e intrépidos que los tan ensalzados griegos…

Conocer Cartago a fondo resultaría muy provechoso. Todo cuanto

sabemos sobre la ciudad se deriva de los escritos de sus más

enconados enemigos, los griegos y los romanos. Cartago nunca

escribió en defensa propia, y si lo hizo sus obras no se conservan.

Como consecuencia de ello, a los cartagineses se les ha colgado el

descrédito de ser los villanos de la historia. Tal vez se haya

cometido con ellos una gran injusticia. Un panorama de la época

pondría las cosas en su lugar…

El historiador dijo aún mucho más. Araman habló por fin, dando

todavía vueltas a las hojas que tenía ante él.

—Debe usted tener en cuenta, doctor Potterley, que la

cronoscopía, o el panorama de una época si lo prefiere, es un

proceso difícil.

El doctor Potterley, al verse interrumpido, frunció el entrecejo y

replicó:

—Únicamente solicito ciertas escenas seleccionadas de épocas

y lugares que yo indicaría.

Araman suspiró.

—Incluso algunas escenas, incluso una sola… El nuestro es un

arte increíblemente delicado. Está la cuestión del enfoque, la

obtención de la debida perspectiva y el mantenimiento de la escena.

Y la sincronización del sonido, que proviene de circuitos

completamente independientes.

—Pero le aseguro que mi problema reviste la suficiente

importancia como para justificar un considerable esfuerzo…

—Sí, desde luego —convino al punto Araman, puesto que negar

la importancia de un problema de investigación ajeno supondría una

grosería imperdonable—. Pero tiene que comprender la gran

complicación de la vista más sencilla. Además, hay una larga cola

en espera del cronoscopio, y una mayor aún para el empleo de

Multivac, que nos guía en nuestro manejo de los controles.

Potterley se agitó en su butaca con aire desdichado.

—¿Y no se puede hacer nada? Durante dos años…

—Es una cuestión de prioridad. Lo siento. ¿Un cigarrillo?

El historiador se echó hacia atrás como sobresaltado por la

sugerencia, con los ojos súbitamente desorbitados, fijos en el

paquete que se le tendía. Araman, sorprendido, lo retiró e inició un

movimiento, como si fuese a tomar uno y luego lo pensase mejor.

Potterley exhaló un suspiro de alivio al desaparecer de su vista el

paquete.

—¿No existe algún medio de arreglar este asunto? ¿Por

ejemplo, incluyéndome en la lista tan adelante como fuese posible?

—sugirió—. No sé cómo explicarme…

Araman sonrió. Otros, en circunstancias semejantes, le habían

ofrecido dinero. Como es natural, tampoco les había servido de

nada.

—Las decisiones sobre la prioridad se toman mediante un

proceso de cálculo —dijo—. No está en mi mano alterarlas

arbitrariamente.

Potterley se puso envaradamente en pie, irguiendo su metro

sesenta y cinco de estatura.

—En ese caso, buenos días.

—Buenos días, doctor Potterley. Y créame que lo siento…

Araman tendió su mano, que el historiador rozó ligeramente,

marchándose acto seguido. Araman apretó un botón y apareció al

instante su secretaria, a la que tendió el expediente de Potterley.

—Tenga —dijo—. Ya puede disponer de él.

A solas de nuevo, sonrió con amargura. Un renglón más en su

servicio de un cuarto de siglo a la raza humana. Servicio a través de

la negativa.

Al menos, aquel tipo había sido fácil de despachar. A veces

había que recurrir a la presión académica, e incluso a la retirada de

concesiones.

Cinco minutos más tarde, había olvidado al doctor Potterley.

Cuando pensó más tarde en ello, ni siquiera logró recordar haber

sentido en aquel momento ningún atisbo del peligro.

Durante el primer año de frustración, Arnold Potterley había

experimentado sólo eso…, frustración. Sin embargo, durante el

segundo, aquella frustración dio lugar a una idea que primero le

atemorizó y luego le fascinó. Dos cosas le disuadieron de llevarla a

la práctica, ya que el indudable hecho que se oponía por completo a

la ética no constituía barrera alguna.

La primera consistía en su obstinada esperanza en que el

gobierno acabaría por concederle el permiso, por lo cual no

necesitaría otro recurso. Mas esta esperanza había naufragado al

fin en la entrevista sostenida con Araman.

La segunda no había sido una esperanza, sino una triste toma

de conciencia de su propia incapacidad. Él no era físico, y no

conocía a físico alguno capaz de prestarle ayuda. La Facultad de

Física se componía de hombres muy preparados e inmersos por

entero en su especialidad. En el mejor de los casos, se negarían a

escucharle. Y en el peor, le acusarían de anarquía intelectual. E

incluso podría ocurrir que su teoría básica sobre Cartago fuese

descartada.

No quería correr ese riesgo. Ahora bien, la cronoscopía suponía

el único medio para llevar a cabo su tarea. Sin la concesión del

permiso, se encontraba perdido, atado de pies y manos.

La primera sospecha indicando que tal vez consiguiera superar

el segundo obstáculo le asaltó una semana antes de su entrevista

con Araman, aunque de momento no la reconoció. Sucedió durante

uno de los té de la universidad. Potterley asistía sin falta a esas

reuniones. Lo consideraba un deber, y él solía cumplir

religiosamente sus deberes. Una vez en ellas, no obstante, pensaba

que no tenía por qué trabar una conversación ligera o hacerse

nuevos amigos. Se tomaba parcamente una o dos tazas, cambiaba

unas palabras corteses con el decano de tal o cual facultad,

dedicaba una ligera sonrisa al resto de los circunstantes y

abandonaba temprano la reunión.

En otras circunstancias, no habría prestado atención al tímido

joven que se mantenía en pie, inmóvil, en un rincón. Jamás habría

soñado siquiera en dirigirle la palabra. Sin embargo, cierto

concatenación de causas le condujo a hacerlo, contrariamente a su

naturaleza.

Aquella mañana, en el desayuno, su mujer le había anunciado

en tono melancólico que había soñado de nuevo con Laurel, esta

vez con una Laurel ya crecida, aunque con el mismo rostro infantil

de sus tres años.

Potterley la dejó hablar. Hubo una época en que se empeñó en

combatir la excesiva preocupación de su esposa por el pasado y la

muerte. Nunca recobrarían a Laurel. Ni los sueños ni la

conversación lo lograrían.

Mas si eso apaciguaba a Caroline Potterley…, que soñara y

hablara.

Aun así, cuando el historiador fue a dar su clase por la mañana,

se sintió de pronto afectado por las sandeces de su mujer. ¡Laurel

hecha una mujer…! Su única hija había muerto hacía casi veinte

años.

Durante todo ese tiempo, cada vez que pensaba en ella la veía

como una pequeña de tres años.

«Si siguiese con vida —pensó—, no tendría tres años, sino cerca

de los veintitrés.»

Sin poderlo evitar, se encontró imaginando a Laurel en su

progresivo crecimiento hasta llegar a esa edad.

No lo lograba del todo, pero lo intentaba. Laurel usando

maquillaje. Laurel saliendo con muchachos.

¡Laurel… a punto de casarse!

Así que, al ver a aquel joven rondando en torno a los grupos

compuestos por los profesores de la facultad, que circulaban muy

tiesos, se le ocurrió quijotescamente que un joven semejante podía

haberse casado con Laurel. Acaso aquel mismo joven…

Laurel podría haberlo conocido en la universidad, o bien una

noche en que le hubieran invitado a cenar en casa de los Potterley.

Y podrían haberse atraído mutuamente. Laurel hubiera sido bonita,

eso desde luego, y el muchacho tenía buen aspecto. Atezado de

rostro, de expresión resuelta y excelente porte.

La vaga quimera se desvaneció pronto. No obstante, Potterley

continuó mirando con bobalicona fijeza al muchacho, no como a un

ser extraño, sino como a un posible yerno en un tiempo que pudo

haber sido. Y sin saber cómo, se vio encaminándose hacia él. Como

en una especie de auto-hipnosis. Le tendió la mano.

—Soy Arnold Potterley, de la Facultad de Historia. Es usted

nuevo aquí, ¿verdad?

El joven le miró ligeramente asombrado, pasando su vaso a la

mano izquierda, a fin de estrechar con la derecha la que se le

tendía.

—Me llamo Jonas Foster —se presentó a su vez—. Soy profesor

auxiliar de física. Acabo de empezar este semestre.

Potterley hizo un leve ademán de asentimiento con la cabeza,

manifestando a continuación:

—Le deseo una agradable estancia y un gran éxito.

Eso fue todo por el momento. Potterley había recuperado el

dominio de sí mismo, y se retiró, turbado.

Lanzó una furtiva ojeada hacia atrás por encima del hombro,

pero la ilusión de parentesco se había desvanecido. La realidad

volvía a ser consistente. Se sentía enfadado consigo mismo por

dejarse arrastrar por la estúpida cháchara de su mujer.

Una semana después, precisamente mientras Araman se hallaba

en el uso de la palabra, le asaltó de nuevo el recuerdo del joven. Un

profesor de física… Un nuevo profesor. ¿Había estado él sordo en

aquel momento? ¿Se había producido un cortocircuito entre su oído

y su cerebro? ¿O bien hubo una autocensura automática, motivada

por la inminente entrevista con el decano de Cronoscopía?

Cuando la entrevista fracasó, fue el pensamiento del joven con

quien había cambiado sólo dos frases el que impidió a Potterley

insistir en sus ruegos para que se tomase en consideración su

propuesta. Casi estaba ansioso por marcharse.

Y ya de vuelta a la universidad, en el autogiro de servicio rápido,

casi deseó haber sido supersticioso.

Entonces, se hubiera consolado con el pensamiento que aquel

encuentro casual, sin aparente significado, constituía en realidad un

augurio.

Jonas Foster no era novato en las lides académicas. La larga y

ardua pugna que conducía al doctorado convertía a cualquiera en

un veterano. Y el trabajo adicional de enseñanza durante el postdoctorado

obraba como un estimulante.

Pero ahora se había convertido en el profesor auxiliar Jonas

Foster. La dignidad del profesorado le situaba en una posición más

avanzada y sus relaciones con los demás profesores habían

cambiado.

Por un lado, ellos habrían de votarle o no para futuras

promociones. Por otro, él no se hallaba en situación de decir tan

pronto, en su calidad de nuevo, qué miembro de la facultad tenía o

no vara alta con el decano o hasta con el rector de la universidad.

No se imaginaba a sí mismo como un experto en la política del

claustro. Por lo demás, estaba seguro que, aun en caso de

proponérselo, sería muy mediocre. No obstante, le convenía hacer

unos pinitos en la materia, aunque fuera tan sólo para probárselo a

sí mismo.

Y así, Foster había prestado atención al historiador, el cual, pese

a la suavidad de sus modales, parecía irradiar una cierta tensión.

Por eso no le rechazó bruscamente, desembarazándose de él como

había sido su primer impulso.

Recordaba bastante bien a Potterley. Potterley se le había

acercado en aquel té (la reunión había sido de lo más anodino). Su

colega le había dirigido un par de envaradas frases, con ojos un

tanto vidriosos, y luego, pareciendo volver en sí, se había

escabullido.

Aquello había divertido a Foster. Ahora, en cambio… ¿Se

proponía Potterley, de manera deliberada, trabar conocimiento con

él, o más bien causarle la impresión de ser una especie de bicho

raro, excéntrico pero inofensivo? ¿O tal vez estuvo tanteando las

opiniones de Foster, hurgando posibles convicciones inestables? A

buen seguro, ya lo habían hecho antes de darle su nombramiento.

Sin embargo…

Potterley podía ser serio, sincero, no darse cuenta de lo que

estaba haciendo. O podía saber muy bien lo que estaba haciendo y

ser sólo un bribón, más o menos peligroso.

Así pues, Foster murmuró:

—Bien, usted dirá…

Lo hizo para ganar tiempo, sacando a la par un paquete de

cigarrillos para ofrecerle uno a Potterley y encender él otro muy

lentamente.

Potterley se apresuró a rechazarlo.

—Por favor, doctor Foster, nada de tabaco.

Foster respondió, perplejo:

—Lo siento, señor.

—No, no. Soy yo quien debe excusarse. No puedo soportar el

olor del tabaco… Cuestión de idiosincrasia. Lo siento.

Se había puesto sumamente pálido. Foster dejó a un lado los

cigarrillos y aunque echando de menos el tabaco, fue directamente

al grano:

—Me halaga que pida usted mi consejo y todo eso, doctor

Potterley, pero no soy un especialista en neutrínica. Nunca llegaría a

ser un buen profesional en esa dirección. Hasta el hecho de exponer

una opinión se saldría de mi campo y, francamente, preferiría no

entrar en particularidades.

El enjuto rostro del profesor adoptó una dura expresión.

—¿Qué quiere usted decir con eso que no es un especialista en

neutrínica? No es usted nada todavía. No ha recibido ningún

permiso. ¿O sí?

—Estoy sólo en mi primer semestre.

—Lo sé. Y supongo que ni siquiera habrá presentado aún una

solicitud de permiso.

Foster esbozó una media sonrisa. En tres meses de universidad,

no había logrado dar forma adecuada a sus primeras solicitudes de

un permiso de investigación como para ser estimado como un

escritor científico profesional, sin mencionar a la Comisión

Investigadora.

Por fortuna, el decano de su facultad lo había aceptado bastante

bien. «Tómese tiempo, Foster —le había aconsejado—, y organice

sus pensamientos. Asegúrese de conocer su camino y adonde

conduce y, una vez que reciba su permiso, le será formalmente

reconocida su especialización. A partir de entonces, para bien o

para mal, le pertenecerá durante el resto de su carrera». El consejo

era bastante trivial, pero la trivialidad tiene a menudo el mérito de la

verdad, y Foster así lo reconoció.

—Por educación y por inclinación, doctor Potterley —dijo ahora

—, me interesa la hiper-óptica y, secundariamente, la gravimetría.

Así fue como me describí a mí mismo al solicitar este puesto.

Aunque no sea aún mi especialización oficial, algún día lo será. No

puede ser de otro modo. En cuanto a la neutrínica, jamás estudié

esa materia.

—¿Y por qué no? —preguntó al punto Potterley.

Foster le miró fijamente. Aquella especie de ruda curiosidad

sobre el estado profesional del prójimo le resultaba siempre irritante.

Y en el límite mismo de la cortesía, con una pizca de aspereza,

respondió:

—No había ningún curso sobre neutrinos en mi universidad.

—¡Santo Dios! ¿Y a qué universidad pertenecía usted?

—Al Instituto de Ingenieros —contestó con calma Foster.

—¿Y no había ningún curso sobre neutrinos?

