George R. Martin-Ni Las Llamas Multicolor de Un Anillo Estelar





NI LAS LLAMAS MULTICOLOR

DE UN ANILLO ESTELAR

 

 

 

Detrás del cristal, la tormenta de fuego ardía.

La vista llenaba un muro entero de la sala de monitoreo como un

tapiz flameante en perpetuo movimiento, un patrón fluido de luz

líquida de todos los colores y formas. Enormes remolinos de oro

derretido reptaban con la sinuosidad de las serpientes. Lanzas

naranjas y escarlatas cruzaban a toda prisa, y luego se esfumaban.

Centellas de un azul verdoso retumbaban contra la ventana como

gotas de lluvia, volutas de humo ámbar ascendían en espiral, y

destellos de blanco puro dejaban una impresión persistente en los

ojos de los espectadores.

Bailaban, se desplazaban, cambiaban: todos los colores del

espacionulo entonaban una canción aleatoria y silente. O al menos

los presentes creían que era aleatoria, durante cinco largos meses

estándar, el vórtice había convertido el vacío de Nada, y las

computadoras seguían sin registrar una sola repetición.

Adentro, en la gran sala iluminada por el reflejo de la vorágine,

había cinco supervisores sentados frente a sus consolas, de cara a

la ventana, para vigilar el vórtice. Cada consola era un laberinto de

diminutos focos y botones iluminados, y en el centro de cada una

había cuatro pantallas de lectura en donde los números eran

perseguidos por interminables y delgadas líneas rojas que formaban

gráficas. También había un pequeño cronómetro digital en donde los

cientos de segundos se acumulaban sin tregua sobre los cinco

meses ya registrados.

Los supervisores cambiaban de turno cada ocho horas. Esta vez

había tres mujeres y dos hombres en servicio. Los cinco técnicos

usaban batas color azul celeste y gafas protectoras polarizadas.

Pero con el paso de los meses se habían vuelto descuidados; sólo

Trotter, quien ocupaba la consola central, traía las gafas puestas. El

resto las traía levantadas sobre la frente o enredadas en el cabello.

Detrás de los supervisores había dos consolas de control con

forma de herradura y un muro de bancos computacionales. Al

Swiderski, un rubio grande con quijada prominente y bata de

laboratorio blanca, atendía las computadoras. Jennifer Gray estaba

sentada en una de las sillas de control. La otra consola estaba

vacía, pero eso no era relevante. En ese momento sólo eran

asientos, pues todo corría de modo automático y los motores del

espacionulo del Anillo Estelar de Nada ardían en furia constante.

Swiderski, con un puñado de hojas impresas en la mano, se

dirigió hacia donde estaba Jennifer haciendo anotaciones en un

portapapeles.

—Creo que nos acercamos al punto crítico —señaló él con voz

contundente.

Jennifer levantó la mirada con gesto profesional. Era una mujer

hermosa, alta y delgada, con ojos verdes brillantes y cabellera lacia

y pelirroja. Traía puesta una sobria bata blanca y un anillo de oro.

—Si no me fallan los cálculos —le dijo a Swiderski mientras

agitaba la cabeza—, faltan unas ocho horas. Entonces podremos

apagar los motores y ver los resultados.

Swiderski se asomó para ver la vorágine ardiente.

—Cinco capas de duraleación transparente —dijo en voz baja—.

Cuatro amortiguadores de aire refrigerado y una capa triple de

cristal. Y aun así la ventana interna se siente caliente al contacto,

Jennifer —bajó la mirada—. Me pregunto qué encontraremos.

Continuaron la vigilancia.

A un par de kilómetros por debajo del anillo, en otra plataforma,

Kerin daVittio entró solo a la antigua sala de control. Los demás rara

vez la visitaban. La estancia era sólo para él. Alguna vez, muchos

años atrás, fue el centro neurálgico del Anillo Estelar de Nada;

desde ahí, un solo hombre tenía al alcance de las manos los

increíbles poderes de mil motores del espacionulo. Desde ahí, podía

activar el vórtice y verlo girar. Pero ya no más. El Anillo Estelar de

Nada llevaba casi seis años abandonado, y cuando Jennifer y su

equipo llegaron, descubrieron que la antigua sala de control era

demasiado pequeña para sus fines. Así que la olvidaron. Ahora los

motores respondían a las consolas gemelas de la sala de monitoreo.

El cuarto de control pertenecía a Kerin, a sus mecanoarañas y a los

fantasmas de su anillo ensombrecido.

La habitación era un cubo diminuto, blanco e inmaculado. Tenía

como centro la familiar consola en forma de herradura. Kerin se

sentó en ella, rodeado de controles y con una expresión reflexiva en

el rostro. Era un hombre enjuto y de baja estatura que tenía una

maraña de cabello negro y ojos oscuros, inquietos; por lo regular era

apasionado, pero también distraído. Hacía mucho que había

cambiado la bata azul de técnico por ropa común, y en esta ocasión

traía pantalones negros y una camiseta carmesí de cuello en V.

Sus manos expertas recorrieron los controles, y las paredes se

derritieron a su alrededor.

Kerin se encontró en el exterior, rodeado de oscuridad y con el

anillo estelar a sus pies. La proyección holográfica le proporcionaba

una vista del anillo y del vórtice que la ventana de la sala de

monitoreo era incapaz de igualar. En la sala sólo estaban él y la

consola, flotando en el vacío varios kilómetros por encima de la

acción. La sección del anillo en donde estaba la sala de control

descansaba a sus anchas bajo sus pies; el resto se alejaba en

ambas direcciones y formaba un semicírculo que iba adelgazándose

conforme se alejaba y se alejaba y se alejaba, antes de volver a

cerrarse sobre sí mismo en la opaca distancia. El Anillo Estelar de

Nada era un círculo plateado de varios cientos de kilómetros de

diámetro, construido según las especificaciones estándar.

Al interior del anillo, limitado por los amortiguadores y la

armadura, y propulsado por la furiosa potencia de mil reactores de

fusión, el vórtice del espacionulo se encendía en toda su

desmesurada gloria. Era la vorágine multicolor que le concedía las

estrellas a la humanidad.

Kerin la miró por un instante, hasta que la luz comenzó a

lastimarle los ojos. Luego bajó la vista a la consola. La curva de la

herradura que tenía justo enfrente estaba del todo oscura; sus

dedos se movían impacientes sobre los interruptores desactivados

que alguna vez controlaron el vórtice. Pero los interruptores de

ambos costados seguían emitiendo un ligero brillo; a la izquierda

estaban los holocontroles; a la derecha, los mandos de la

mecanoaraña. Cúmulos y cúmulos de botones emitían una pálida

luz verde. Swiderski dijo que no había razón para moverlos, así que

la antigua sala de control seguía viva a medias, y Kerin trabajaba a

solas en ella.