—Pues no. —Foster sintió que se sonrojaba y se aprestó a la

defensa—. Es una materia sumamente especializada, sin gran calor.

Quizá lo tenga la cronoscopía, pero constituye su única aplicación

práctica. Un callejón sin salida.

El historiador le miró con grave fijeza.

—Dígame. ¿Sabe dónde puedo encontrar a alguien experto en

neutrínica?

—No, no lo sé —respondió secamente Foster.

—Bien, ¿conoce entonces alguna escuela que enseñe esa

especialidad?

—Tampoco.

Potterley sonrió de modo forzado y carente de humor. Foster

sintió el insulto escondido en aquella sonrisa y se molestó lo

bastante como para decir:

—Deseo advertirle, que usted se está excediendo en sus

palabras.

—¿Cómo?

—Digo que, como historiador, su interés por cualquier clase de

ciencias físicas, su interés profesional, es…

Hizo una pausa, incapaz de decidirse a pronunciar el término.

—¿Contrario a la ética?

—En efecto.

—Mis investigaciones me han conducido a ello —manifestó

Potterley en un sordo e intenso murmullo.

—En tal caso, debería dirigirse a la Comisión Investigadora. Si

ellos permiten…

—Ya he acudido a ellos y no he recibido satisfacción alguna.

—Entonces resulta obvio que debe abandonar su propósito.

Foster sabía que sus palabras sonaban pomposamente

virtuosas, pero no iba a permitir que aquel hombre le indujera a una

manifestación de anarquía intelectual. Estaba demasiado al

comienzo de su carrera como para correr riesgos estúpidos.

Pensó que la observación parecía haber producido su efecto en

Potterley, puesto que sin preámbulo alguno, este explotó en una

rápida y fogosa tormenta verbal de irresponsabilidad.

Dijo que los eruditos sólo podrían ser libres en el caso que se les

permitiera seguir libremente los libres vaivenes de su curiosidad. La

investigación, constreñida en un molde prefijado por los mismos

poderes que custodiaban la llave, se convertía en una esclava,

condenada al estancamiento. Nadie tenía derecho a dictar los

intereses intelectuales de otro.

Foster escuchó toda la perorata con marcado escepticismo.

Nada de aquello le sonaba extraño. La había oído proferida con el

mismo entusiasmo por compañeros de colegio a fin de escandalizar

a sus profesores y, en una o dos ocasiones, él mismo se había

divertido pronunciándola. Cualquiera que abordara la historia de la

ciencia sabía que muchos hombres pensaron de ese modo en su

día.

Sin embargo, a Foster le parecía extraño —y casi contra natura

— que un hombre de ciencia moderno se permitiese tales

insensateces. Nadie abogaría porque se dirigiese una fábrica

permitiendo a cada obrero hacer lo que se le ocurriese en cada

momento, ni por que se gobernase un barco con arreglo a las

nociones casuales y en pugna de cada tripulante. Había que dar por

descontada, en cada caso, la existencia de una gestión supervisora

central. ¿Y por qué una factoría o un barco deberían beneficiarse de

una dirección y un orden, y no ocurrir lo mismo con la investigación

científica?

Se podría argüir que el cerebro humano se diferencia en gran

medida —desde el punto de vista cualitativo— de un barco o una

factoría, pero la historia del esfuerzo intelectual demuestra lo

contrario.

Cuando la ciencia se hallaba aún en pañales, y la maraña de

todo o de casi todo lo conocido permanecía al alcance de una mente

individual, tal vez no hubiera necesidad de una dirección. Caminar a

ciegas por las regiones no definidas de la ignorancia conducía a

veces a maravillosos hallazgos, por simple casualidad.

Pero al extenderse al campo de los conocimientos, se hizo

preciso absorber cada vez más datos, antes que se pudieran

organizar viajes que mereciesen la pena al dominio de lo ignorado.

El hombre tuvo que especializarse. El investigador necesitaba los

recursos de una biblioteca que le sería imposible recopilar por sí

mismo, e instrumentos que tampoco podía procurarse por sus

propios medios. Y así, cada vez con mayor frecuencia, el

investigador individual cedió el paso al equipo de investigación y a la

institución investigadora.

Los fondos necesarios a la investigación se hicieron asimismo

mayores, a medida que los instrumentos indispensables para tal fin

se multiplicaban. ¿Qué instituto era ya tan pequeño como para no

requerir un micro-reactor nuclear o, cuando menos, una

computadora trifásica?

En siglos pasados, las fortunas particulares no alcanzaban a

subvencionar la investigación. Hacia 1940, únicamente el gobierno,

las grandes industrias y las universidades importantes o los centros

de investigación se hallaban capacitados para pagar las

investigaciones básicas.

En 1960, hasta las mayores universidades dependían por entero

de las asignaciones gubernamentales, mientras que los institutos de

investigación subsistían gracias a las exenciones de impuestos y las

suscripciones públicas. Ya en el año 2000, los monopolios

industriales se habían convertido en dependencias del gobierno

mundial. En consecuencia, la financiación de la investigación, y por

lo tanto su dirección, se centralizaron del modo más natural en un

departamento de estado.

Todo funcionaba perfectamente. Cada rama de la ciencia se

adaptaba a las necesidades del público, y las varias especialidades

científicas se coordinaban de manera razonable. El adelanto

material del último medio siglo era argumento de bastante peso para

demostrar que la ciencia no caía en el estancamiento.

Foster intentó decir algo de todo esto, pero fue atajado por un

impaciente ademán de Potterley, que le atacó:

—Está repitiendo como un loro la propaganda gubernamental.

Tiene ante usted un ejemplo de los errores que comete la opinión

oficial. ¿Es que no puede creerlo?

—Francamente, no.

—¿Ah, no? Ha dicho usted que la inspección del tiempo es un

callejón sin salida, que la neutrínica no tiene importancia alguna.

Eso es lo que ha dicho, ¿no? Lo ha manifestado categóricamente. Y

sin embargo, nunca la ha estudiado. Confiesa una completa

ignorancia en la materia. Ni siquiera la enseñaban en su escuela…

—¿No constituye ese simple hecho una prueba suficiente?

—¡Ah, ya veo! No se enseñaba porque carecía de importancia. Y

carecía de importancia porque no se enseñaba… ¿Se siente usted

satisfecho de semejante razonamiento?

—Así lo afirman los libros —aventuró Foster, en creciente

confusión.

—Y eso es todo, ¿eh? Los libros dicen que la neutrínica carece

de importancia. Sus profesores se lo dijeron a usted porque lo

habían leído en ellos. Y los libros lo dicen porque otros profesores lo

escribieron. ¿Y quién lo dice por experiencia y conocimiento

personal? ¿Quién se molesta en investigarlo? ¿Sabe usted de

alguien?

—No creo que por ese camino lleguemos a ninguna parte, doctor

Potterley. Tengo trabajo y…

—Un minuto. Sólo quiero probar una cosa. Ver cómo le suena a

usted. Yo digo que el gobierno se dedica a eliminar

sistemáticamente la investigación neutrínica y cronoscópica básicas.

Está suprimiendo la aplicación de la cronoscopía.

—¡Hombre, no!

—¿Y por qué no? Son muy capaces. Toda investigación

depende de una dirección centralizada. Si rechazan la concesión de

subvenciones para la investigación en cualquier rama de la ciencia,

dicha rama muere. Y ellos han matado la neutrínica. Podían hacerlo

y lo han hecho.

—¿Pero por qué?

—No sé por qué. Me gustaría averiguarlo. Lo hubiera hecho, de

saber lo bastante. Acudí a usted porque se trataba de un profesor

joven, con una instrucción de nuevo cuño. ¿Tiene usted ya

endurecidas sus arterias intelectuales? ¿No queda curiosidad

alguna en su interior? ¿No desea saber? ¿No desea respuestas?

El historiador escudriñaba intensamente el rostro de Foster. Su

nariz estaba a pocos milímetros de distancia, y Foster se sentía tan

confuso que no pensó en apartarse.

Estaría en todo su derecho si le conminase a marcharse. Incluso

en caso necesario podría arrojarle de allí.

No fue el respeto a la edad y a la posición lo que le detuvo. No

estaba seguro tampoco que los argumentos de Potterley le hubiesen

convencido. Más bien se trataba de un pequeño orgullo de colegial.

¿Por qué su universidad no daba ningún curso sobre neutrinos?

Ahora que pensaba en ello, dudaba que en su biblioteca hubiese

siquiera un simple libro sobre tal materia. No recordaba haberlo visto

nunca.

Se puso a pensar en esta cuestión.

Y eso fue su perdición.

Caroline Potterley había sido antaño una mujer atractiva. Y había

ocasiones, tales como cenas o funciones universitarias, en que

mediante un considerable esfuerzo conseguía ostentar aún restos

de su antigua belleza.

En las situaciones ordinarias se abandonaba. Era la expresión

que ella misma se aplicaba en los momentos de autoaborrecimiento.

Con los años, se había metido en carnes, pero su

flaccidez no se debía enteramente a la grasa. Era como si los

músculos hubiesen cedido y claudicado, hasta el punto que

arrastraba los pies al andar, tenía bolsas bajo los ojos y las mejillas

le colgaban. Hasta su pelo grisáceo parecía más bien desmayado

que simplemente lacio. Y su cabello liso y caído, tan sólo el

resultado de un supino abandono a la fuerza de la gravedad.

Caroline Potterley se contempló en el espejo y admitió hallarse

en uno de sus malos días. Sabía el motivo también.

Se trataba del sueño de Laurel. Aquel sueño extraño, con Laurel

ya mayor. Desde que lo tuvo, se había sentido desgraciada.

Sin embargo, lamentaba habérselo contado a Arnold. No debiera

haberle dicho nada. Él nunca se lo reprochaba, pero no era bueno

para él. Durante los días que siguieron, se mostró particularmente

retraído.

Quizá se debiera a que estaba preparándose para aquella

importante conferencia con el alto funcionario gubernamental (pese

a afirmar que no esperaba éxito alguno), mas también podía ser a

causa del sueño de ella.

Era mucho mejor en los viejos tiempos, cuando él la atacaba

acremente.

—¡Vamos, Caroline, deja ya en paz el pasado! ¡Hablar de ello no

la volverá a la vida, ni tampoco los sueños…!

Había sido tremendo para ambos. Horrible. Ella había estado a

la sazón ausente de casa, y a partir de ese instante nunca la

abandonó el sentimiento de culpabilidad. De haberse quedado en

casa, de no haber salido inútilmente de compras, habrían estado los

dos disponibles, y quizá uno de ellos habría logrado salvar a Laurel.

El pobre Arnold no lo había conseguido. Dios sabía que lo

intentó, hasta el punto de casi perecer en la empresa. Había salido

de la casa en llamas tambaleándose, chamuscado y casi ciego, con

Laurel muerta en sus brazos.

Una pesadilla que jamás se desvanecía por entero.

En cuanto a Arnold, se fue recubriendo poco a poco de una

concha, cultivando una suave mansedumbre que nada podía afectar

ni quebrantar. Se tornó puritano, y hasta abandonó sus vicios

pequeños, sus cigarrillos, su tendencia a una ocasional exclamación

irreverente o con ribetes de impía. Obtuvo su beca para la

preparación de una nueva historia de Cartago, y lo subordinó todo a

su trabajo.

Ella intentó ayudarle. Se lanzó a la búsqueda de referencias,

mecanografió sus notas y las microfilmó.

Luego, todo cesó súbitamente.

Cierta noche, salió disparada del despacho hacia el cuarto de

baño, acometida de náuseas. Su marido la siguió, confuso y

preocupado.

—¿Qué sucede, Caroline? —preguntó, al tiempo que le tendía

una copa de coñac para reanimarla.

—¿Es verdad eso? ¿Por qué lo hacían?

—¿Lo hacían quiénes?

—Los cartagineses…

Él se quedó mirándola, y ella se lo explicó con rodeos, incapaz

de expresarse de manera directa.

Al parecer, los cartagineses adoraban a Moloch, representado

por un ídolo de bronce, hueco, con un horno en el vientre. En

épocas de crisis nacional, se reunían los sacerdotes y el pueblo y,

tras las debidas ceremonias e invocaciones, arrojaban a las llamas a

criaturas vivas, a las cuales se atiborraba de golosinas y delicados

manjares hasta el final, a fin que la eficacia del sacrificio no se

desbaratara por desagradables gritos y lamentos de pánico. Tras el

instante crucial, batían timbales y tambores, a fin de ahogar todo

chillido de los niños. Y los padres se hallaban presentes, sin duda

muy contentos y satisfechos, pues el sacrificio era agradable a los

dioses…

El entrecejo de Arnold Potterley se frunció sombríamente. Ruines

mentiras de enemigos de los cartagineses, manifestó. Debiera

haberla prevenido sobre el particular… Después de todo, tales

embustes propagandísticos no eran infrecuentes. Según los griegos,

los antiguos hebreos adoraban a una cabeza de asno en un sancta

sanctórum. Y según los romanos, los cristianos primitivos odiaban a

la Humanidad y sacrificaban a criaturas paganas en las catacumbas.

—¿De modo que no lo hacían? —preguntó Caroline.

—Estoy seguro que no. Quizá los primitivos fenicios… El

sacrificio humano se da con frecuencia en las culturas primitivas.

Pero Cartago no era una cultura primitiva en sus días de grandeza.

Por regla general, el sacrificio humano se sustituye por actos

simbólicos, como la circuncisión. Tanto griegos como romanos tal

vez tomaron erróneamente algún símbolo cartaginés por el rito

completo original, sea por ignorancia o por pura malicia.

—¿Estás seguro?

—No puedo estarlo aún, Caroline. Sin embargo, una vez que

obtenga pruebas suficientes, las presentaré para conseguir un

permiso de utilización de la cronoscopía, con lo cual se zanjará la

cuestión de una vez por todas.

—¿La cronoscopía?

—Sí, el viaje visual por el tiempo. Enfocaríamos la antigua

Cartago en alguna época de crisis, por ejemplo el desembarco de

Escipión el Africano en el año 202 antes de Cristo, y veríamos con

nuestros propios ojos el acontecimiento. Tú también lo verás, te lo

prometo.

Tras estas palabras, le dio una palmadita acompañada de una

alentadora sonrisa. Ella siguió soñando cada noche durante dos

semanas con Laurel, y no volvió a ayudar a Arnold en su proyecto

sobre Cartago. Ni tampoco él solicitó su cooperación.

Ahora, Caroline hacía acopio de fuerzas antes que llegase su

marido, quien la había llamado a su regreso a la ciudad para

comunicarle que se había entrevistado con el funcionario

gubernamental y que todo había resultado según lo previsto. Lo cual

significaba fracaso. Y sin embargo, no se había traslucido en su voz

la menor muestra de depresión. Sus facciones aparecían bien

serenas en la pantalla del televisor. Tenía otra gestión que hacer,

dijo, antes de volver a casa.

De lo que se deducía que volvería tarde, pero eso no le

importaba. Ninguno de los dos se preocupaba de manera particular

por las horas de las comidas, ni por cuándo se sacaban los

alimentos de la nevera o se hacía funcionar la calefacción o la

refrigeración.

Ahora bien, cuando llegó se sintió sorprendida. No había en su

esposo nada que de manera obvia sugiriese algo desagradable. La

besó como siempre, sonrió, se quitó el sombrero y preguntó si todo

había marchado bien durante su ausencia. Todo absolutamente

normal… O casi.

Había aprendido a detectar pequeñas cosas, minucias, y le

pareció que los pasos de su marido eran un tanto presurosos. Lo

bastante para que sus habituadas pupilas descubrieran que se

encontraba en estado de tensión.

—¿Ha sucedido algo? —le interrogó.

—Pasado mañana tendremos un invitado a cenar, Caroline. ¿No

te importa?

—Pues no. ¿Alguien a quien conozco?

—No. Un joven profesor auxiliar. Uno nuevo. He hablado con

él…

Súbitamente, giró como un torbellino hacia ella y la asió por los

codos. Los sujetó un instante y luego los soltó, como desconcertado

por haber demostrado su emoción.

—Casi no le saqué nada en limpio —dijo—. Imagínatelo. Es

verdaderamente terrible, terrible, la manera en que todos nos

hallamos uncidos al yugo, el cariño que le tenemos al arnés.

La señora Potterley no estaba muy segura de haber

comprendido, pero durante el último año había observado que su

marido se tornaba más rebelde y cada vez más osado en sus

críticas contra el gobierno.

—No le habrás hablado a tontas y a locas… —se alarmó.

—¿Qué quieres decir con eso? Va a efectuar una investigación

relacionada con la neutrínica para mí.

«Neutrínica» no significaba para la señora Potterley más que un

tetrasílabo sin el menor sentido, pero sabía que no tenía nada que

ver con la historia. Dijo débilmente:

—Arnold, no me gusta que hagas eso. Perderás tu puesto. Es…

—Es anarquía intelectual, querida —la atajó él—. Esa es la frase

que deseabas, ¿no? Pues bien, sí, soy un anarquista. Si el gobierno

no me permite proseguir mis investigaciones, las continuaré por mi

cuenta y, una vez que haya mostrado el camino, otros lo seguirán…

Y si no lo hacen, no importa. Es Cartago lo que cuenta, y el

conocimiento humano, no tú y yo.

—Pero no conoces a ese joven. ¿Y si fuese un agente del

comisario de Investigaciones?

—No lo parece. Asumiré el riesgo. —Cerró el puño derecho y lo

frotó suavemente contra la palma de la mano izquierda—. Está a mi

lado ahora. Lo juraría. No puede remediarlo. Reconozco la

curiosidad intelectual cuando la veo en los ojos, el rostro y la actitud

de un hombre. Una dolencia fatal para un científico domado. Aún

hoy lleva su tiempo extirparla, y los jóvenes son vulnerables… ¿Y

por qué detenernos ante nada? ¿Por qué no construir nuestro propio

cronoscopio y decirle al gobierno que se vaya a…?

Se detuvo de repente, meneó la cabeza y se marchó.

—Espero que todo vaya bien —suspiró la señora Potterley,

sintiéndose segura que no sería así y temiendo de antemano por la

posición de su esposo y la seguridad de su vejez.

Sólo a ella, entre todos, le asaltaba el fuerte presentimiento de

un cercano conflicto. El peor de los conflictos, desde luego.

Jonas Foster llegó casi con media hora de retraso a casa de los

Potterley, domiciliados al exterior del recinto universitario. Hasta

aquella misma tarde no había decidido si iría. Luego, en el último

momento, pensó que no podía cometer la enormidad social de

rechazar una invitación a cenar una hora antes de la concertada.

Eso…, y el aguijón de la curiosidad.

La cena fue interminable. Foster comía sin apetito. La señora

Potterley parecía estar ausente, emergiendo sólo de su abstracción

para preguntarle si estaba casado y lanzar un bufido de desprecio al

contestarle él que no. El doctor Potterley le interrogaba de manera

átona respecto a su historia profesional y asentía cortésmente con la

cabeza.

Todo transcurría con tanta gravedad —tanto aburrimiento en

realidad— como era posible.

Foster pensó: «Parece tan inofensivo…». Había pasado los dos

últimos días informándose sobre el doctor Potterley. De modo muy

casual, desde luego, casi a hurtadillas. No se sentía particularmente

ansioso porque le vieran en la Biblioteca de Ciencias Sociales. La

historia se había convertido en una materia marginal, y la mayoría

de las veces las obras históricas eran leídas por el público en

general para entretenerse o para su propia edificación.

Sin embargo, un físico no formaba parte en absoluto del «público

en general». Si Foster empezaba a leer libros de historia, tan cierto

como la relatividad que sería considerado un bicho raro; y al cabo

de cierto tiempo el decano de su facultad se preguntaría si el nuevo

profesor era realmente «el hombre idóneo para la tarea».

Por lo tanto, había actuado con cautela. Se sentaba en los

puestos más apartados y mantenía la cabeza baja cuando entraba o

salía en sus horas libres.

Según descubrió, el doctor Potterley había escrito varios libros y

una docena de artículos sobre las culturas del Mediterráneo antiguo.

Los últimos, todos ellos publicados en Historical Reviews, se

referían al Cartago prerromano, y adoptaban un punto de vista

simpatizante.

Al menos, eso concordaba con las palabras de Potterley, y

suavizó un tanto las sospechas de Foster. De todos modos, se daba

cuenta que hubiese sido más sensato y seguro zanjar la cuestión

desde un principio.

Un científico no debía dejarse arrastrar por la curiosidad, pensó,

muy insatisfecho consigo mismo. Se trataba de un rasgo peligroso.

Tras la cena, fue conducido al despacho de Potterley. Por un

momento, se quedó perplejo en el umbral.

Las paredes estaban totalmente cubiertas de libros.

No películas. Las había, desde luego, pero superadas con

mucho por los libros, impresos en papel.

Nunca hubiese pensado que existiesen aún tantos libros en

buenas condiciones.

Foster se sintió molesto. ¿Con qué propósito guardaba tantos

libros en casa? Seguramente estarían mejor en la biblioteca de la

universidad o, en el peor de los casos, en la del congreso, si alguien

quería tomarse la molestia de investigar fuera de los microfilmes.

Había algo secreto en una biblioteca particular. Despedía como

una vaharada de anarquía intelectual.

Este último pensamiento tranquilizó de modo extraño a Foster.

Prefería que Potterley fuese un auténtico anarquista que un agente

provocador desempeñando su papel.

Y de pronto, las horas comenzaron a pasar asombrosamente

rápidas.

—Ya ve usted —dijo Potterley, con voz clara y nada agitada—.

Fue un simple hallazgo, si es posible un hallazgo para alguien que

no ha empleado nunca el cronoscopio en su trabajo. Claro está, no

podía solicitar su uso, puesto que se trataba de investigación no

autorizada.

—Sí —asintió lacónicamente Foster, un tanto sorprendido porque

una consideración tan pequeña detuviese a aquel hombre.

—Empleé métodos indirectos…

Lo había hecho, en efecto. Foster se sintió perplejo ante el

volumen de la correspondencia sostenida para elucidar

insignificantes detalles de la cultura del antiguo Mediterráneo, sobre

la cual se las arreglaba una y otra vez para hacer una observación

casual:

—Desde luego, no habiendo dispuesto nunca del cronoscopio…

O bien:

—Pendiente de aprobación mi solicitud de datos cronoscópicos,

que por el momento parece improbable que acepten…

—Pero estas no son cosas tontas ni arbitrarias —prosiguió—. El

Instituto de Cronoscopía publica mensualmente un folleto en el que

se incluyen artículos concernientes al pasado, con los

descubrimientos determinados por el examen visual del tiempo.

Únicamente uno o dos descubrimientos… Lo que primero me

impresionó fue la completa trivialidad de la mayoría de ellos, su

insipidez. ¿Por qué tales investigaciones debían tener prioridad

sobre mi labor? Por lo tanto, escribí a quien competía para que se

intensificase la búsqueda en las direcciones descritas en el folleto.

Invariablemente, como ya le he mostrado a usted, no habían

empleado el cronoscopio. Vamos ahora a analizarlo punto por punto.

Por fin, Foster, con la cabeza dándole vueltas a causa de los

detalles meticulosamente reunidos por Potterley, preguntó:

—¿Pero por qué?

—No sé por qué —respondió Potterley—, aunque tengo una

teoría. La invención original del cronoscopio fue obra de

Sterbinski…, ya lo ve, conozco bien el tema… Obtuvo una gran

publicidad. Más tarde, el gobierno se hizo cargo del aparato y

decidió suprimir cualquier ulterior investigación a través del mismo.

Pero luego pensó que tal vez la gente sintiera curiosidad por

conocer el motivo por el que no se utilizara. La curiosidad es un vicio

muy grande, doctor Foster…

El físico convino para sí mismo que, en efecto, lo era.

—Imagínese pues la utilidad de pretender que el cronoscopio

estaba siendo empleado —prosiguió Potterley—. Dejaba de

constituir un misterio para convertirse en un lugar común. No sería

ya objeto adecuado para la legítima curiosidad, ni un incentivo para

la ilícita.

—Y usted se sintió curioso… —apuntó Foster.

Potterley le miró, inquieto, y replicó con acento de enojo:

—En mi caso era distinto… Yo cuento con algo que debe ser

llevado a cabo. Y no podía aceptar la ridícula manera en que

pretendían mantenerme el margen.

«Y un tanto paranoico, además», pensó lúgubremente Foster.

Sin embargo, paranoico o no, había llegado a alguna conclusión.

Foster ya no podía seguir negando que algo peculiar se encerraba

en la cuestión de los neutrinos.

Ahora bien, ¿qué perseguía Potterley? Esa cuestión aún le

inquietaba. Si Potterley no se proponía poner a prueba su ética

personal, ¿qué deseaba de él? Analizó lógicamente la cuestión. Si

un anarquista intelectual, con un toque de paranoia, quería emplear

un cronoscopio y estaba convencido que los poderes constituidos se

interponían de modo deliberado en su camino, ¿qué podía hacer?

«Suponiendo que yo fuese uno de esos poderes, ¿qué es lo que

haría…?». Habló lentamente:

—Tal vez el cronoscopio no exista…

Potterley dio un respingo. Su impasibilidad general pareció casi

resquebrajarse. Por un instante, Foster vislumbró algo en él que no

tenía nada que ver con la calma. Pero el historiador recobró en el

acto su equilibrio y dijo:

—No, no, tiene que haber un cronoscopio.

—¿Por qué? ¿Lo ha visto usted? ¿O yo? Quizá sea esa la

explicación de todo. Quizá no oculten deliberadamente el

cronoscopio del que se apoderaron. A lo mejor, ni siquiera lo han

conseguido.

—Pero Sterbinski existió. Y construyó un cronoscopio. Es un

hecho.

—Así lo dicen los libros… —repuso Foster fríamente.

—Escúcheme. —Potterley tendió la mano, tomando de la manga

a Foster—. Necesito el cronoscopio. No me diga que no existe. Lo

que vamos a hacer es descubrir lo suficiente sobre los neutrinos

para ser capaces de…

Se detuvo, y Foster se alisó la manga. No precisaba que el otro

terminara la frase. La completó él mismo:

—¿Construir uno propio?

Potterley le miró irritado, como si hubiese preferido que no se

mostrase tan categórico. Sin embargo, respondió:

—¿Y por qué no?

—Porque eso está descartado —replicó Foster—. Si lo que

hemos leído es cierto, Sterbinski precisó veinte años para construir

su máquina, y varios millones en substanciales subvenciones.

¿Cree que usted y yo podríamos duplicarla ilegalmente?

Suponiendo que dispusiéramos de tiempo, que no disponemos, y

suponiendo que consiguiéramos extraer bastantes datos de los

libros, cosa que dudo, ¿de dónde sacaríamos el dinero y el equipo?

¡Por todos los cielos! Dicen que el cronoscopio llena un edificio de

cinco pisos…

—¿No quiere ayudarme, entonces?

—Mire, le diré algo. Hay un medio que quizá me permita

descubrir algo…

—¿Cuál es?

—No se preocupe. Carece de importancia. Pero puedo descubrir

lo bastante para decirle si el gobierno está impidiendo o no

deliberadamente que se investigue mediante el cronoscopio.

Confirmarle en su convicción o bien demostrarle que esa convicción

es errónea. No sé qué bien puede hacerle a usted en cualquier

caso, pero sólo llegaré hasta ahí. Es mi límite.

Potterley se quedó mirando al joven cuando finalmente se

marchó. Estaba enojado consigo mismo. ¿Por qué se había

descuidado tanto como para permitir a aquel tipo sospechar que

pensaba en un cronoscopio propio? Resultaba prematuro. ¿Y por

qué aquel joven novicio dudaba incluso de la existencia del

cronoscopio?

Tenía que existir. Forzosamente. ¿A qué conducía negarlo?

¿Y por qué no habría de construirse otro? La ciencia había

avanzado mucho en los cincuenta años transcurridos desde la

época de Sterbinski. Todo cuanto se necesitaba eran conocimientos.

Que el más joven reuniera esos conocimientos. Que se fijara una

pequeña suma de los mismos como límite, allá él. Habiendo tomado

el camino de la anarquía, no había límite alguno. Si el muchacho no

se veía impulsado a proseguir por algo que llevaba en su interior, los

primeros pasos supondrían un error suficiente para forzar al resto.

Potterley estaba seguro de no vacilar en caso que fuera preciso

emplear el chantaje.

Hizo pues un ademán con la mano, en gesto final de despedida,

y miró hacia arriba. Estaba comenzando a llover.

¡Desde luego! Chantaje si fuese necesario. Todo con tal que no

le detuviesen en su camino…

Foster condujo su coche a través de los desiertos arrabales de la

ciudad, notando apenas la lluvia.

Era un estúpido, se decía a sí mismo, pero se sentía incapaz de

dejar las cosas tal como estaban. Tenía que saber. Maldecía su

brote de indisciplinada curiosidad, pero necesitaba saber.

De todos modos, no acudiría a nadie más que a tío Ralph. Se

juró en forma vehemente que se detendría allí. No quedaría prueba

alguna contra él, ninguna evidencia real. Tío Ralph sería discreto.