La mano izquierda alcanzó los controles, y los hologramas

comenzaron a girar a su alrededor; ahora estaba a casi cincuenta

kilómetros del anillo y recibía datos visuales de otra serie de

proyectores. La vista era casi igual; la tormenta de fuego de cinco

meses de edad seguía girando a sus pies. Pero éste era el punto

problemático.

Kerin giró hacia la derecha y pasó la mano por los otros

interruptores. Debajo de él se abrió un panel en la superficie del

anillo estelar, del cual surgió una mecanoaraña.

De hecho, se asemejaba mucho a una araña: tenía ocho patas,

un cuerpo metálico regordete de duraleación brillante que reflejaba

mechones de colores del vórtice en los flancos con su habitual

avance escurridizo. Usó sus ocho patas para correr por el anillo

estelar hacia donde Kerin había encontrado el problema.

Una vez ahí, la mecanoaraña abrió otro panel y lo conectó a sus

ojos arácnidos. Los hologramas se fracturaron y la ilusión de estar

en el exterior se esfumó. La mecanoaraña tenía montones de ojos,

sobre todo en el vientre. Estaba detenida sobre la apertura del

anillo, con cuatro patas adentro, mientras las otras cuatro patas se

aferraban a los costados del panel, y todos sus ojos se enfocaban

en el motor defectuoso. El muro que Kerin tenía enfrente le

presentaba la información visual: rango normal, infrarrojo,

ultravioleta. El muro que estaba a su derecha medía la radiactividad

con vista de rayos X, y el de la izquierda imprimía los últimos datos

que la computadora recibía de los monitores de ese motor

específico.

Con cuatro manos a la obra, las cosas avanzaban con rapidez.

Kerin apagó el motor por un instante, rastreó el origen del problema,

quitó una pieza y la remplazó con otra que provenía de una cavidad

de almacenaje de la mecanoaraña. Luego sacó las patas metálicas

del agujero y se reclinó en su asiento. El panel volvió a cerrarse.

Kerin dejó de lado los ojos arácnidos y volvió a los hologramas.

La mecanoaraña se quedó quieta y el vórtice ardió. Kerin los

miraba sin verlos realmente. Su mano se movió hacia la izquierda, y

de nuevo se movieron los hologramas. No había forma de que

mirara el fuego giratorio; se quedó con la mirada perdida en el

horizonte, más allá del círculo que formaba el anillo.

La infinita oscuridad vacía de Nada.

Como de costumbre, al dar media vuelta, pensó por un segundo

que se estaba quedando ciego. Pero luego sus ojos se ajustaron y

pudo ver la consola vagamente. Y eso fue todo. Se reclinó en su

silla, asentó las botas encima de la consola y suspiró, lo recorrió un

temor familiar. Y asombro.

Miró el vacío con nostalgia. Había visto hologramas de otra

docena de anillos estelares, pero éste era muy particular. Cerbero,

el primer anillo, flotaba a casi diez millones de kilómetros de Plutón,

rodeado de un mar de estrellas. Tal vez eran pequeñas y lejanas y

frías, pero eran estrellas. Evidenciaban que Cerbero y sus hombres

estaban a salvo dentro del sistema local y la cordura reconfortante

del universo conocido. Lo mismo ocurría en Puerta Negra, que

estaba a la deriva en un punto de Lagrange detrás de Júpiter. Y en

Vulcano, que ardía oscuro y frágil a la sombra del sol.

Del otro lado de Cerbero giraba otro anillo, rodeado de estrellas

extrañas, pero aun así acogedor. ¿Qué más daba si las estrellas no

eran las de la historia humana? ¿A quién le importaba en qué

galaxia pudieran estar? Cerca estaba Segunda Oportunidad, un

planeta cálido y verde, iluminado por un sol amarillo brillante, en el

que había gente y ciudades en expansión.

¿Y Vulcano? ¿Qué con Vulcano? Se abría a un infierno; sí, su

vórtice infernal era la puerta de entrada al interior de una estrella.

Pero eso también le parecía comprensible a Kerin.

Puerta Negra era el más aterrador; entrar en él implicaba llegar

al profundo abismo entre galaxias. No había una sola estrella, ni

planetas aledaños. Sólo espirales distantes, muy alejadas, en

configuraciones del todo desconocidas para el ser humano. Por

fortuna, había un segundo agujero en torno al cual construyeran un

segundo anillo estelar que llevaba al exuberante y luminoso sistema

de Alba. Del otro lado del agujero que llevaba a Nada estaba el

reino más oscuro de todos. Ahí reinaba la negrura en su vacua

inmensidad. No había estrellas, ni planetas. No había luz que

atravesara ese vacío, ni materia que arruinara su perfección. Hasta

donde alcanzaba a ver el ser humano, hasta donde alcanzaban a

leer las máquinas, en todas las direcciones no había más que

ausencia, una oquedad infinita y silente, más aterradora que

cualquier cosa que Kerin hubiera experimentado.

Nada. Lo llamaron «El lugar más allá del universo».

Kerin, solo entre la tripulación de Nada, seguía utilizando la

antigua sala de control. Sólo Kerin tenía trabajo que requería ir al

exterior. Al principio casi no le importaba. Le permitía pasar tiempo a

solas para pensar y soñar y juguetear con los poemas que eran su

pasatiempo. Se había dedicado a estudiar Nada tal y como alguna

vez Jenny había estudiado las estrellas, en aquellos tiempos en la

Tierra. Pero algo lo había enganchado y ya no podía parar. Estaba

obsesionado, poseído, tenía que tomarse un tiempo después de

cada trabajo.

Como la flama y la polilla, así eran Kerin y la oscuridad. A veces

era como la ceguera. Kerin se convencía a sí mismo de que estaba

sentado en una habitación a oscuras y que había paredes a unos

cuantos centímetros de él. Casi podía sentirlas. Sabía que estaban

ahí.

Pero en otras ocasiones el vacío se abría frente a él. Entonces

era capaz de ver y sentir la profundidad de la oscuridad, el frío

apretón del infinito; y sabía, sabía bien, que si se alejaba del anillo

estelar caería para siempre a través del espacio vacío.

Y había incluso otras ocasiones en las que sus ojos le jugaban

malas pasadas. En momentos como esos veía estrellas, o quizá un

tenue destello de luz. ¿Sería el universo expandiéndose hacia ellos?

A veces las formas pesadillescas combatían en el lienzo de la

noche. A veces Jennifer bailaba en él, delgada y seductora.

Durante cinco largos meses habían vivido en Nada, en un lugar

donde la única realidad eran ellos. Pero los demás, que miraban

hacia el interior de las flamas, vivían incólumes.

Kerin, en cambio, era el poeta desplazado que luchaba solo

contra la oscuridad primitiva.

¿Dónde estaban?

En la nada.

Pero ¿dónde está eso?

Nadie lo sabe a ciencia cierta.

Kerin reflexionó seriamente sobre esa pregunta en los primeros

días que pasó en el anillo. Y antes de eso, durante los meses de

preparación y el largo viaje a Nada. Sabía tanto como cualquier

simple mortal sobre Nada y los anillos estelares. Pero entonces leyó

mucho más, y Jenny y él se desvelaron más de una noche

conversando al respecto en la cama.

De ella obtenía la mayoría de las respuestas. Kerin no era

estúpido, pero sus intereses eran otros. Él era el poeta de la pareja;

el humanista, el amante, el filósofo de bar, originario de la

infraciudad y criado en un mundo de beisbol callejero, aceras

automatizadas y carreras de elevador. Jenny era la científica, la

práctica, nacida en una comuna agrícola religiosa y criada para ser

una adulta seria. Jenny encontró en Kerin su inocencia perdida.

Eran del todo distintos, pero cada uno le aportaba cierta solidez a la

relación.

Kerin le enseñó poesía, literatura y amor. Ella le enseñó ciencia y

le dio los anillos estelares que de otro modo él jamás habría tomado.

Ella contestaba sus preguntas, pero ahora ni ella ni nadie tenía

las respuestas. En su recuerdo, todas las conversaciones y lecturas

y sesiones de estudio se habían fusionado en una sola conversación

borrosa con Jenny.

—Depende de qué sean los anillos estelares —dijo ella.

—Portales del espacio, ¿no?

—Ésa es la teoría aceptada, la más popular, pero no es un

hecho irrefutable aún. Digamos que es la teoría de la curvatura

espacial, la cual sostiene que el universo está distorsionado, que la

urdimbre del continuo espaciotemporal tiene huecos, lugares por los

que se puede pasar para llegar a otro lado. Agujeros negros, por

ejemplo…

—¿Los supuestos anillos estelares naturales? —la interrumpió.

—Eso dice la teoría. Si pudiéramos llegar a un agujero negro, lo

sabríamos. Pero no podemos, al menos no sin naves que alcancen

la velocidad de la luz. Por fortuna, no es indispensable.

Encontramos otra clase de distorsión: las anomalías del

espacionulo. Descubrieron por accidente un punto a casi diez

millones de kilómetros de Plutón en donde, de la nada, surgían

gotas de materia en medio del espacio. Luego descubrieron que,

con suficiente energía, podían ensanchar temporalmente ese hueco

para dejar pasar una nave. Ésa fue la innovación, de ahí que

Cerbero haya sido el primero de los anillos estelares. Atravesamos

el vórtice del espacionulo y llegamos a las profundidades de otro

sistema, cerca de Segunda Oportunidad, de acuerdo; pero ¿dónde

estaba Segunda Oportunidad en relación con la Tierra? Al principio

los astrónomos suponían que estaba en algún lugar de nuestra

galaxia, pero ya no están tan seguros. Las estrellas que cubren el

cielo en Segunda Oportunidad son completamente desconocidas, y

no es posible descifrar la configuración completa. Entonces

parecería que esa distorsión en el espacio, si es que eso es, nos

llevó muy, muy lejos.

—No suenas convencida.

—No lo estoy. El descubrimiento del agujero a Nada hace

veintitantos años le dio una sacudida a la teoría de la curvatura

espacial. Si simplemente saltamos a otra parte del espacio cuando

atravesamos un anillo estelar, entonces ¿dónde está Nada? La

única respuesta plausible que ha sido propuesta es la Hipótesis de

Whitfield, según él, Nada está más allá del universo en expansión,

en un punto en el continuo espaciotemporal tan alejado de todo lo

demás que ni siquiera la luz del Big Bang ha llegado hasta ahí. El

único problema con eso es que difiere de la creencia establecida de

que la materia define el espacio. Si Whitfield está en lo correcto,

entonces el espacio puede existir sin materia, como en un universo

previo a la creación hecho de sólido vacío infinito; o, por el contrario,

Nada nunca existió hasta que el primer sensor atravesó el vórtice y

lo creó.

—Es un disparate —dijo Kerin—. ¿Tiene razón?

Ella rio.

—¿Crees que yo tengo la respuesta a esa pregunta? La teoría

de la curvatura espacial, modificada por la Hipótesis de Whitfield,

sigue siendo aceptada por la gran mayoría de los estudiosos del

espacionulo. Pero hay al menos dos contendientes más.

—¿Como cuáles?

—Como la teoría del universo alterno. Si la aceptas, obtienes un

paisaje cósmico en donde los anillos estelares son portales entre

realidades alternas que ocupan el mismo espacio. La historia en

cada realidad es distinta, la geografía estelar cambia y hasta las

leyes naturales pueden variar.

—Hmmm —respondió Kerin—. Ya veo. Entonces Nada sería una

realidad donde la creación no ha ocurrido, un universo

completamente carente de materia o energía… hasta que entramos

en él.

—Correcto. Sólo que la mayoría desacredita esa teoría en la

actualidad, excepto los místicos. Hemos inaugurado al menos una

docena de anillos estelares y, hasta el momento, no hemos hallado

Tierras alternas ni la más mínima modificación a la velocidad de la

luz. Salvo por Nada, todos estos continuos consecutivos se parecen

bastante al nuestro. La teoría del viaje en el tiempo es la más seria y

ha recibido una buena cantidad de apoyo. Sus adeptos afirman que

los anillos estelares nos mandan al pasado o al futuro, a periodos en

donde diferentes estrellas ocupaban el mismo espacio cósmico que

ahora ocupan el Sol, los sistemas coloniales y demás.

—En ese caso, las naves que van a Nada llegarían mucho antes

del Big Bang o mucho después, luego de que el universo haya

implotado —reflexionó Kerin.

—Si acaso implota —contestó Jenny con una sonrisa—. Ya

tampoco están tan seguros de eso. Debes mantenerte al corriente

con las teorías más recientes, corazón. Aunque el instinto no te falla.

Claro que la hipótesis es mucho más compleja en realidad, pues

debe tomar en cuenta el hecho de que las anomalías del

espacionulo siguen existiendo en relación con el sistema solar,

aunque el Sol y la galaxia y el universo estén en movimiento. Foster

modificó la teoría original de viaje en el tiempo al postular que el

vórtice del espacionulo traslada las naves tanto en el tiempo como

en el espacio, y hoy en día la suscriben la mayoría de los científicos

que no coinciden con la teoría de la curvatura espacial.

—¿Y tú?

Jenny se encogió de hombros.

—No lo sé. Cuando descubrieron Nada y la atravesaron para

construir un anillo de este lado, creyeron que encontrarían la

respuesta. Nada era un lugar muy singular. Creían que, si lo

descifraban, descifrarían los anillos estelares y quizá el cosmos. Lo

intentaron durante mucho tiempo. El Anillo Estelar de Nada solía ser

una base de investigación permanente, hasta que al final la

abandonaron. Los sensores robóticos que enviaron en cincuenta

direcciones distintas hace dos décadas siguen enviando datos, y

son siempre los mismos: la nada interminable. Vacío absoluto. No

hay mucho que pueda hacerse con esa clase de hallazgos.