En cierto sentido, se sentía secretamente avergonzado de tío

Ralph. No se lo había mencionado a Potterley, en parte por

precaución y en parte porque no quería enfrentarse a una ceja

alzada y a la inevitable media sonrisa. Los escritores científicos

profesionales, por muy útiles que fuesen, se hallaban un tanto al

margen de la sociedad, aptos sólo para ser tratados con un

desprecio protector. Claro que, como clase, conseguían más dinero

que los científicos investigadores. Sólo que hacían peor las cosas.

Sin embargo, había ocasiones en las que contar con un escritor

científico en la familia resultaba muy conveniente. Careciendo de

una verdadera instrucción, no tenían que especializarse. Por

consiguiente, un buen escritor científico lo conocía prácticamente

todo… Y tío Ralph era uno de los mejores.

Ralph Nimmo no tenía ningún título universitario y más bien se

mostraba orgulloso de ello.

—Un título supone el primer paso por el camino de la perdición

—dijo en cierta ocasión a Jonas Foster, cuando ambos eran

considerablemente más jóvenes—. Uno no quiere desperdiciarlo,

por lo que sigue trabajando para conseguir uno superior y dedicarse

luego a la investigación doctoral. Y acaba por ignorarlo todo en el

mundo, a excepción de una brizna sobre una subdivisión de nada.

En cambio, si uno mantiene su mente cuidadosamente aislada de

toda esa batahola de información hasta alcanzar la madurez,

llenándola sólo con inteligencia y entrenándola en el puro

pensamiento, tendrá un poderoso instrumento a su disposición y

podrá convertirse en un escritor científico.

Nimmo recibió su primera asignación a la edad de veinticinco

años, después que hubo completado su aprendizaje y cuando

llevaba en el terreno unos tres meses. Le llegó el encargo en forma

de un compacto manuscrito, cuyo lenguaje no permitía destello

alguno de comprensión al lector, por muy calificado que fuese, sin

un atento estudio y cierta inspirada labor conjetural. Nimmo

remendó el mamotreto, lo revisó de cabo a rabo (tras cinco largas y

exasperantes entrevistas con los autores, que eran biofísicos),

haciendo el lenguaje metódico y comprensible y suavizando el estilo

hasta transformarlo en una agradable prosa.

—¿Por qué no? —decía tolerante a su sobrino, que replicaba a

sus censuras sobre los títulos, acusándole de colgarse a los flecos

de la ciencia—. El fleco reviste su importancia. Tus científicos no

saben escribir. ¿Y por qué habrían de saber? No se espera que

sean grandes maestros del ajedrez o virtuosos del violín. ¿Por qué

esperar entonces que sepan unir las palabras? ¿Por qué no dejar

eso también a los especialistas?

¡Santo Dios, Jonas! Lee su literatura de hace un siglo.

Descartando el hecho que la ciencia de entonces está ya anticuada,

lo mismo que algunas de las expresiones empleadas, intenta leerla

y sacarle algún sentido.

Pura cháchara de aficionados. Páginas y páginas publicadas

inútilmente. Artículos enteros totalmente incomprensibles…

—Pero no obtienes ninguna recompensa, tío Ralph —protestó el

joven Foster, que estaba a punto de comenzar su carrera de

profesor universitario y se sentía casi deslumbrado por ella—.

Podrías haber sido un formidable investigador.

—Sí que obtengo recompensa —replicó Nimmo—. No creas ni

por un momento que no. Desde luego, un bioquímico o un estratometeorólogo

no me darán ni la hora, pero me pagan bastante bien.

Mira lo que sucede cuando algún químico de primera clase se

encuentra con que la Comisión ha cortado su subvención anual para

los escritores científicos. Luchará más duramente para que se me

concedan a mí, o a alguien como yo, fondos suficientes que para

lograr un ionógrafo registrador.

Sonrió con amplia mueca, y Foster le correspondió. En el fondo,

estaba orgulloso de su panzudo y carirredondo tío, cuyos dedos

semejaban sarmientos y cuya vanidad le hacía peinar su mata de

pelo en forma coqueta sobre la desierta coronilla y vestirse con

estudiada negligencia. Avergonzado y a la vez orgulloso.

Ahora, Foster penetró en el desordenado apartamento de su tío

con un talante en absoluto propicio a la sonrisa. Tenía nueve años

más, y también los tenía tío Ralph. Durante aquellos nueve años, le

habían llegado a este papeles tras papeles, procedentes de todas

las ramas de la ciencia, para que los puliera, y algo de cada uno de

ellos había quedado retenido en su capacitada mente.

Nimmo estaba comiendo uvas, tomándolas una por una con gran

lentitud. Lanzó un racimo a Foster, quien lo atrapó en el aire,

agachándose luego para recoger algunos granos caídos al suelo.

—Déjalos, no te preocupes —dijo Nimmo negligentemente—.

Alguien aparece por aquí una vez por semana para la limpieza.

¿Qué sucede? ¿Algún problema con tu solicitud de subvención?

—En realidad, todavía no la he presentado.

—¿Que no? Muévete, chico. ¿O es que esperas a que me

ofrezca para hacerte la redacción final?

—No podría pagarte, tío.

—¡Bah! Todo quedaría en la familia. Concédeme los derechos de

todas las versiones destinadas a la divulgación, y el dinero no

necesitará cambiar de mano.

—Si hablas en serio, trato hecho.

—Trato hecho entonces.

Era un trueque, desde luego, pero Foster conocía lo bastante la

ciencia de escribir que poseía Nimmo como para darse cuenta que

le compensaría. Un descubrimiento espectacular de interés público

sobre el hombre primitivo, o sobre una nueva técnica quirúrgica, o

sobre cualquier rama de la navegación espacial, significaría un

artículo que daría ríos de dinero en cualquier medio de

comunicación.

Por ejemplo, fue Nimmo quien redactó de nuevo, para el

consumo científico de las masas, la serie de papelotes en los que

Bryce y sus colaboradores habían dilucidado la fina estructura de

dos virus cancerosos.

Por ese trabajo había pedido la despreciable suma de mil

quinientos dólares, siempre que se incluyeran los derechos de las

ediciones de divulgación. Más tarde, dio al mismo trabajo una forma

semi-dramática para su lectura en vídeo tridimensional, percibiendo

un anticipo de veinte mil dólares, más los derechos por un plazo de

siete años.

Foster dijo de sopetón:

—Tío, ¿qué sabes sobre los neutrinos?

—¿Neutrinos? —Los ojos de Nimmo parecieron sorprendidos—.

¿Estás trabajando en eso? Creía que te dedicabas a la óptica seudo

gravitatoria.

—Oficialmente, sí. Pero ahora me intereso por la neutrínica.

—¿Cómo diablos se te ha ocurrido…? En mi opinión, te pasas

de la raya. Lo sabes, ¿no es así?

—Supongo que no informarás a la Comisión sólo porque yo

sienta una pequeña curiosidad sobre algo.

—Debería hacerlo, antes que la cosa te acarree un disgusto. La

curiosidad supone un peligro profesional para los científicos. La he

visto actuar. Uno se halla tranquilamente enfrascado en un problema

y de repente la curiosidad le lleva por un camino extraño. Y lo

siguiente que sabe es que ha adelantado tan poco en su propio

problema, que no se justifica la renovación de su subvención. He

visto más…

—Todo cuanto deseo saber es lo que ha pasado por tus manos

sobre neutrinos en estos últimos tiempos —respondió

pacientemente Foster.

Nimmo se recostó, masticando con calma y con aire caviloso una

uva.

—Nada. Nada en absoluto. No recuerdo haber visto ni siquiera

un artículo sobre la cuestión.

—¿Qué? —exclamó manifiestamente sorprendido Foster—.

¿Quién hace entonces ese trabajo?

—Puesto que me lo preguntas, te diré que no lo sé. No recuerdo

que nadie hablara de ello en las asambleas anuales. No me parece

que se haga mucho trabajo sobre el particular.

—¿Por qué no?

—¡Eh, no muerdas que no te he hecho nada! Sospecho que…

—¿No lo sabes? —atajó exasperado Foster.

—¡Humm…! Te diré lo que sé sobre la cuestión neutrínica.

Concierne a las aplicaciones de movimientos de los neutrinos y a las

tuerzas implicadas…

—Claro, claro… Del mismo modo que la electrónica trata de las

aplicaciones de los electrones y las fuerzas implicadas, y la

gravimetría trata de las aplicaciones de los campos de gravitación

artificial. Para eso no te necesitaba. ¿Es todo cuanto sabes?

—Y la neutrínica es la base de la perspectiva del tiempo… Y es

todo cuanto sé —añadió serenamente Nimmo.

Foster se recostó también en su butaca y se restregó con fuerza

la rasurada mejilla. Se sentía enojado e insatisfecho. Sin habérselo

formulado de manera explícita en su mente, había tenido la

seguridad que, como fuese, Nimmo conocería algunos informes

recientes, que habría abordado interesantes facetas de la neutrínica

moderna, y en consecuencia le permitiría volver a Potterley para

manifestar al viejo historiador que estaba equivocado, que sus datos

eran erróneos y sus deducciones engañosas.

Y luego, podría haber vuelto a enfrascarse en su propio trabajo.

Ahora, en cambio…

«Así pues —se dijo indignado—, es verdad que no están

haciendo mucha labor en ese terreno… ¿Supone eso una

deliberada supresión? ¿Y si la neutrínica es una disciplina estéril?

Quizá lo sea. No lo sé, ni tampoco Potterley. ¿Para qué malgastar

los recursos intelectuales de la Humanidad en nada? Tal vez el

trabajo se efectúe en secreto por alguna razón legítima. Tal vez…».

Tenía que saberlo. No podía dejar las cosas como estaban. ¡No

podía!

—¿Existe algún texto sobre neutrínica, tío Ralph? —preguntó—.

Quiero decir una exposición clara y sencilla. Elemental…

Nimmo meditó, mientras sus mofletudas mejillas exhalaban una

serie de suspiros.

—Haces las más condenadas preguntas que… El único que

conozco es el de Sterbinski y otro nombre… Nunca lo he visto a

fondo, pero sí le eché un vistazo en cierta ocasión… Sterbinski y

LaMarr, eso es.

—¿Fue Sterbinski el inventor del cronoscopio?

—Eso parece. Las pruebas incluidas en el libro deben ser

buenas.

—¿Hay una edición reciente? Sterbinski murió hace treinta años.

Nimmo se encogió de hombros, sin responder.

—¿Podrías encontrarla?

Quedaron silenciosos ambos durante unos momentos. Nimmo

balanceaba su voluminoso cuerpo, haciendo crujir la butaca en que

se hallaba sentado. Al fin, el escritor científico dijo:

—¿Puedes explicarme qué te propones con todo esto?

—No puedo. ¿Pero quieres ayudarme de todos modos, tío

Ralph? ¿Me conseguirás un ejemplar de ese texto?

—Bien, tú me has enseñado cuanto sé sobre seudo gravimetría,

así que debo mostrarme agradecido. Verás…, te ayudaré con una

condición.

—¿Cuál?

El viejo se puso súbitamente muy serio al responder:

—Que vayas con cuidado, Jonas. Pretendas lo que pretendas, te

encuentras con toda evidencia fuera de la raya. No eches por la

borda tu carrera sólo porque sientes curiosidad por algo que no te

han encargado y que no te concierne… ¿Comprendido?

Foster asintió, aunque apenas le había oído. Estaba pensando

frenéticamente.

Una semana después, la rotunda figura de Ralph Nimmo penetró

en el apartamento de dos piezas de Jonas Foster, en el recinto

universitario, y dijo con ronco cuchicheo:

—He conseguido algo.

—¿Qué? —preguntó Foster con inmediata avidez.

—Una copia del Sterbinski y LaMarr… —dijo mostrándola, o más

bien una esquina de la misma, cubierta por su amplio gabán.

Foster miró de modo casi automático a puertas y ventanas para

cerciorarse que estaban cerradas y corridos los visillos. Alargó la

mano. El estuche que encerraba la película aparecía

descascarillado por la vetustez, y la propia película, oscurecida y

quebradiza.

—¿Es todo? —preguntó Foster en tono mordaz.

—¡Gratitud, muchacho, gratitud!

Nimmo tomó asiento y metió la mano en un bolsillo para sacar

una manzana.

—Desde luego que te estoy agradecido. ¡Pero es tan antiguo!

—Y suerte que lo he conseguido. Intenté obtener una película de

la biblioteca del Congreso. Nada. El libro está retirado de la

circulación.

—¿Y cómo lograste este?

—Lo robé —respondió el escritor científico con pasmosa

tranquilidad, mientras mordisqueaba el corazón de la manzana—.

En la biblioteca pública de Nueva York.

—¿Qué?

—Fue muy sencillo. Naturalmente, tengo acceso a las

estanterías. Me subí a una cuando no rondaba nadie por allí, agarré

el estuche y me largué con él. Son muy confiados… No lo echarán

de menos durante años. Pero procura que no te lo vea nadie,

sobrino…

Foster miró fijamente la película, como si se tratase de

pornografía.

Nimmo dejó a un lado el corazón de la manzana y sacó otra del

bolsillo de su gabán, mientras decía:

—Es muy divertido. No hay nada más reciente en todo el terreno

de la neutrínica. Ni una monografía, ni un artículo, ni una nota sobre

su progreso. Nada en absoluto desde el cronoscopio.

—¡Vaya, vaya…! —comentó Foster, ausente.

Foster trabajaba cada atardecer en casa de Potterley, pues no se

fiaba de la seguridad de su apartamento en el recinto universitario

para aquella labor. Y su tarea de los atardeceres se tornaba para él

más real que la destinada a su propia subvención. A veces le

preocupaba, pero lo apartaba de su mente.

Al principio, su trabajo sólo consistió en examinar y repasar la

película con el texto. Posteriormente, empezó a pensar (en

ocasiones, incluso mientras parte del libro seguía pasando a través

del proyector de bolsillo sin que nadie la mirase).

De cuando en cuando, Potterley venía a visitarle, sentándose

con ojos ávidos, como si esperase que se solidificaran los toscos

procesos, haciéndose visibles en todos sus repliegues. Sólo

interfería de dos maneras. No permitía a Foster que fumara y, a

veces, hablaba.

No se trataba de una conversación en absoluto, sino más bien

de un monólogo en voz baja, con el cual al parecer no esperaba

siquiera despertar la atención. Algo así como si se aliviara de la

presión ejercida en su interior.

¡Cartago! ¡Siempre Cartago!

Cartago, la Nueva York del antiguo Mediterráneo. Cartago,

imperio comercial y reina de los mares.