—No —dijo él, pensativo.

—En fin, no importa. Dejaré que alguien más descifre Nada. Mi

investigación tiene un impulso más práctico.

Kerin estaba ahí por Jenny.

Claro que tenía una responsabilidad, y era muy importante. En

los otros anillos estelares rara vez eran necesarias las

mecanoarañas, pero el experimento en Nada ejercía una presión sin

precedentes en los motores del espacionulo. Kerin se encargaba de

ellas, aunque otros podrían haberlo hecho también. Fue Jennifer

quien le consiguió el trabajo, a pesar de las protestas de Swiderski;

y fue por Jennifer que Kerin lo aceptó.

Compartían un camarote grande con una falsa ventana a los pies

de su cama. Del otro lado de la ventana se proyectaba un

holograma reconfortante de las estrellas de casa. En los otros muros

había libreros. Los de ella contenían textos extraños sobre el

espacionulo, en su mayoría repletos de cuestiones matemáticas; los

de él, libros de poesía y ficción, igualmente extraños. Por las

noches, encendían una luz tenue en la habitación y conversaban

durante horas en la calma posterior al trabajo.

—Es curioso —le dijo él durante su primera semana, mientras

ella yacía cálidamente junto a él, con la cabeza apoyada en su

pecho—. No sé por qué me resulta tan fascinante, pero es así.

Tengo que escribir un poema al respecto, Jenny. Tengo que lograr

que alguien más sienta lo que yo siento al estar allá afuera. ¿Me

entiendes? En verdad, es el símbolo máximo de la muerte, ¿sabes?

Jenny lo besó.

—Hmm —murmuró con voz somnolienta—. No sabría decirlo.

Aunque lo he pensado mucho. Supongo que sí. Todo depende del

cristal con que se mire —se rio—. Pero, cuando esto todavía era

una estación de investigación, a más de uno se le aflojaron los

tornillos. Este lugar le provoca algo a la gente, o al menos a algunas

personas; a otros no les afecta en nada. Al, por ejemplo, dice que es

un montón de nada.

Kerin soltó un resoplido. Swiderski y él no se simpatizaron desde

el instante en el que se conocieron. —Claro que diría eso. Él se

queda en la sala de monitoreo e ignora la totalidad del asunto.

—Él también te aprecia. El otro día me dijo que soy una teórica

brillante, pero que mi gusto en hombres es aborrecible —Jenny se

rio. Kerin se contuvo por un instante, aunque terminó uniéndosele.

Pero las cosas cambiaron.

—Kerin —le dijo Jenny dos meses después, y él le contestó con

una mirada inquisitiva—. Has estado muy callado últimamente.

¿Algo anda mal?

—No lo sé —dijo él. Se pasó los dedos por el cabello con cierta

pereza mientras miraba el techo.

—Anda, dime —insistió.

—Es difícil ponerlo en palabras —dijo Kerin, y luego se rio—. Tal

vez por eso no puedo escribir poemas al respecto —hubo un

silencio—. ¿Recuerdas aquella vez, cuando estábamos en la

universidad, que hicimos un picnic en la reserva forestal?

Jenny asintió.

—Ajá —contestó, desconcertada.

—¿Recuerdas de lo que hablamos?

Jenny titubeó.

—No realmente. ¿Del amor? Solíamos hablar mucho sobre el

amor. Era la época en la que nos conocimos —sonrió—. No, espera.

Ya me acordé. Fue el día que intenté convertirte con todo ese

asunto de la manzana.

—Sí —dijo Kerin—. Según tú, sólo Dios podía crear una

manzana. Y, de algún modo, la existencia de las manzanas probaba

la existencia de Dios. Nunca entendí del todo ese argumento, debo

confesar. Ni siquiera me gustaban las manzanas.

Jenny sonrió y le dio un beso.

—Lo recuerdo. Esa noche me arrastraste a la pizzería de la

infraciudad que te encantaba. Llevábamos media pizza de

pepperoni grande cuando exclamaste que si Dios realmente hubiera

existido, y hubiera tenido un poco de consideración, habría hecho

que la pizza se diera en los árboles, en lugar de las manzanas. Debí

haberme enojado, pero fue graciosísimo.

—Supongo —dijo él—. Pero lo decía en serio. Las manzanas

nunca me maravillaron. El ser humano es capaz de hacer cosas

mejores. En realidad, si lo pienso bien, nada nunca me ha

maravillado. Nunca me tragué la creencia en tu dios, y lo sabes,

Jenny. Pero tenía otra cosa.

—Debí haber señalado las estrellas —dijo Jenny—. Son mucho

más impresionantes que una vil manzana.

—Sin duda. Pero te habría argumentado los anillos estelares.

Son obra de la humanidad, son hermosos y muy poderosos. Y

piensa en su significado. El ser humano ha logrado dominar hasta

los vastos golfos entre los soles.

Se quedó callado, y Jenny se acurrucó a su lado, sin romper el

encanto. Después de un rato, Kerin continuó con voz lenta y seria.

—Nada es otra cosa, Jenny. Por primera vez, me he topado con

algo que no puedo aprehender. No lo entiendo, no me agrada y no

me gusta lo que me hace pensar. Cada vez que hago una revisión o

una reparación, termino mirándola y me estremezco.

Había algo demasiado raro su tono de voz.

—¿Kerin? —preguntó Jenny con cierta inquietud.

Al percibir su preocupación, se volteó hacia ella y sonrió.

—Bueno —dijo—, creo que me estoy poniendo demasiado serio.

Eso pasa cuando lees demasiado Matthew Arnold. Olvídalo, no me

hagas caso —le dio un beso.

Pero él no lo olvidó.

Conforme pasó el tiempo, se fue volviendo más y más sombrío.

Sus deberes lo mantenían alejado de Jennifer mientras trabajaban,

y parecía querer evitar a la gente cada vez más durante los

descansos. Incluso en la cafetería se mostraba demasiado solemne,

preocupado, e incomodaba al resto del equipo. Algunos de los otros

comenzaron a evitarlo, pero Kerin no parecía darse cuenta.

Una noche dijo sentirse indispuesto. Jennifer lo encontró

tumbado en la cama, con la mirada clavada de nuevo en el techo.

Se sentó a su lado.

—Tenemos que hablar, Kerin. No te entiendo. Has estado muy

mórbido últimamente. ¿Qué está pasando?

Kerin suspiró.

—Sí —hizo una pausa—. Hoy fui a la cuarta plataforma y

encontré la vieja sala de sensores.

Jennifer no dijo nada.

—Sigue ahí —continuó él—. Sigue funcionando después de seis

años. Las luces estaban apagadas y había una ligera capa de polvo

acumulado. Y fantasmas. Podía escuchar mis propios pasos y algo

más, algo así como un ligero gemido que provenía de las consolas

de control. Observé las pantallas de lectura durante largo rato. Son

todas iguales, con líneas azules y rectas que avanzan lentamente

por la pantalla negra. Nada, Jenny. No han encontrado nada. Llevan

veinte años acelerando de forma constante para acercarse a la

velocidad de la luz, y siguen sin encontrar una sola partícula, un

átomo, un rayo de luz. Entonces creí entender qué era el gemido:

los robots están llorando, Jenny. Llevan veinte años cayendo en

medio de la noche, y la única isla de luz y sonido y sanidad ha

quedado muy, muy atrás, perdida en el vacío. Es excesivo, hasta

para una máquina. Están solas, tienen miedo y lloran. La sala de

sensores está llena de susurros y sollozos. Con razón los

investigadores la abandonaron. La oscuridad los derrotó, Jenny.

Nada está fuera de toda comprensión humana —se estremeció.

—Kerin —dijo ella—, sólo son sensores. No tienen sentimientos.

—Y que lo digas —contestó él—. A diario trabajo con las

malditas mecanoarañas, y cada una es distinta. Son las máquinas

más volubles que he visto jamás. Nada también las está afectando.

Y para los sensores es mil veces peor. Así que sí, sólo son

máquinas. Pero éste no es su lugar —la miró a los ojos—. Ni

tampoco es el nuestro, Jenny. Al menos no por ahora. Ya lo será.

Todos los días lo observo, y lo sé. Lo que sea que tengamos, lo que

sea que creamos, da igual. Nada importa, salvo el vacío que está

allá afuera. Eso es real. Eso es eterno. Nosotros sólo existimos por

un breve e insignificante momento, y nada tiene sentido. Pero ya

llegará el momento en el que estemos allá afuera, sollozando en un

mar de noche interminable. Invictus es un juego de niños. No

podemos hacer una marca sobre él. No es un símbolo de la muerte,

Jenny. Fui un tonto al creerlo. Es la realidad, tal vez ya estamos

muertos y esto es el infierno.

No había nada que Jenny pudiera decir. No lo entendía.

Kerin flotaba muy por encima del anillo y examinaba su oscuro

dominio cuando el intercomunicador chirrió. El sonido lo sobresaltó,

pero le hizo esbozar una sonrisa. Se inclinó hacia el frente y abrió el

canal.

—Acabas de interrumpir el silencio del infinito con tu llamado —

dijo.

—Siempre fui irreverente —contestó la voz de Jennifer—.

Suenas contento, Kerin.

—¿Qué te digo? Lo estoy intentando. Todos estamos

condenados y lo que hacemos es irrelevante, pero no por eso hay

que dejar de luchar —dijo de modo casual, con voz medio burlona.

Ya había renunciado a tomarlo con seriedad; Jenny y él habían

discutido el asunto hasta el cansancio, y su pesadumbre la había

orillado a pasar más y más tiempo con Swiderski.

—Estamos cerca, Kerin. Sube. Quiero que estés aquí cuando

suceda.

Kerin estiró los músculos tensos.

—De acuerdo —contestó—. Ahora subo. Pero no creas que seré

de mucha ayuda.

—Basta con que estés aquí —dijo Jenny.

Kerin se desconectó, devolvió la mecanoraña a su madriguera

con rapidez, intentando apresurarla con sus ansias, y luego

desapareció en la oscuridad con un chasquido de dedos. Una vez

de vuelta en la brillante sala de control blanca, se desató y se

abalanzó hacia la puerta corrediza. Luego atravesó el corredor hasta

la escalera que llevaba a la plataforma superior y se metió a un

transbordador que lo llevó a la sala de monitoreo.

Ahí estaban reunidos todos los habitantes de Nada para ver

bailar los colores. Estaban de guardia los del tercer turno, atentos a

las consolas de los monitores, inquietos, observando los segundos

que se acumulaban. Pero también estaban ahí los de los otros

turnos, merodeando la sala, con las manos en los bolsillos y las

batas azules desaliñadas. Era un momento que nadie quería

perderse.

Swiderski, quien estaba en una de las sillas de control, alzó la

mirada cuando Kerin entró a la sala.

—Ajá —exclamó—. ¡Nuestro oscuro filósofo vive! ¿A qué le

debemos este singular honor?

Jenny estaba en el segundo trono iluminado. Kerin se puso atrás

de ella y apoyó la mano en su hombro. Luego miró fijamente a

Swiderski.

—¿Sabes una cosa, Al? Tengo mecanoarañas más simpáticas

que tú.

Uno de los técnicos ahogó una carcajada.

—Silencio —ordenó Jennifer. Examinó su portapapeles e ignoró

el ceño fruncido de Swiderski. El resto mantuvo la mirada

impaciente clavada en la ventana.

En el exterior, sombras ardientes corrían de derecha a izquierda,

atrapadas en un flujo interminable. Amarillo, plateado, azul, carmesí,

naranja, verde, púrpura. Torrentes y lanzas, volutas y tendones,

gotas de fuego e inundaciones crepitantes. En el vacío sin aire y sin

estrellas, giraban y se enredaban y se mezclaban y daban vueltas.

Como de costumbre, la ventana bañaba la habitación de luces

cambiantes. Las llamas multicolor del anillo estelar titilaban frente a

los ojos de los espectadores.

—Cinco minutos —anunció Trotter en voz muy alta. Era un

hombre bajo y robusto que era jefe del equipo técnico, y estaba ahí

para oficiar, aunque no estaba en servicio.

—Gafas protectoras —dijo Jennifer de repente y alzó la mirada

—. Por si algo sale mal.

En toda la sala, uno por uno los espectadores se acomodaron

las gafas frente a los ojos, hasta que todas las miradas quedaron

ocultas. Todas salvo la de Kerin. Había olvidado sus gafas en algún

lugar de su camarote.

Una mujer baja de cabello castaño se deslizó hacia él y le ofreció

un par. Kerin intentó recordar su nombre, pero fracasó. Era una

técnica.

—Gracias —dijo y se puso las gafas.

La mujer se encogió de hombros.

—Por nada. Es un gran momento, ¿no?

Kerin volteó de nuevo hacia la ventana, en donde los colores

seguían mutando.

—Supongo.

La mujer se rehusó a irse.

—Ya casi no te vemos, Kerin. ¿Está todo bien?

—Sí, claro —contestó, pero su rostro permaneció sombrío.

—Dos minutos —anunció Trotter. Kerin guardó silencio, y su

mano apretó con más fuerza el hombro de Jenny. Ella volteó a verlo

y le sonrió. Y luego ambos miraron hacia la ventana.

Poco más de un año antes, Jenny había encontrado la clave.

Kerin compartió con ella ese momento, el comienzo, mientras ella

agitaba su desvencijado portapapeles frente al rostro de él y aullaba

de emoción. Ahora podía compartir con ella el final. A pesar de todo

lo que Kerin había dicho, esto aún tenía cierta importancia.

—Un minuto —sentenció Trotter. Y luego los segundos se fueron

desprendiendo uno por uno. La siguiente voz en alzarse fue la de

Jennifer. Tenía derecho. Ella lo había iniciado todo.