Cartago, todo lo que Siracusa y Alejandría pretendían ser.

Cartago, calumniada por sus enemigos e inarticulada en su propia

defensa.

Había sido antaño derrotada por Roma y luego expulsada de

Sicilia y Cerdeña, pero consiguió más que resarcirse de sus

pérdidas mediante sus nuevos dominios en España. Y dio

nacimiento a Aníbal para sumir a los romanos en el terror durante

dieciséis años…

Al final volvió a perder por segunda vez, se resignó a su destino

y tornó a construir, con sus rotas herramientas, una vida claudicante

en un territorio mermado, pero con tanto éxito que la celosa Roma la

forzó deliberadamente a una tercera guerra. Y entonces Cartago,

contando sólo con sus manos desnudas y su tenacidad, forjó armas

y obligó a Roma a una campaña de dos años que no acabó hasta la

completa destrucción de la ciudad; sus habitantes se arrojaron a las

hogueras de sus casas incendiadas, prefiriendo esta muerte cruel a

la rendición.

—¿Acaso un pueblo combatiría así por una ciudad y un sistema

de vida tan deplorables como los antiguos escritores los pintaron?

—comentaba Potterley—. Aníbal fue mejor general que ninguno de

los romanos, y sus soldados le siguieron con absoluta fidelidad.

Hasta sus más enconados enemigos le alabaron. Era un cartaginés.

Ahora está de moda decir que fue un cartaginés atípico, mejor que

los demás, algo así como un diamante arrojado a la basura. Si así

fuera, ¿por qué se mostró tan fiel a Cartago hasta su muerte, tras

varios años de exilio? Hablan de Moloch…

Foster no siempre escuchaba, pero a veces no podía impedirlo, y

se estremecía y se sentía mareado ante el sangriento relato de los

niños sacrificados.

Mas Potterley proseguía porfiado:

—Sólo que no es verdad. Se trata de un embuste lanzado hace

dos mil quinientos años por griegos y romanos. Ellos tenían también

sus esclavos, sus crucifixiones y torturas, sus combates de

gladiadores. No eran precisamente unos santos. La historia de

Moloch forma parte de lo que épocas posteriores llamarían la

propaganda de guerra, la gran mentira. Puedo probar que fue un

embuste. Puedo demostrarlo. ¡Y por el cielo que lo haré! Sí, lo

haré…

Y mascullaba su promesa una y otra vez, lleno de celo.

La señora Potterley le visitaba también, pero con menos

frecuencia, en general los martes y los jueves, cuando su marido

tenía que ocuparse de alguna clase nocturna y, en consecuencia, no

se hallaba presente.

Se sentaba y permanecía inmóvil, hablando apenas, con el

rostro blando y apagado, los ojos inexpresivos, y una actitud

distante y retraída.

La primera vez, Foster se sintió incómodo y sugirió que se

marchara.

Ella respondió con voz átona:

—¿Le molesto?

—No, desde luego que no —mintió Foster—. Sólo que…

No acertó a completar la frase.

Ella asintió, como aceptando una invitación a quedarse. Luego

abrió un bolso de paño que había traído consigo y sacó de él una

resmilla de hojas de vitrón, que se puso a manipular con rapidez y

delicados movimientos mediante un par de gráciles

despolarizadores trifásicos, cuyos alambres, conectados a una

batería, daban la impresión que estaba sosteniendo una gran araña.

Cierta tarde, dijo quedamente:

—Mi hija Laurel tiene su misma edad.

Foster se sobresaltó ante su inesperado tono y el contenido de

sus palabras.

—No sabía que tuviese usted una hija, señora Potterley.

—Murió. Hace años.

El vitrón se iba convirtiendo gracias a las diestras

manipulaciones en la forma irregular de una prenda de vestir que

Foster no llegaba a identificar. No le quedaba sino murmurar de

manera vacua:

—Lo siento.

La señora Potterley suspiró:

—Sueño con ella a menudo.

Alzó sus ojos azules y distantes hacia él. Foster retrocedió y miró

a otro lado.

Otra tarde, mientras tiraba de una hoja de vitrón para despegarla

de su vestido, ella preguntó:

—¿Qué es eso del panorama del tiempo?

La observación interfería con una secuencia particular de sus

pensamientos, por lo que Foster respondió secamente:

—El doctor Potterley se lo explicará.

—Ya lo ha intentado. Sí que lo ha intentado. Pero se muestra

demasiado impaciente conmigo. La mayor parte de las veces la

llama cronoscopía. ¿Cree que realmente se ven cosas del pasado,

como en las imágenes tridimensionales? ¿O bien sólo traza

pequeños contornos de puntos, como la computadora que usted

emplea?

Foster miró con disgusto su computadora. Funcionaba bastante

bien, pero cada operación debía ser controlada manualmente,

obteniéndose las respuestas en clave. Si pudiera utilizar la de la

universidad…

Bueno, para qué soñar. Ya se sentía bastante conspicuo

llevando una computadora de mano bajo el brazo cada atardecer,

cuando abandonaba su despacho.

—No he visto nunca por mí mismo un cronoscopio —dijo—, pero

tengo la impresión que con él se ven realmente las imágenes y se

oyen los sonidos.

—¿Se oye también hablar a la gente?

—Así lo creo. —Y luego añadió, casi desesperado—: Mire,

señora Potterley, esto debe resultarle espantosamente aburrido.

Comprendo que no desee desatender a un invitado, pero, de

verdad, señora Potterley, no debiera sentirse obligada a…

—No me siento obligada —le atajó ella—. Me limito a estar

sentada, esperando.

—¿Esperando? ¿Esperando qué?

Ella respondió en tono sosegado:

—Se lo oí a usted aquella primera tarde. Cuando habló por vez

primera con Arnold. Estuve escuchando detrás de la puerta.

—¿Ah, sí?

—Sí… Ya sé que no es correcto, pero me encontraba tan

preocupada por Arnold. Tenía la intuición que él iba a hacer algo que

no debía, y quería saber qué. Y cuando le oí…

Se detuvo, inclinándose hacia el vitrón y hurgando en él.

—¿Oír qué?

—Que se negaba usted a construir un cronoscopio…

—Desde luego que me negué.

—Pensé que quizá cambiase de parecer.

Foster le lanzó una mirada penetrante.

—¿Quiere decir que baja usted aquí con la esperanza que yo

construya un cronoscopio?

—Espero que lo haga, doctor Foster. ¡Oh, sí! Estoy convencida

que lo hará.

Fue como si de pronto se hubiese desprendido un denso velo de

su rostro, dejando aparecer claras y distintas sus facciones,

infundiendo color a sus mejillas, vida a sus ojos, y las vibraciones de

cierta inminente excitación a su voz.

—¿No sería maravilloso disponer de uno? —cuchicheó—. ¡Los

seres del pasado revivirían! Faraones y reyes y…, la gente

corriente. Espero que construya uno, doctor Foster. Realmente… lo

espero.

Pareció como si la impresionara la intensidad de sus propias

palabras, y dejó que las hojas de vitrón se deslizaran de su regazo.

Se levantó y corrió hacia la escalera, asombrada y angustiada, de

su desmañada escapatoria. Foster la siguió con la mirada, en muda

contemplación.

El incidente afectó en gran medida las noches de Foster y le dejó

insomne y penosamente entumecido para pensar. Casi como una

indigestión mental.

Por fin, sus solicitudes de subvención llegaron renqueantes

hasta Ralph Nimmo. Apenas albergaba esperanzas. Pensaba

entorpecido: «No las aprobarán».

Si no las aprobaban, causaría desde luego un escándalo en la

facultad y, probablemente, aquello supondría la no renovación de su

puesto en la universidad, al final del curso académico.

Sin embargo, casi no le preocupaba la cuestión. Era el neutrino,

sólo el neutrino y exclusivamente el neutrino lo que llenaba su

mente. Su rastro, su pista, su curva gráfica describía un brusco

viraje, conduciéndole solitario por sendas no cartografiadas, que ni

siquiera Sterbinski y LaMarr habían seguido.

Llamó a Nimmo.

—Tío Ralph —le dijo—. Necesito algunas cosas. Te llamo desde

fuera de la universidad.

El rostro de Nimmo en la pantalla de vídeo aparecía jovial, pero

su voz sonó cortante al responder:

—Lo que necesitas es un curso de redacción. Me está costando

una barbaridad de tiempo poner tu solicitud en lenguaje inteligible.

Si es por eso por lo que me llamas…

—No, no te llamo por eso. Necesito…

Carraspeó unas líneas sobre un trozo de papel y lo sostuvo ante

el receptor. Nimmo hipó.

—¡Oye! ¿Cuántos trucos me crees capaz de emplear?

—Puedes conseguírmelo, tío. Sé que puedes…

Nimmo releyó la lista con aire grave, moviendo silenciosamente

sus gordezuelos labios.

—¿Y qué sucederá cuando acoples todas esas cosas? —

preguntó luego.

Foster meneó la cabeza.

—Te reservaré todos los derechos de las publicaciones de

divulgación, sea lo que sea, como siempre. Pero por favor no me

hagas preguntas ahora.

—Bien, sabes que no puedo hacer milagros.

—Haz este. Debes hacerlo. Eres un escritor científico, no un

investigador. No debes tomar en cuenta nada. Tienes amistades y

relaciones. Harán la vista gorda, para que te dediques el tiempo

necesario a su próxima publicación, ¿no es así?

—Sobrino, tu fe es conmovedora. Lo intentaré…

Y Nimmo lo logró. Material y equipo fueron trasladados a última

hora de la tarde, en un coche particular de turismo. Nimmo y Foster

lo descargaron con el esfuerzo y los gruñidos de hombres no

acostumbrados a la labor manual.

Potterley, de pie en la entrada del sótano, preguntó quedamente

una vez que se hubo marchado Nimmo:

—¿Para qué es todo esto?

Foster se apartó el cabello que le caía sobre la frente y se aplicó

un suave masaje a una de sus muñecas, que se había dislocado.

—Voy a proceder a unos sencillos experimentos.

—¿Ah, sí?

Los ojos del historiador destellaban de excitación. Foster se

sentía explotado, como si una tenaz voluntad le arrastrara por un

camino peligroso, como si viese claramente la fatalidad que le

esperaba al final de ese camino y, sin embargo, avanzase decidido y

ávido por él. Y lo peor de todo, aquella voluntad tenaz era la suya

propia.

Era Potterley quien lo había empezado todo, Potterley, que ahora

estaba allí, recreándose en su contemplación. Pero la fuerza que le

apremiaba era sólo suya. Y así, dijo agriamente:

—A partir de ahora, deseo aislamiento, Potterley. No puedo

tenerles a usted y a su mujer correteando de aquí para allá,

molestándome.

Al mismo tiempo, pensaba: «Si mis palabras le ofenden, que me

eche. Así se acabará todo esto». No obstante, en lo más profundo

de su corazón, no creía que el ser excluido le detuviese. No sucedió

nada.

Potterley no mostró el menor síntoma de sentirse ofendido. Su

tierna mirada no varió.

—Desde luego, doctor Foster, desde luego —asintió—. Todo el

aislamiento que usted desee…

Foster se le quedó mirando mientras se retiraba. Ya estaba solo

para caminar por la senda, perversamente satisfecho y a la par

odiándose por su contento.

Decidió dormir sobre un catre en el sótano de Potterley y pasar

en aquel sitio sus fines de semana.

Durante ese período, le llegó la noticia que le habían sido

otorgadas las subvenciones (gracias a la intervención de Nimmo).

La secretaría envió a alguien para comunicárselo, felicitándole al

mismo tiempo.

Foster miró con ausente fijeza hacia la remota lejanía y

murmuró: «¡Señor, qué contento estoy!», con tan poca convicción

que el enviado frunció el entrecejo y se despidió sin más palabras.

Foster no volvió a pensar en la cuestión. Era un extremo de

menor cuantía, que no merecía ni fijarse en él. Planeaba algo de

real importancia para aquella misma tarde, una prueba climática.

Transcurrió una tarde, y otra, y otra más, y por último, macilento

y casi fuera de sus cabales por la excitación, llamó a Potterley. Este

bajó las escaleras y paseó la mirada por los artilugios de fabricación

casera, diciendo luego con su suave voz:

—Las facturas de la electricidad han sido muy elevadas. No lo

digo por el gasto, sino porque temo que el municipio formule

algunas preguntas… ¿Se puede hacer algo para remediarlo?

Era un atardecer caluroso, pero Potterley llevaba cuello duro y

traje completo. Foster, que se había quedado en camiseta, alzó

unos ojos legañosos y dijo con voz entrecortada:

—No será por mucho tiempo, doctor Potterley. Le he llamado

para decirle algo… Se puede construir un cronoscopio. Uno

pequeño, desde luego, pero se puede construir…

Potterley se asió a la barandilla de la escalera, y su cuerpo se

combó. Hasta que logró decir en un cuchicheo:

—¿Se puede construir aquí?

—Aquí mismo, en el sótano —respondió cansinamente Foster.

—¡Santo Dios! Usted dijo…

—Ya sé lo que dije —exclamó impaciente Foster—. Dije que era

imposible. No sabía nada entonces. Ni siquiera Sterbinski sabía

nada…

Potterley meneó la cabeza.

—¿Está seguro? ¿No se equivoca, doctor Foster? ¿No se

engaña? No podría soportar que…

—No, no estoy equivocado. ¡Maldita sea! Si a mí me bastó con la

simple teoría, hace ya tiempo que podríamos haber dispuesto de un

visor del tiempo…, hace más de cien años, cuando se postuló por

vez primera el neutrino. El engorro fue que los investigadores

originales lo consideraron simplemente como una misteriosa

partícula, sin masa o carga, imposible de detectar. Algo que sólo

servía para equilibrar la contabilidad y preservar la ley de la

conservación de la energía.

No estaba seguro que Potterley supiera de qué estaba hablando.

No le importaba. Necesitaba un desahogo. Sólo lo conseguiría a

partir de algo exterior a sus coagulados pensamientos… Y

precisaba asimismo un telón de fondo para lo que iba a decir a

Potterley. Así que prosiguió:

—Fue Sterbinski el primero en descubrir que el neutrino

atraviesa la barrera transversal del espacio-tiempo, que viaja a

través del tiempo con tanta facilidad como a través del espacio. Y

fue asimismo Sterbinski el primero en bosquejar un método para

detener los neutrinos. Inventó un registrador neutrínico y aprendió

cómo interpretar el patrón del chorro neutrínico. Naturalmente, la

corriente resultó afectada y desviada por toda las materias con que

había tropezado a su paso a través del tiempo. Descubrió que las

desviaciones podían ser analizadas y convertidas en imágenes de la

materia que había producido la desviación. La visión del tiempo se

hacía así posible. Hasta las vibraciones de aire pueden ser

detectadas y convertidas en sonido.