—Ahora —dijo, y arremetió contra los controles que tenía

enfrente.

Alrededor del anillo estelar, los motores del espacionulo se

apagaron.

Se hizo un silencio sepulcral en la sala de monitoreo, sólo

interrumpido por el susurro del aire que inhalaban. Los segundos se

prolongaron. Y luego, una ráfaga, una explosión. Risas, llanto,

papeles volando por doquier, técnicos abrazándose entre sí.

Del otro lado de la ventana, los colores seguían girando.

En menos de un instante, Swiderski apareció a un costado de

Jennifer con una gran sonrisa.

—¡Lo lograste! —dijo—. Lo logramos. El vórtice autosustentable.

Jenny se permitió esbozar una ligera sonrisa, aunque

permanecía inmune al alboroto que la rodeaba.

—Todavía no pasa un minuto —dijo con cautela—. El vórtice

todavía podría esfumarse. Antes de brindar, veamos cuánto tiempo

se mantiene sin los motores.

Swiderski agitó la cabeza y rio.

—Ay, Jenny. No importa. Un segundo basta. Es un enorme

descubrimiento. Ahora quizá hasta podamos generar vórtices en

cualquier lugar, sin necesidad de anomalías. ¡Piénsalo!, ¡cien anillos

estelares orbitando la Tierra!

Jennifer se puso de pie. Swiderski, quien seguía rezumando

entusiasmo, la tomó y la abrazó con fuerza. Ella aceptó el abrazo

con serenidad y se liberó tan pronto él la soltó.

—Todavía falta mucho camino, Al —dijo—. Tal vez no vivamos

para verlo. Sólo esperemos para asegurarnos de que todos mis

cálculos funcionen, ¿de acuerdo? Te toca el siguiente turno.

Miró de reojo a Kerin, quien le sonrió. Salieron de la sala de

monitoreo juntos, y, en el corredor, Jenny lo tomó de la mano.

Las anomalías no son portales, pues son demasiado pequeñas,

pero es posible abrirlas más. ¿El costo?, energía.

De ahí surgen los anillos estelares que se construyen alrededor

de los agujeros, donde mil motores de fusión proporcionan la brutal

cantidad de energía que se requiere. Si se activan, en el centro del

anillo una estrella colorida adquiere un brillo repentino. La estrella se

transforma en un disco de colores que giran y mutan. Luego el disco

se ensancha con cada parpadeo, y en segundos cubre el diámetro

del anillo con un vórtice del espacionulo, una vorágine espacial de

colores. Se mantiene viva con energía y es en sí misma una criatura

de potencia inconmensurable.

Los anillos estelares rasgan el núcleo y de pronto se esfuman,

para luego reaparecer en el lado contrario del agujero, en un sitio

muy, muy lejano.

Luego el controlador del anillo apaga los motores, y el vórtice

desaparece en un parpadeo, como una luz recién apagada.

Funciona. Pero ¿cómo?, ¿por qué?

La doctora Jennifer Gray, renombrada teórica del espacionulo,

hizo el primer gran avance en el campo. Obtuvo permiso para

realizar una serie de experimentos controlados en el Anillo Estelar

de Puerta Negra. El primer paso fue dejar el vórtice arder durante un

día entero; anteriormente, ningún vórtice había estado activo

durante más de una hora. Los costos en términos de combustible y

energía eran demasiado elevados.

En Puerta Negra, la doctora Gray descubrió que, de algún modo,

el vórtice gana energía. Sus mediciones fueron muy precisas. Los

motores vierten cierta cantidad de energía en el centro del anillo,

que basta para crear el vórtice y mantenerlo vivo; pero la energía del

vórtice mismo es superior a la que se le inyecta. Al principio es una

diferencia mínima, pero va en aumento a medida que gira el vórtice.

Luego vinieron las ecuaciones de Gray; según sus cálculos, si se

mantiene un anillo estelar encendido durante suficiente tiempo, el

vórtice se vuelve autosustentable. Entonces el anillo puede

convertirse en una fuente de poder, y no una fuga. Lo más

importante es que su trabajo aportaba un primer acercamiento real a

la naturaleza de los vórtices del espacionulo. Se esperaba que, con

el tiempo, fuera posible entender lo suficiente sobre los anillos

estelares como para construirlos en cualquier lugar del espacio.

Pero eso requería mayores investigaciones. Dado que Puerta

Negra era un portal con mucho tránsito, y dado que podía ser un

trabajo peligroso, el gobierno les concedió a la doctora Gray y a su

equipo acceso al Anillo Estelar de Nada, que se encontraba

abandonado.

Habían reservado una botella de vino especial para la ocasión.

La sacaron y la llevaron a su camarote. Kerin sirvió dos copas, y

juntos brindaron por las ecuaciones de Gray.

—Quisiera darle un puñetazo a Swiderksi en el hocico —dijo

Kern y se sentó en la cama. Luego, meditabundo, le dio un trago a

su vino.

Jenny sonrió.

—Al no es tan terrible. Y tú te ves mejor.

Kerin suspiró.

—Bueno, por eso es que no hemos discutido tanto últimamente

—asentó su copa en la mesa de noche, se puso de pie y agitó la

cabeza—. Tal vez ya me estoy resignando —dijo—. O quizá estoy

aprendiendo a disimularlo mejor. No lo sé.

—Pensé que mi triunfo te había puesto de buen humor.

—Me pregunto… —dijo en tono reflexivo. Atravesó la habitación

hacia la falsa ventana y miró fijamente el paisaje estelar—. Creo que

fue más por tu llamada repentina. No había pasado antes. Digo,

estaba en medio de la oscuridad infinita, y de pronto escuché un

chillido escandaloso —le dio un ligero golpe a la ventana con el

puño—. Es una mentira —dijo—. Sólo hay oscuridad y muerte,

Jenny, y no hay nada que podamos hacer para cambiarlo.

Excepto… —se volteó hacia ella—. ¿Excepto hacer ruido? No lo sé.

—Ay, Kerin. ¿Por qué dejas que te obsesione? Déjalo pasar.

Él agitó la cabeza agresivamente.

—No. Ésa no es la solución. Podemos evitar pensarlo, pero no

desaparecerá. No. Tengo que derrotarlo de algún modo, enfrentarlo

y derrotarlo. Sólo que no tengo nada con qué hacerlo. Ni siquiera el

vórtice ni los anillos estelares. Pero ese ruido… tampoco sirve del

todo, claro está, pero, pero…

Jenny sonrió.

—Al tiene razón al llamarte filósofo oscuro. De verdad no te

entiendo, amor. Me temo que en ese sentido soy como más

Swiderski. Para mí no es más que un montón de nada. Y bueno, a

veces siento destellos de lo que te inquieta, pero no es más que un

ejercicio intelectual. Para ti es mucho más que eso —dijo, y Kerin

asintió—. Desearía poder hacer más para ayudarte a descifrarlo.