Potterley había dejado de escuchar definitivamente.

—Sí, sí. ¿Pero cuándo construirá usted el cronoscopio?

Foster le detuvo, perentorio:

—Déjeme terminar. Todo depende del método empleado para

detectar y analizar el chorro neutrínico. El método de Sterbinski era

arduo y vago. Requería montañas de energía. Pero yo he estudiado

la seudo gravedad, doctor Potterley, la ciencia de los campos

gravitatorios artificiales. Me he especializado en el comportamiento

de la luz en tales campos. Se trata de una ciencia nueva. Sterbinski

no conocía nada de ella. De haberlo conocido, habría descubierto,

cosa que está al alcance de cualquiera, un método mejor y más

eficaz de detección de los neutrinos mediante el empleo de un

campo seudo gravitatorio. Y si hubiese conocido más a fondo la

neutrínica, lo hubiese visto al instante.

El rostro de Potterley se aclaró un tanto.

—Ya lo sabía yo —dijo—. Aun obstaculizando la investigación

neutrínica, no hay medio por el que el gobierno se asegure que los

descubrimientos en otros sectores de la ciencia no se reflejen sobre

ella. Eso da la medida del valor de la dirección centralizada de la

ciencia. Se me ocurrió la idea hace mucho tiempo, doctor Foster,

antes aun que viniera usted a trabajar aquí.

—Por lo cual le felicito. Pero hay algo…

—No piense en eso. Respóndame. ¿Cuándo construirá el

cronoscopio?

—Estoy intentando decirle algo, doctor Potterley. Un cronoscopio

no le servirá de nada.

«Ya está dicho», pensó.

Muy despacio, Potterley descendió por la escalera y se plantó

ante él.

—¿Qué significa eso? ¿Cómo que no me servirá de nada?

—Pues…, que no verá usted Cartago. Eso era lo que tenía que

decirle. Jamás podrá ver Cartago con él.

Potterley denegó con la cabeza.

—No, no —dijo—. Se equivoca. De tener el cronoscopio, una vez

debidamente enfocado…

—No, doctor Potterley. No se trata de enfoque. Hay factores

marginales que afectan al chorro neutrínico, como afectan a las

partículas subatómicas. Lo que denominamos el principio de

indeterminación. Una vez registrado e interpretado el chorro,

aparece el factor marginal fortuito como una vellosidad, un «ruido»,

como dicen los chicos de comunicaciones. Y cuanto más se penetra

en el tiempo, tanto mayor es esa vellosidad, ese ruido. Al cabo de

un rato, este oculta la imagen. ¿Lo comprende?

—Dando más potencia… —insinuó Potterley con voz

desmayada.

—No serviría de nada. Cuando la interferencia empaña el

detalle, al amplificar este se amplifica aquella también. No se ve

nada en una película quemada por el sol por mucho que se amplíe,

¿no es así? Métaselo en la cabeza. La naturaleza física del

Universo impone sus límites. Los movimientos térmicos ocasionales

de las moléculas del aire imponen los suyos a la intensidad con que

un sonido puede ser detectado por un instrumento cualquiera. La

longitud de una onda luminosa o de una onda eléctrica impone sus

límites al tamaño de los objetos captados por cualquier aparato. Lo

mismo sucede con la cronoscopía. Hay un límite a la visión en el

tiempo.

—¿Qué límite? ¿Hasta dónde se alcanza?

Foster inspiró con fuerza.

—Lo máximo es un siglo y cuarto.

—Pero el boletín mensual que publica la Comisión abarca casi

toda la historia antigua… —El historiador rio a sacudidas—. Debe

estar equivocado. El gobierno posee datos de hasta tres mil años

antes de Cristo.

—¿Y cuándo se decidió a creerlo? —preguntó Foster con

desdén—. Comenzó usted este asunto demostrándome que el

gobierno mentía, que jamás historiador alguno empleó el

cronoscopio. ¿No ve ahora el porqué? A ningún historiador le sirve

de nada, excepto al que se interesa por la historia contemporánea.

No hay ningún cronoscopio que permita una visión del tiempo más

allá del año 1920.

—Tiene que estar equivocado. Usted no lo sabe todo —se

obstinó Potterley.

—Como quiera, pero la verdad no se plegará a su conveniencia.

Afróntela. Lo que está haciendo el gobierno es perpetuar un engaño.

—¿Por qué?

—Se me escapan las razones.

La nariz chata de Potterley se contrajo, y sus ojos se abrieron

hasta casi saltar de las órbitas.

—Pura teoría, doctor Foster —dijo—. Construya un cronoscopio.

Constrúyalo y pruebe.

Foster le asió súbita y firmemente por los hombros.

—¿Cree usted que no lo he hecho? —gritó con vehemencia—.

¿Piensa que se lo habría contado todo sin antes comprobarlo por

todos los medios a mi alcance? He construido uno. Ahí lo tiene.

¡Mire!

Corrió hacia los conmutadores y palancas de potencia, los

manipuló uno por uno, hizo girar una resistencia, ajustó unos

botones y apagó la luz del sótano.

—Espere un momento —advirtió—. Debe calentarse.

Se produjo un pequeño fulgor cerca del centro de una de las

paredes. Potterley farfulló algo ininteligible, mientras que Foster

insistía:

—¡Mire!

La luz se intensificó y abrillantó, y aparecieron formas en

claroscuro. ¡Hombres y mujeres! Imágenes empañadas, vagas, con

brazos y piernas que semejaban simples rayas. Pasó un coche de

antiguo modelo, difuso también, pero reconocible como

perteneciente a los que usaban motor de combustión interna por

gasolina.

Foster comentó:

—Mediados del siglo XX, en algún lugar indeterminado. No he

captado aún sonido alguno, pero existe la posibilidad de añadirlo.

De todos modos, la mitad del siglo XX es lo más lejos que se puede

llegar. Créame, es el mejor enfoque a nuestro alcance.

—Construya un aparato mayor —insistió Potterley—. Más

potencia. Mejore sus circuitos.

—No se puede vencer el principio de indeterminación, de la

misma manera que no se puede vivir en el Sol. Existen unos límites

físicos imposibles de traspasar.

—Está usted mintiendo. No le creo. Yo…

Sonó una nueva voz, que se alzó estridente para hacerse oír:

—¡Arnold! ¡Doctor Foster!

El joven físico se volvió al instante. El doctor Potterley se quedó

paralizado un largo rato, y luego dijo sin volverse:

—¿Qué pasa, Caroline? ¡Déjanos!

—¡No! —replicó la señora Potterley descendiendo la escalera—.

Lo he oído todo. No pude resistir la tentación de escuchar… ¿Es

verdad que tiene un visor del tiempo aquí, doctor Foster? ¿Aquí en

el sótano?

—Pues sí, señora Potterley. Una especie de visor del tiempo,

aunque no resulta gran cosa. Aún no he obtenido el sonido y las

imágenes aparecen empañadas. De todos modos, funciona.

La señora Potterley entrelazó las manos y las mantuvo

estrechamente apretadas contra su pecho.

—¡Qué maravilloso! ¡Qué maravilloso! —exclamaba, en una

especie de arrobo.

—No tiene nada de maravilloso —rezongó Potterley con acento

burlón—. Este joven necio es incapaz de llegar más allá de…

—¡Oiga…! —profirió exasperado Foster.

—¡Por favor! —gritó la señora Potterley—. Escúchame, Arnold.

¿No te das cuenta que, con sólo que alcance veinte años, podremos

ver de nuevo a Laurel? ¿Qué nos importan a nosotros Cartago y los

tiempos antiguos? Podremos ver a Laurel. Volverá a renacer para

nosotros. Deje la máquina aquí, doctor Foster. Enséñenos cómo

funciona…

Foster miró con fijeza a la señora Potterley y después a su

marido, cuyo rostro se había tornado blanco.

Y aunque la voz de este seguía siendo baja y uniforme, su calma

se había desvanecido en parte cuando barbotó por fin:

—¡Eres una estúpida!

—¡Arnold! —protestó débilmente Caroline.

—Sí, una estúpida, he dicho. ¿Qué es lo que quieres ver? El

pasado…, el pasado muerto. ¿Hizo Laurel algo que no debiera?

¿Quieres ver algo acaso que no debieras haber visto? ¿Quieres

pasar de nuevo tres años contemplando a una chiquilla que jamás

volverá a crecer por mucho que la mires?

Su voz estuvo a punto de quebrarse, pero se contuvo. Se

aproximó más a su esposa y, posando una mano sobre su hombro,

la sacudió con energía, diciendo a la par:

—¿Es que no sabes lo que te sucederá si lo haces? Vendrán a

buscarte porque te habrás vuelto loca. Sí, loca. ¿Quieres un

tratamiento mental? ¿Deseas someterte a la prueba psíquica?

La señora Potterley se desasió. No había en ella resto alguno de

blandura o de vaguedad. Por el contrario, se había convertido en

una marimacho, clamando:

—¡Quiero ver a mi hija, Arnold! Ella está en esa máquina y la

quiero ver.

—No está en esa máquina. Su imagen quizá… ¿Cómo no lo

comprendes? ¡Una imagen! Algo carente de realidad…

—¡Pues yo quiero a mi pequeña! —repuso con terquedad la

señora Potterley—. ¿Me oyes? —Se abalanzó hacia su marido,

chillando y con los puños contraídos—. ¡Quiero ver a mi pequeña!

El historiador retrocedió ante la furia del asalto, dejando escapar

una exclamación, mientras Foster se adelantaba para interponerse

entre ambos. De pronto, la señora Potterley, sollozando

violentamente, cayó desplomada al suelo.

Potterley se volvió. Sus ojos parecían buscar algo con

desespero. Con súbito movimiento, asió un tirante del aparato,

arrancándolo de su base, y esgrimiéndolo remolineante ante Foster

—perplejo ante lo que sucedía—, le contuvo amenazador, al tiempo

que decía jadeante:

—¡Atrás! Si da un paso más, le mato. ¡Lo juro!

Blandió su arma enérgicamente. Foster se echó en efecto hacia

atrás. Potterley se volvió furioso a la máquina y, tras el primer

chasquido del cristal, el físico se quedó mirándole atónito. Potterley

descargó su rabia sobre cada parte del aparato y, por último,

permaneció inmóvil, rodeado de cascotes y astillas, empuñando aún

su tirante, ya roto también.

—Y ahora, salga de aquí —dijo en un murmullo—. ¡Y no vuelva

nunca más! Si le costó algo esto, envíeme una factura y se la

pagaré… Hasta el doble de su valor.

Foster se encogió de hombros, se puso la chaqueta y se dirigió a

la escalera del sótano, oyendo los fuertes sollozos de la señora

Potterley. Al llegar al rellano, volvió la cabeza y, en una rápida

ojeada, vio al doctor Potterley inclinándose sobre su esposa, con el

rostro convulso por la pena.

Dos días después, cuando finalizaba la jornada escolar, Foster

buscaba aburrido algunos datos para sus proyectos recientemente

aprobados, datos que deseaba llevar a su apartamento para su

posterior estudio.

De pronto, apareció el doctor Potterley.

El historiador iba vestido con mayor pulcritud que nunca. Alzó su

mano en un gesto muy vago para significar un saludo y demasiado

rudimentario para suponer un ruego. Foster se le quedó mirando

con asombrada fijeza.

—He esperado hasta las cinco, hasta que usted estuviera… —

manifestó indeciso el doctor Potterley desde el dintel de la abierta

puerta del despacho—. ¿Puedo entrar?

Foster hizo con la cabeza un ademán de asentimiento.

—Supongo que debo excusarme por mi conducta —comenzó

Potterley—. Me sentí tan horriblemente decepcionado que perdí el

dominio de mí mismo. Fue inexcusable…

—Acepto sus excusas —respondió Foster—. ¿Es eso todo?

—Mi esposa le llamó a usted, creo.

—Así es, en efecto.

—Se ha dejado dominar completamente por la histeria. Me dijo

que lo hizo, pero yo no estaba seguro…

—Pues sí, me llamó.

—Quisiera saber… ¿Sería tan amable de decirme qué deseaba?

—Quería un cronoscopio… Al parecer, disponía de algún dinero

propio. Y estaba dispuesta a pagar.

—¿Y se comprometió usted a algo?

—Le respondí que no me ocupaba de negocios de fabricación.

—Bien —respiró Potterley, y su pecho se expandió en un suspiro

de alivio—. Por favor, no haga caso a ninguna de sus llamadas.

Todavía no está…, no está del todo…

—Mire, doctor Potterley —manifestó Foster—. No voy a meterme

en sus querellas domésticas, pero haría usted mejor en prepararse.

Construir un cronoscopio se halla al alcance de cualquiera.

Disponiendo de unas cuantas piezas sencillas, adquiridas por medio

de un centro de ventas, puede ser hecho en un taller casero. Las

partes del vídeo, en todo caso.

—Pero nadie, aparte de usted, ha pensado en ello, ¿no es así?

Nadie lo ha hecho.

—No es mi intención mantenerlo en secreto.

—¡Pero no puede publicarlo! ¡Es una investigación ilegal!

—Eso ya no tiene ninguna importancia, doctor Potterley. Si

pierdo mis subvenciones, perdidas están. Si a la universidad no le

place, dimitiré. No, no tiene importancia alguna.

—¡Usted no puede hacer eso!

—Hasta ahora, no le había importado que perdiese

subvenciones y posición. ¿Por qué se ha vuelto tan tierno ahora?

Permítame explicarle algo. Cuando me abordó usted por vez

primera, yo creía en la investigación organizada y directa, en otras

palabras, en la situación establecida. Le consideré a usted un

intelectual anarquista, doctor Potterley, y peligroso. Ahora bien, por

una razón que ignoro, me he dejado arrastrar a la anarquía, y

durante meses he realizado grandes cosas. Tales cosas no fueron

ejecutadas debido a que yo sea un brillante científico. En absoluto.

Simplemente, al ser dirigida la investigación científica desde arriba,

habían quedado lagunas fáciles de colmar por quienquiera que

mirase en la dirección debida. Y cualquiera lo hubiera hecho de no

interponerse activamente el gobierno… Y ahora compréndame. Sigo

creyendo en la utilidad de la investigación dirigida. No estoy en favor

de un retroceso a la anarquía total. Mas debe haber una zona

intermedia. La investigación dirigida puede tener cierta flexibilidad.

Debe permitirse a un científico que sacie su curiosidad, al menos

durante su tiempo libre.