Sea lo que sea.

—Tal vez puedas —intervino Kerin—. Tal vez sí puedas. Tengo

que pensarlo más —su mirada se perdió en el horizonte mientras se

frotaba la barbilla.

De repente chirrió el intercomunicador. Jenny se sacudió el

ensimismamiento, dejó la copa y estiró la mano para presionar el

botón.

—¿Sí?

Se escuchó la voz de Swiderski.

—Jennifer, sube de inmediato.

—¿Qué pasa? ¿Se está esfumando el vórtice? Del otro lado de

la habitación, Kerin se paralizó.

—No —contestó Swiderski—. Algo anda mal. No se está

esfumando, Jenny, está ganando energía que no proviene de ningún

lugar. Va más rápido que antes.

—No puede ser —dijo ella.

—Pues lo es.

En el exterior, las oleadas de llamas escarlatas aullaban en furioso

silencio.

Jenny se sentó en una de las consolas de control, se aferró a su

portapapeles como a un talismán y despejó la pantalla de la

computadora.

—Dame las cifras —le pidió a Ahmed, quien estaba en la

consola central.

Ahmed asintió, presionó un botón y las cifras de una de sus

pantallas de lectura se desplegaron con un parpadeo en una de las

pantallas de Jennifer. Ella las estudió en silencio, aunque cada tanto

alzaba la mirada para observar las llamaradas incontenibles. A sus

espaldas, Swiderski se mantenía cerca de las computadoras y se

rascaba la cabeza. Los monitores, con las gafas puestas, atendían

sus propias pantallas.

Los dedos de Jenny flotaban sobre la consola de forma tentativa

y cautelosa. Capturó una ecuación, hizo una pausa, se jaloneó el

cabello distraídamente. Luego asintió con firmeza y se puso manos

a la obra.

Cuarenta y cinco minutos después, volteó a ver a Swiderski.

—Las ecuaciones de Gray están mal —dijo con absoluta

seriedad—. Según mis predicciones, se suponía que el vórtice podía

mantenerse al menos durante cinco meses en los que los niveles de

energía irían disminuyendo gradualmente, hasta que fuera

necesario activar de nuevo los motores del espacionulo. Pero eso

no es lo que está ocurriendo.

—Debe haber un error en algún lado —empezó a decir

Swiderski.

Ella lo ignoró con un cabeceo impaciente.

—No. La ecuación en sí no sirve para nada. Cometí un error

esencial en algún lugar, malinterpreté un aspecto clave de la

naturaleza del vórtice. De otro modo, esto no estaría pasando.

—Eres demasiado severa contigo misma.

—Tendremos que empezar de cero. Vierte todos los monitores

en la computadora principal, Ahmed. No quiero que se me escape

nada —sus dedos corrieron sobre las teclas de la consola. El equipo

de monitoreo se puso a trabajar, sin dejar de intercambiar miradas

de desconcierto. Swiderski frunció el ceño y se sentó en el segundo

trono.

Recargado en el marco de la puerta estaba Kerin, en silencio,

con los brazos cruzados, observando la hoguera imparable. Sin que

nadie lo notara, se dio media vuelta y se fue.

Uno por uno, los demás fueron llegando a la sala de control. La

guardia cambiaba en silencio; quienes terminaban su turno se

quedaban en la sala de monitoreo, bebían café e intercambiaban

murmullos. Cada tanto, alguien se reía. Jennifer nunca alzaba la

mirada, pero Swiderski los fulminaba con los ojos.

Tras varias horas, se levantó, titubeó y se acercó a Jennifer.

—Deberías intentar dormir un poco —le dijo—. Llevas

demasiado tiempo despierta. Algo así como veintitantas horas

seguidas, ¿cierto?

Un destello de furia le recorrió el rostro.

—Igual que tú, Al. Esto no puede esperar.

Derrotado, regresó a su silla y volvió a concentrarse en sus

ecuaciones.

Pasaron más horas de espera silenciosa en la que las llamas

aullaban a unos cuantos metros de distancia.

Finalmente, Jennifer se reclinó en su asiento, con el ceño

fruncido. Sus largos dedos tamborileaban sobre la consola. Miró

hacia el monitor central, donde Sandy Lindagan había reemplazado

a Ahmed.

—Llama a Trotter —le dijo—. Dile que despierte a los que estén

fuera de servicio —miró a su alrededor—. Los que no están aquí, al

menos.

Lindagan la miró inquisitivamente, se encogió de hombros y

obedeció.

—¿Qué haces? —le preguntó Swiderski.

—Vacía tus pantallas —contestó Jennifer—. Haz que la

computadora grafique la tasa de incremento previo a la desconexión

de los motores.

Swiderski lo hizo. Una línea roja marcaba una curva de lento

ascenso que atravesaba la consola entera. Hacía meses que

conocían la tasa de incremento.

—¿Y? —preguntó Swiderski.

—Ahora deja que llene los monitores. Grafica el incremento

desde que alcanzamos el punto S.

Swiderski apretó algunos botones más y se mordió el labio.

Vació la pantalla y lo hizo de nuevo. La respuesta era la misma. La

línea se disparaba. Debajo, una fila de cifras relataba la historia.

—No es sólo un aumento en la tasa aritmética de aumento de

energía —dijo.

—No —contestó Jennifer bruscamente—. Es geométrico. El

punto S fue una especie de punto sin retorno. Por alguna razón se

produjo una reacción en cadena en el espacionulo.

Sandy Lindagan alzó la mirada, con el rostro pálido.

—Jennifer —dijo— ¿quieres que venga Trotter para…?

—Para que prepare la nave —completó Jennifer y se puso de pie

de un salto—. Tenemos que salir de aquí. Al, hazte cargo de esto.

Iré por Kerin —se dirigió hacia la puerta.

Uno de los monitores que no estaba de guardia se había ido

acercando a la ventana. La tocó ligeramente con la punta de los

dedos, aulló de dolor y dejó caer su taza de café.

Al mirarse los dedos, los tenía enrojecidos y quemados.

El camarote estaba vacío.

Jenny fue a la antigua sala de control. También estaba desierta.

Se quedó un instante en el cubículo blanco, desconcertada, ¿dónde

podía estar? Y entonces lo recordó.

Lo encontró en la parte clausurada del anillo, caminando

lentamente de un lado a otro en la penumbra polvosa de la sala de

sensores. Era la primera vez que ponía un pie ahí. La única luz

provenía del brillo de los botones de las consolas y de las líneas

rectas azules que se mostraban en las pantallas de lectura. Pero de

los paneles de los instrumentos surgía un ligero gemido fantasmal.

—¿Escuchas, Jenny? ¿Oyes a mis almas perdidas que sollozan

en la oscuridad?

—Debe ser un ligero desperfecto en alguna parte —contestó ella

mientras lo miraba ir y venir en las sombras. De golpe le contó lo

que había ocurrido, pero a la mitad se soltó a llorar.