Potterley tomó asiento y dijo conciliador:

—Discutamos eso, Foster. Aprecio su idealismo. Usted es joven,

y desea la Luna. Pero no se destruya a sí mismo defendiendo

nociones fantásticas sobre lo que debe ser la investigación. Yo le

metí en esto. Soy el responsable y me lo reprocho amargamente.

Actué de manera emocional. Mi interés por Cartago me cegó y me

convertí en un maldito estúpido.

Foster le interrumpió:

—¿Quiere usted decir que ha cambiado por completo de opinión

en dos días? ¿Que Cartago no significa nada? ¿Que los obstáculos

del gobierno a la investigación no son nada?

—Hasta un solemne necio como yo puede aprender, Foster. Mi

mujer me enseñó algo. Comprendo ahora la razón para la supresión

de la neutrínica por parte del gobierno. Hace dos días, no lo sabía. Y

comprendiéndolo, lo apruebo. Ya vio la manera en que mi esposa

reaccionó ante la noticia que había un cronoscopio en el sótano. Me

había imaginado un cronoscopio empleado de manera exclusiva en

la investigación. Todo cuanto ella vio fue el neurótico placer de

retornar a un pasado personal, a un pasado muerto. El investigador

puro, Foster, forma parte de una minoría. Las personas como mi

mujer nos abrumarían numéricamente. Para el gobierno, alentar la

cronoscopía significaría la posibilidad para cualquiera de conocer el

pasado de cualquiera. Los funcionarios del gobierno se verían

expuestos al chantaje y a una indecorosa presión. ¿Existe alguien

en el mundo con un pasado absolutamente limpio? Se habría hecho

imposible un gobierno organizado.

Foster se pasó la lengua por los labios.

—Tal vez —dijo—. Quizá el gobierno tiene una justificación a sus

propios ojos. Sin embargo, hay un importante principio implicado en

la cuestión. ¿Quién sabe qué otros avances científicos se hallan

coartados debido a que se impone a los hombres de ciencia el

caminar por un estrecho sendero? Aunque el cronoscopio se

convierta en el terror de unos cuantos políticos, merece la pena

pagar ese precio. El público debe percatarse que la ciencia debe ser

libre. Y no veo un medio más espectacular de hacerlo que

publicando mi descubrimiento del modo que sea, legal o

ilegalmente.

La frente de Potterley estaba sudorosa, pero su voz siguió

inalterable al responder:

—No sólo unos cuantos políticos, doctor Foster. No piense eso.

También yo me sentiría aterrorizado. Mi mujer se pasaría el tiempo

con nuestra hija muerta. Se retiraría cada vez más de la realidad. Y

se volvería loca viendo repetidamente las mismas escenas. Y no

sería yo el único aterrorizado. Lo estarían también otras personas,

pues mi mujer no constituiría el único caso. Criaturas buscando a

sus padres fallecidos, o gente reviviendo su propia juventud.

Tendríamos a todo el mundo refugiándose en el pasado.

—No permitiré que los juicios morales se interpongan en mi

camino —replicó Foster—. En ninguna época de la historia se dio

progreso alguno, sin que el hombre tuviera la ingenuidad de

falsearlo. Así que la Humanidad debe tener también la ingenuidad

de prevenir. En cuanto al cronoscopio, sus sondeadores del pasado

muerto se cansarían pronto. Captarían a sus amados padres en

algunas de las cosas que hicieron y perderían su entusiasmo. Bien,

todo esto resulta demasiado trivial. En lo que a mí respecta, se trata

de un principio importante.

—Olvide su principio. ¿Por qué no considera a los hombres y

mujeres también como principio? ¿No comprende que mi esposa

revivirá el incendio que mató a nuestra pequeña? No podrá evitarlo.

La conozco. Lo seguirá paso a paso, intentando impedirlo. Lo vivirá

una y otra vez, esperando cada una de ellas que no suceda.

¿Cuántas veces quiere usted matar a Laurel…?

La voz del profesor se había tornado algo ronca. Un astuto

pensamiento atravesó la mente de Foster.

—¿Qué es lo que teme usted que sepa su mujer, doctor

Potterley? ¿Qué sucedió la noche del incendio?

Las manos del historiador se alzaron súbitamente para cubrir su

cara. Estalló en secos sollozos. Foster se volvió, desasosegado, y

se puso a mirar por la ventana.

Al cabo de un rato, dijo Potterley:

—Hacía ya mucho tiempo que no pensaba en ello… Caroline

había salido. Yo cuidaba de la pequeña. Entré en su dormitorio, ya

anochecido, para ver si se había destapado. Llevaba el cigarrillo

encendido… En aquella época fumaba. Debí haberlo aplastado

antes de dejarlo en el cenicero, sobre la cómoda. Normalmente

prestaba atención a ese detalle. La chiquilla estaba bien. Volví a la

sala de estar y me quedé dormido ante el vídeo. Me desperté

sofocado, rodeado de fuego. No sé cómo se inició.

—Pero teme que lo provocara la colilla de su cigarrillo, ¿no es

eso? —dijo Foster—. Un cigarrillo que, por una vez, se descuidó de

apagar…

—No lo sé. Intenté salvarla, pero estaba ya muerta cuando la

saqué en mis brazos.

—Y supongo que no confesó usted nunca a su esposa el detalle.

Potterley negó con la cabeza.

—Pero tuve que vivir con el recuerdo.

—Y ahora, ella lo descubrirá si tiene acceso a un cronoscopio…

Quizá no fuera el pitillo. Tal vez lo apagó usted bien. ¿No es también

posible?

Las lágrimas se habían secado en el rostro de Potterley, y el rojo

de sus mejillas se iba desvaneciendo.

—No puedo correr ese riesgo —dijo—. Pero no se trata sólo de

mí, Foster. El pasado contiene terrores para la mayoría de la gente.

No los desencadene sobre la raza humana.

El muchacho empezó a pasear por la habitación. En cierto modo,

aquello explicaba la razón del irracional deseo de Potterley de

alabar a los cartagineses, de deificarlos y de desmentir la historia de

sus crueles sacrificios a Moloch. Liberándolos de la culpabilidad del

infanticidio por el fuego, simbólicamente se liberaba también del

mismo pecado.

Así, el mismo fuego que le había conducido al deseo de construir

el cronoscopio, le estaba conduciendo ahora al de su destrucción.

Miró con melancolía al viejo.

—Me doy cuenta de su posición, doctor Potterley —dijo—, pero

esto sobrepasa con mucho sus sentimientos personales. Tengo que

liberar a la ciencia de su asfixia.

Potterley replicó furioso:

—Lo que quiere decir es que desea la fama y la riqueza que van

aparejadas a tal descubrimiento.

—No sé nada de riqueza, pero supongo que eso cuenta. Al fin y

al cabo, soy humano.

—¿No quiere pues callar sus conocimientos?

—No, bajo ninguna circunstancia.

—En ese caso…

El historiador se puso en pie y se quedó por un instante inmóvil,

con feroz mirada. Foster sintió un raro escalofrío de terror. El

hombre era más pequeño que él, más viejo y débil, y no parecía

armado. Sin embargo…

—Si está pensando en matarme, o alguna locura por el estilo —

dijo—, sepa que toda la información se halla a buen recaudo, donde

la hallará la persona apropiada si yo desaparezco o muero.

—¡No diga sandeces! —exclamó Potterley, y abandonó la

habitación.

Foster cerró la puerta con llave y se sentó a pensar. Le

abrumaba la sensación de haberse portado como un estúpido. No

tenía guardada información alguna en lugar seguro, desde luego. Tal

acción melodramática no se le habría ocurrido de ordinario. Pero

ahora lo llevaría a cabo.

Sintiéndose cada vez más majadero, pasó una hora anotando

las ecuaciones de la aplicación de la óptica seudo gravitatoria al

registro neutrínico, añadiendo algunos diagramas para los detalles

mecánicos de la construcción. Y metiéndolo todo en un sobre, lo

lacró y garabateó el nombre de Ralph Nimmo.

Pasó una noche más bien inquieta y, a la mañana siguiente,

camino de la universidad, depositó el sobre en un banco, con las

pertinentes instrucciones al empleado, quien le hizo firmar el

correspondiente permiso de apertura de la caja que contendría el

sobre, para ser entregado a la persona nombrada en caso de

fallecimiento de su depositario.

Llamó luego a Nimmo para confiarle la existencia del sobre,

negándose quisquillosamente a decir nada sobre su contenido.

Jamás se había sentido tan consciente del propio ridículo como

en aquel momento.

Aquella noche y la siguiente, Foster durmió sólo a ratos,

enfrentado al arduo problema práctico de la publicación de los datos

obtenidos de manera contraria a la ética.

Desde luego, la revista Actas de la Sociedad de Seudo

gravimetría, la mejor publicación entre las que conocía, no aceptaría

nada que no incluyese el mágico pie: El trabajo expuesto ha sido

posible gracias al permiso número tal de la Comisión Investigadora

de las Naciones Unidas.

Ni tampoco —y con doble motivo— lo haría sin los debidos

requisitos la Revista de Física.

Claro que había otras publicaciones de menor importancia, que

pasarían por alto la naturaleza del artículo con miras

sensacionalistas, mas ello requeriría una pequeña negociación

financiera, en la cual vacilaba en embarcarse. En suma, tal vez

fuese preferible subvenir al costo de publicación de un folleto para

su general distribución entre los eruditos. En tal caso, incluso podría

dispensarse de los servicios de un escritor científico, sacrificando la

corrección a la velocidad. Pero primero necesitaba hallar un

impresor de confianza. Tal vez tío Ralph conociera a alguno.

Recorrió el pasillo que conducía a su despacho. Se preguntaba

ansiosamente si no estaría desperdiciando el tiempo, demorándose

en la indecisión, y si debería correr el riesgo de llamar a Ralph

desde su teléfono. Se hallaba tan absorto en sus profundos

pensamientos que no se dio cuenta que su habitación estaba

ocupada, hasta que, al volverse desde el ropero, se aproximó a su

mesa.

El doctor Potterley se encontraba allí, acompañado de un

hombre a quien Foster no reconoció.

Se les quedó mirando.

—¿Qué significa esto? —dijo.

Potterley respondió:

—Lo siento, pero tenía que pararle los pies.

Foster continuó mirándole fijamente.

—¿De qué está hablando?

El desconocido tomó la palabra:

—Permítame que me presente. —Tenía unos dientes grandes,

un tanto desiguales, que sobresalían mucho al sonreír—. Soy

Thaddeus Araman, decano de la Facultad de Cronoscopía. Y he

venido aquí por cierta información que el doctor Potterley me ha

transmitido y que ha sido confirmada por nuestras propias fuentes…

Potterley añadió sin aliento:

—Yo cargo con toda la culpa, doctor Foster. Ya he explicado que

fui yo quien le persuadió contra su voluntad a que empleara medios

no éticos. Me he ofrecido a aceptar toda la responsabilidad y el

castigo inherente. No deseo perjudicarle en ningún sentido. ¡Pero la

cronoscopía no debe ser autorizada!

Araman asintió:

—En efecto, ha aceptado la reprimenda y cargado con la

responsabilidad, pero este asunto no se encuentra ya en sus

manos.

—¿Y bien? —replicó Foster—. ¿Qué van a hacer? ¿Retirarme

todo apoyo para subvenciones de investigación?

—Está en mi mano —repuso Araman.

—¿Ordenar a la universidad que me destituya?

—También está en mi mano.

—Muy bien, entonces siga adelante. Considérelo hecho.

Abandonaré ahora mismo mi despacho, al mismo tiempo que usted.

Ya enviaré luego a buscar mis libros. Y si insiste, los dejo aquí. ¿Es

eso todo?

—No, no es todo —manifestó Araman—. Debe comprometerse a

no efectuar ninguna investigación ulterior en cronoscopía y,

naturalmente, a no construir ningún cronoscopio. Permanecerá bajo

vigilancia durante un tiempo indefinido, a fin de asegurarnos que

cumple su promesa.

—¿Y si me niego a hacer tal promesa? ¿Qué recurso le queda?

Efectuar una investigación al margen de mi terreno tal vez no sea

ético, pero en todo caso no constituye un delito.

—Mi joven amigo —explicó pacientemente Araman—, en el caso

de la cronoscopía, sí lo constituye. Y de ser necesario, se le metería

en la cárcel y se le mantendría en ella.

—¿Y por qué? —barbotó Foster—. ¿Qué hay de mágico en la

cronoscopía?

—Pues mire usted, la cosa es que no podemos permitirnos

ulteriores desarrollos en ese terreno —contestó Araman—. En lo

que a mí concierne, mi tarea consiste sobre todo en asegurarme de

ello y naturalmente debo cumplir con mi misión. Por desgracia, yo

no tenía conocimiento alguno, ni tampoco nadie en la facultad, que

la óptica de los campos seudo gravitatorios tuviese tal inmediata

aplicación a la cronoscopía. Nos adjudicaremos un cero por nuestra

general ignorancia. Pero en adelante, la investigación será

debidamente dirigida también en ese aspecto.

—No servirá de nada —replicó Foster—. Siempre habrá alguien

para aplicar lo que ni usted ni yo hemos soñado. Todas las ciencias

se eslabonan formando una única pieza. Si se detiene una parte, se

detiene todo.

—No dudo que sea verdad…, en teoría. Sin embargo, desde el

punto de vista práctico, nos las hemos arreglado muy bien para

mantener la cronoscopía arrumbada durante cincuenta años al

mismo nivel de Sterbinski. Y habiéndole capturado a usted a tiempo,

doctor Foster, esperamos continuar haciéndolo así de modo

indefinido. No habríamos llegado tan cerca del desastre de haber

concedido yo al doctor Potterley algo más de consideración. —Se

volvió hacia el historiador y alzó las cejas en señal de auto

desprecio—. Temo, doctor, que le despaché como a un simple

profesor de historia en nuestra primera entrevista. De haber

cumplido con mi deber, le hubiese seguido la pista y esto no habría

sucedido.

—¿Se permite a alguien el empleo del cronoscopio que es

propiedad del gobierno? —preguntó bruscamente Foster.

—A nadie que no pertenezca a nuestra división; bajo ningún

pretexto. Lo confieso puesto que resulta evidente que usted ya lo

sospechaba. Y le prevengo, en consecuencia, que cualquier

repetición del hecho será considerada como delito criminal, y no

como una simple falta de ética.

—¿Y su cronoscopio no alcanza más allá de ciento veinticinco

años poco más o menos?

—En efecto.

—¿De modo que el boletín que publican con historias de

perspectivas visuales de antiguas épocas no pasa de ser un

engaño?

Araman respondió con gran frialdad:

—Dados sus actuales conocimientos al respecto, es evidente

que posee la certidumbre de ello. Sin embargo, confirmo su

observación. El boletín mensual es un engaño.

—En tal caso, no prometeré dejar a un lado mis conocimientos

sobre la cronoscopía —decidió Foster—. Si quiere encarcelarme,

adelante. Mi defensa en el juicio bastará para hacer tambalear el

frágil castillo de naipes de la investigación dirigida y derrumbarlo.

Dirigir la investigación es una cosa. Suprimirla y privar a la

Humanidad de sus beneficios es algo muy distinto.

—¡Bah! Vayamos al grano, doctor Foster —se impacientó

Araman—. Si no coopera usted, irá directamente a la cárcel desde

aquí. No se le permitirá ver a ningún abogado, no será usted

acusado, no tendrá un juicio. Sencillamente, permanecerá

encarcelado.

—¡Vamos! —repuso Foster—. Exagera usted. No estamos en el

siglo XX

Se oyó un agitado movimiento fuera del despacho, una serie de

taconeos y una estridente voz, que Foster estaba seguro de

reconocer. Se abrió la puerta con violencia, y tres figuras

entrelazadas se precipitaron al interior.

Una vez dentro, uno de los hombres alzó un fusil inyector y

asestó un culatazo sobre la cabeza de otro, que dejó escapar

ruidosamente el aire de sus pulmones y se tambaleó.

—¡Tío Ralph! —gritó Foster.

Araman frunció el entrecejo.

—Deje eso sobre la silla y vaya en busca de un poco de agua —

ordenó.

Ralph Nimmo, frotándose la cabeza con cauteloso disgusto, dijo:

—No había necesidad de emplear la brutalidad, Araman.

—El guardián debió emplearla antes y sacarle de aquí, Nimmo

—replicó Araman—. Habría estado usted mejor fuera.

—¿Se conocen? —preguntó Foster a su tío.

—He tenido algunos tratos con este hombre —respondió Nimmo,

restregándose aún la cabeza—. Si está en tu despacho, sobrino, es

que andas en dificultades.

—Y usted también —manifestó con enojo Araman—. Ya sé que

el doctor Foster le consultó sobre literatura neutrínica.

Nimmo arrugó el entrecejo y lo distendió con un respingo, como

si el fruncimiento le hubiese producido dolor.

—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Y qué más sabe de mí?

—Lo sabremos todo muy pronto. Entretanto, esta cuestión basta

para implicarle a usted. ¿Qué le trae por aquí?

—Mi querido doctor Araman —empezó Nimmo, recuperando

algo de su desenvoltura—. Anteayer, el zascandil de mi sobrino me

telefoneó. Había depositado cierta misteriosa información…

—¡No se lo digas! ¡No le digas nada! —gritó Foster.

Araman le lanzó una fría mirada.

—Lo sabemos todo al respecto, doctor Foster. La caja de

depósito ha sido abierta y sacado su contenido.

—¿Pero cómo pudo usted saber…?

La voz de Foster se apagó en una especie de furioso

desencanto. Nimmo dijo:

—De todos modos, pensé que la red debía estar cerrándose en

torno a él y, después de tomar mis disposiciones, vine a decirle que

dejara a un lado lo que se ha propuesto. No vale la pena jugarse la

carrera por ello…

—¿Quiere decir que sabe lo que está haciendo? —preguntó

Araman.

—No me lo ha dicho —contestó Nimmo—, pero soy un escritor

científico, con una tremenda cantidad de experiencia. Sé qué parte

de un átomo está formada por electrones. El muchacho, Foster, se

especializa en óptica seudo gravitatoria y me inició también en la

materia. Me encargó que le consiguiese un texto sobre los

neutrinos, pero antes de entregárselo lo hojeé. Así fui atando cabos.

Me pidió luego que le facilitase ciertas piezas de equipo físico, lo

cual se añadió a la evidencia. Atájeme si me equivoco, pero creo

que mi sobrino ha construido un cronoscopio semi-portátil de baja

potencia. ¿Sí o no…?

—Sí.

Caviloso, Araman sacó un cigarrillo de su estuche, sin prestar la

menor atención al doctor Potterley, que lo observaba todo en

silencio, como sumido en un sueño. Potterley se echó hacia atrás,

jadeante, apartándose del blanco cilindro.

—Otro error de mi parte —continuó Araman—. Debería dimitir…

Tenía que haberme ocupado también de usted, Nimmo, en vez de

concentrarme tanto en Potterley y Foster. Desde luego, no disponía

de mucho tiempo y tarde o temprano usted habría acabado por

presentarse, pero eso no me excusa. Bueno, Nimmo, queda

arrestado.

—¿Y por qué? —preguntó el escritor científico.

—Por investigación no autorizada.

—No me he dedicado a ninguna investigación. No puedo, no

siendo científico inscrito. Y hasta en el caso que la hiciera, no

supone ningún delito criminal.

Foster intervino salvajemente:

—No te servirá de nada, tío Ralph. Este burócrata fabrica sus

propias leyes.

—¿Cuál, por ejemplo? —preguntó Nimmo.

—Por ejemplo, el encarcelamiento sin juicio.

—¡Mentiras! —exclamó Nimmo—. No estamos en el siglo vein…

—Ya probé eso —le atajó Foster—. Le importa un comino.

—¡Mentiras, te digo! —vociferó Nimmo—. Mire usted, Araman,

tanto mi sobrino como yo tenemos parientes y relaciones que no

han perdido contacto con nosotros, debe saberlo. Y el profesor

tendrá también a alguien, supongo. No puede usted hacernos

desaparecer así como así. Habrá preguntas, y se originará un

escándalo. No estamos en el siglo XX. Si lo que pretende es

amedrentarnos, pierde el tiempo.

Araman retorció el cigarrillo entre sus dedos y lo arrojó

violentamente al suelo.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¡No sé qué hacer! Nunca había

sucedido nada semejante… Miren, ustedes tres, estúpidos, no

tienen idea de lo que intentan hacer. No comprenden nada.

¿Quieren escucharme?

—Está bien, escucharemos —dijo ceñudo Nimmo.

Foster se sentó en silencio, con los ojos coléricos y los labios

apretados. Las manos de Potterley se enroscaban como dos

serpientes entrelazadas.

—Para ustedes el pasado es el pasado muerto. Si han discutido

alguna vez la cuestión, apuesto doble contra sencillo a que han

empleado esta frase. El pasado muerto… Si hubieran oído tantas

veces como yo estas palabras, se les atragantarían como a mí…

Cuando la gente piensa en el pasado, lo hace como si estuviese

muerto, muy lejos, desaparecido tiempo atrás. Y nosotros les

incitamos a que piensen así. Cuando informamos sobre la visión del

tiempo, siempre hablamos de siglos lejanos, a pesar que ustedes,

caballeros, saben que es imposible ver más allá de un siglo o poco

más. El pueblo lo acepta. El pasado significa Grecia, Roma,

Cartago, Egipto, la Edad de Piedra. Cuanto más muerto, mejor…

Ahora bien, ustedes tres saben que el límite es una centuria, poco

más o menos. Por lo tanto, ¿qué significa el pasado para ustedes?

Su juventud. Su primer amor. Su madre fallecida. Hace veinte años,

treinta años, cincuenta… Cuanto más muertos estén, mejor… Pero

¿cuándo comienza realmente el pasado?

Se detuvo, lleno de cólera. Los circunstantes le miraban

fijamente, y Nimmo se agitó desasosegado.

—Bien —prosiguió Araman—. ¿Cuándo comienza? ¿Hace un

año? ¿Cinco minutos? ¿Un segundo? ¿No es obvio que el pasado

comenzó hace un instante? El pasado muerto es apenas otro

nombre para el presente vivo. ¿Qué importa si se enfoca el

cronoscopio hacia el pasado de un siglo o de un segundo? ¿No

están ustedes contemplando el presente? ¿No empieza él mismo a

consumirse?

—¡Maldita sea! —exclamó Nimmo.

—¡Eso es, maldita sea! —le remedó Araman—. Después que

Potterley acudió a mí con su historia anteanoche, ¿cómo suponen

que les seguí a ustedes dos? Pues me serví del cronoscopio, fijando

momentos clave hasta el presente.

—¿Y fue así como supo lo de la caja en el banco? —preguntó

Foster.

—Y todos los demás hechos importantes. Y díganme, ¿qué

suponen que sucedería si permitiésemos que se pusiera en

circulación un cronoscopio casero? Al principio, la gente se limitaría

a contemplar su juventud, la de sus padres, y así sucesivamente,

pero no pasaría mucho tiempo sin que captasen todas sus

posibilidades. El ama de casa olvidaría a su pobre madre fallecida y

se pondría a observar a sus vecinos y a su marido en la oficina. El

comerciante y el negociante vigilarían a sus competidores, y el

patrón a sus empleados. No existiría ya nada privado. Las tertulias y

el espionaje tras las cortinas no serían nada en comparación con

esto. En todo momento habría alguien contemplando y vigilando a

las estrellas del espectáculo. No habría manera de escapar al

acecho. Ni siquiera en la oscuridad, puesto que el cronoscopio

puede ser ajustado al infrarrojo, y las figuras humanas se verían

gracias al calor que desprende el cuerpo. Se verían borrosas, por

supuesto, con los contornos oscuros, pero eso incrementaría tal vez

la excitación… Incluso los hombres que están al cargo de la

máquina ahora se aprovechan a veces, a pesar de la

reglamentación en contra…

Nimmo parecía desanimado.

—Siempre queda el recurso de prohibir la fabricación privada…

Araman le atajó con violencia:

—Claro. ¿Pero cree que serviría de algo, que resultaría eficaz?

¿Se puede legislar con éxito contra la bebida, el tabaco, el adulterio

o el chismorreo en las esquinas? Y esa mezcolanza de

entremetimiento y lascivia se apoderaría de la Humanidad con

mayor fuerza que ningún otro vicio. ¡Santo Dios! No hemos sido

capaces en mil años de extirpar el tráfico de estupefacientes, y

habla usted de legislación contra un artilugio que permite observar al

prójimo a su antojo y en cualquier momento y que puede ser

construido en un taller casero…

—No publicaré nada —afirmó con súbito impulso Foster.

—Ninguno de nosotros hablará —asintió casi entre sollozos

Potterley—. Siento mucho…

Nimmo intervino a su vez:

—Ha dicho que no me había observado por el cronoscopio,

Araman.

—No me dio tiempo —respondió Araman en tono cansino—. Las

cosas no se mueven a mayor velocidad en el cronoscopio que en la

vida real. No se puede acelerar como una película. Pasamos

veinticuatro horas enteras intentando captar los incidentes más

importantes de los seis últimos meses en que intervinieron Potterley

y Foster. No quedó tiempo para más. De todas formas, fue bastante.

—No, no lo fue —repuso Nimmo.

—¿A qué se refiere? —prorrumpió Araman con súbita e infinita

alarma en su voz.

—Ya le conté que mi sobrino Jonas me llamó para decirme que

había depositado una importante información en la caja de

seguridad de un Banco. Actuó como si se encontrara en un apuro.

Es mi sobrino, y yo tenía que sacarle del atolladero. Me llevó cierto

tiempo. Luego vine aquí para decirle lo que había hecho. También a

usted le comuniqué que antes de venir había dispuesto unas

cuantas cosas… Sí, se lo dije después que su esbirro me aporreara.

—¿Qué? ¿Qué dispuso usted? ¡Por todos los cielos…!

—Algo muy sencillo. Envié los detalles del cronoscopio portátil a

una media docena de mis fuentes regulares de publicidad.

No se pronunció una palabra. Ni un sonido. Ni una respiración.

Todos los presentes se hallaban más allá de cualquier

demostración.

—¡No me mire de esa manera! —se indignó Nimmo—. ¿No

comprende mi punto de vista? Me corresponden los derechos de

divulgación. Jonas lo admitirá. Sabía que a él no se le permitiría

publicar su descubrimiento científicamente por ningún camino legal.

Yo estaba seguro que él planeaba hacerlo por vía ilegal y que por

esa razón había depositado sus papeles en la caja de seguridad.

Pensé que, si me adelantaba a exponer los detalles, toda la

responsabilidad recaería sobre mí. Su carrera quedaría a salvo. Y si

a mí me privaban en consecuencia de mi licencia de escritor

científico, mi exclusiva sobre los datos cronográficos bastaría para el

resto de mi vida. Jonas se pondría furioso, ya lo esperaba, pero le

explicaría el motivo y nos repartiríamos los beneficios al cincuenta

por ciento… ¡No me mire de ese modo, caramba! ¿Cómo iba yo a

saber…?

—Nadie sabía nada —repuso Araman con amargura—, pero

todos ustedes dieron por supuesto que el gobierno era

estúpidamente burocrático, indigno, tiránico, dado a prohibir la

investigación para mandarla al diablo. No se les ocurrió a ninguno

que intentábamos proteger a la Humanidad en la medida de

nuestras fuerzas.

—Deje de hablar de generalidades —gimió Potterley—. Que nos

dé los nombres de las personas a quienes comunicó…

—Demasiado tarde —le interrumpió Nimmo, encogiéndose de

hombros—. Ya ha pasado el tiempo suficiente para que la noticia se

difundiera. Mis corresponsales se habrán puesto en contacto con

buen número de físicos para comprobar mis datos antes de seguir

adelante, y ellos se transmitirán las noticias. Y una vez que los

científicos encajen los neutrinos con los campos seudo gravitatorios,

el cronoscopio casero es cosa hecha. Antes que transcurra la

semana, al menos cinco mil personas sabrán construir un pequeño

cronoscopio. ¿Y cómo detenerlos a todos? —Sus mofletudas

mejillas cedieron—. Supongo que no habrá ningún medio de

devolver la efímera nube al interior de la linda y reluciente esfera de

uranio…

Araman se puso en pie, dirigiéndose al profesor:

—Se hará todo lo posible, Potterley, pero convengo con Nimmo

en que es demasiado tarde. No sé qué clase de mundo tendremos

de ahora en adelante. No puedo decirlo. En todo caso, es seguro

que el mundo que conocimos ha quedado destruido por completo.

Hasta ahora, toda costumbre, todo hábito, hasta el más minúsculo

sistema de vida tenía garantizada cierta reserva, cierto

aislamiento… Todo eso se ha desvanecido.

Y saludando a cada uno de los presentes de manera

ceremoniosa, añadió:

—Han creado entre los tres un nuevo mundo. Les felicito,

caballeros. ¡Que el cuerno de la abundancia se derrame sobre sus

cabezas, la mía y la de todos…! ¡Y que cada uno de ustedes vaya a

asarse en el infierno para siempre! Se levanta el arresto.__

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