Kerin se le acercó, la envolvió en sus brazos y la abrazó con

fuerza contra su pecho. Pero no dijo una palabra.

—Fracasé, Kerin —dijo Jenny, y dejó salir toda la desilusión y la

agonía que les había ocultado a los demás—. Todas mis

ecuaciones, la teoría entera…

—Todo está bien —le dijo él y le acarició el cabello. En ese

instante, contrario a sus impulsos, se estremeció—. ¿Qué sigue

ahora, Jenny? ¿Habrá un cortocircuito en el anillo o algo así? ¿Nos

quedaremos varados aquí?

Ella negó con la cabeza.

—No. Nos iremos de aquí tan pronto esté lista la nave. El vórtice

sobrecargará el anillo, pero no los motores. No, esos ni siquiera

están en el panorama. Lo que me preocupa son los amortiguadores

y la armadura. Ahora el vórtice es autosustentable y está

absorbiendo a toda prisa energía que sólo Dios sabe de dónde

viene. No sabemos cómo, pero está pasando. ¿Has visto lo que le

hace un vórtice a las naves desprotegidas, Kerin? Eso nos hará

pronto. Generará tanta potencia que el anillo estelar no podrá

contenerlo. Y entonces lo derretirá y será libre. Habrá una explosión,

Kerin, y un vórtice desbocado que se expandirá a la velocidad de la

luz mientras sigue generando más y más energía. Si tenemos

suerte, para entonces habremos atravesado el agujero y estaremos

a salvo del otro lado. No creo que rompa el continuo. O eso espero.

Se le quebró la voz, y entonces sólo quedó el gemido. Kerin

agitó la cabeza como para aclarar su mente. Y entonces rompió en

carcajadas sin control.

Como era de esperarse, fue el último en llegar a la nave.

Decidieron partir dentro de las primeras setenta y dos horas, a

pesar de las protestas de Swiderski.

—Si te equivocaste antes, Jenny —decía una y otra vez el

maldito rubio—, podrías equivocarte de nuevo. Además, revisé tus

cálculos. Los muros del anillo pueden contenerlo al menos una

semana más, como mínimo, y podríamos hacer observaciones

valiosas en ese tiempo. Y saldríamos antes de que el anillo

comenzara a derretirse.

Jennifer lo impugnó.

—No podemos arriesgarnos. Ya ha subido bastante la

temperatura. No vale la pena arriesgarse, Al. Nos vamos.

Una hora antes de la partida, Kerin desapareció.

Jennifer abordó un transbordador y fue a buscarlo. Revisó el

camarote que ya estaba vacío; las estrellas del holograma

iluminaban la cabina de metal desnudo. Fue a la vieja sala de

control, y descubrió que Kerin había estado ahí. La puerta se reflejó

en las lentes fracturadas de las gafas, pero la silla estaba vacía.

Entonces fue a la sala de sensores, pero tampoco lo encontró ahí.

Encendió el intercomunicador del transbordador y llamó al puerto del

anillo, donde la nave seguía a la espera. Le contestó Trotter.

—Aquí está —le respondió al instante—. Llegó corriendo como

diez segundos después de que saliste a buscarlo. Apresúrate.

Eso hizo.

La partida fue sumamente confusa. Jenny no encontró a Kerin

hasta que la nave se había desprendido del Anillo Estelar de Nada y

se alejaba del vacío bostezante antes de dar la vuelta y dirigirse

hacia el vórtice. Kerin estaba sentado en el vestíbulo principal de la

nave.

Las luces estaban apagadas cuando ella entró, pero el visor del

exterior que ocupaba todo un muro estaba encendido, y Kerin y

media docena más de personas observaban el espectáculo en

silencio. Frente a ellos, un infierno giratorio y multicolor aullaba en

medio de la oscuridad virginal. El anillo que contenía las llamas

parecía un diminuto aro de hilo plateado que se iba perdiendo en la

inmensa furia de las tormentas de fuego.

Jennifer se sentó a su lado.

—Mira —le dijo Kerin—. Mira esas ondulaciones. Y esas

protuberancias. Son como una cumulonimbus cargada de truenos y

lista para explotar. El vórtice siempre ha sido plano, Jenny, como

bidimensional, ¿sabes? Pero ya no. Cuando explote, lo hará en

todas direcciones —le tomó la mano, la estrujó y le sonrió—. Mis

pobres sensores estarán encantados. Después de veinte años de

oscuridad, la luz los perseguirá a toda prisa. Piénsalo, por fin habrá

algo en una infinidad de nada —Kerin la miró a los ojos sin dejar de

sonreír—. Rompiste la quietud de mi pequeña sala oscura con tu

llamada. Éste será un ruido mucho, mucho más grande en una

quietud mucho más inmensa.

El vórtice se acercaba más y más, e iba llenando la pantalla. La

nave del anillo iba acelerando para sumergirse en él.

—¿Adónde fuiste? —le preguntó Jennifer.

—A la sala de control —contestó Kerin, ya sin fantasmas en su

voz—. Saqué a dos de mis arañas de su madriguera.

—¿Pero para qué?

—Están sentadas en la sala de monitoreo, amor. Montadas

sobre las sillas de control, justo donde Al y tú solían sentarse. Las

conecté a la computadora con una orden cronometrada. Una hora

después de que estemos a salvo del otro lado del espacio, mis

arañas se inclinarán hacia delante y presionarán todos tus amados

botones y encenderán de nuevo los motores.

Jenny emitió un silbido.

—Para acelerar y potenciar la explosión. Si los niveles de

energía iban aumentando tan rápido, ¿para qué inyectarle aún más?

Kerin le estrujó la mano de nuevo.

—Para hacer un mayor escándalo, amor. Digamos que es un

gesto de generosidad. Cuánta energía crees que esté girando ahí

en este instante como una inmensa rueda de la fortuna, ¿eh?

—Muchísima. La explosión empezará con la fuerza de una

supernova. Ésa es la potencia que necesita para derretir el anillo.

—Hum, excepto que esta vez la explosión no se disipará,

¿cierto? Sólo continuará y continuará, y el vórtice se expandirá más

y más y más…

—Y más… Sí. Geométricamente.

La pantalla se llenó de vida con los colores del vórtice. Por un

instante, fue casi como estar de vuelta en la sala de monitoreo del

Anillo Estelar de Nada. Lenguas de fuego parecían acariciarlos, y

figuras azules y demoniacas pasaban frente a sus ojos dando

latigazos.

Entonces la nave se estremeció, y frente a ellos aparecieron de

nuevo las estrellas.

Jennifer sonrió.

—Qué soberbia la tuya —le dijo a Kerin.

Él le pasó el brazo por encima de los hombros.

—La nuestra. Tenemos derecho a sentirnos así, acabamos de

derrotar esa inmunda oscuridad. Sólo hay algo que hicimos mal.

Jenny parpadeó.

—¿Qué cosa?

—Pusimos manzanas en los árboles, en lugar de pizzas.

 

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