Mario Levrero-Gelatina
GELATINA
A Tola y Milka
La primera bocanada de humo me produjo náuseas. La boca llena de saliva,
busqué un lugar libre, sobre el piso, donde
aplastar el cigarrillo, y me levanté.
Hubo quejas, como siempre; no les presté atención. En el baño abrí la canilla,
salía apenas un hilo muy delgado de agua;
me mojé los ojos y traté de
enjuagarme la boca, pero seguí sintiendo mal gusto. Salí afuera.
El cielo iba aclarando. Hacía frío. Me abroché la campera; tenía pan y
chocolate en los bolsillos, mordisqueé unos trozos. Los labios me quedaron
sucios, por el chocolate. Los limpié con la manga, pero la sensación persistió.
Estuve un rato parado en la esquina. El almacén estaba cerrado, y los
postigos de madera no son malos para recostarse. Pensé que cuando se fueran
del parque podría dormitar, aunque me resulta difícil, al sol; de todos modos,
el parque nunca queda totalmente vacío, y prefiero que no me vean. Luego me
saqué de la cabeza la idea de dormir. «Más vale que no siga pensando» —me
dije—. «Mejor buscaré alguna cosa para hacer».
Anselmo ya estaba trabajando en ese agujero, le
sorprendió verme tan
temprano.
—Desperté solo, de golpe —le dije, y agregué que venía a ayudarlo. Me
alcanzó una palita no más grande que mi mano, sin hacer comentarios, pero
me observaba de reojo.
Estuvimos sacando tierra, en silencio, yo la ponía en un balde y cuando el
balde se llenaba él iba a vaciarlo. Salió el sol y empezó a hacer un calor
infernal, pensé en dejar de escarbar pero seguí trabajando un rato, por inercia,
y tenía miedo de aburrirme. Después le dije que me iba. Dijo que mañana
encontraríamos piedra, habría que usar el taladro, que me diera una vuelta. Le
dije que tal vez, sin comprometerme. Dijo que estaba
loco si pensaba cobrar
por esa miseria de tierra extraída y yo me reí y le dije que había sido un
placer, de todos modos me alcanzó un paquetito, algo envuelto en un grasoso
papel de estraza.
Cerca del mediodía fui a la explanada, no tanto por ver
a los ciegos sino por la
sombra, aunque son cómicos los ciegos, cómo caminan ayudándose y luego
se pelean; no había mucha gente mirando y después de un rato deprimen. Son
sucios y, en su mayoría, andan desnudos; los hombres
desnudos me dan asco.
Hay algunas mujeres, muy pocas, todas están vestidas y son muy flacas.
Un grupo empezó a pelearse por una mujer y me sentí mal y me fui a las
ruinas. Es un lugar que me encanta y siempre está vacío; salvo alguno que
otro, la gente no sabe apreciar las ruinas, y el lugar
es tan amplio que se puede
andar y andar sin ver a nadie, y como no tengo dinero
no es peligroso, pero
Ruth me dijo que hace días mataron a uno, y no fue por dinero.
Desaté el paquete y vi que era una milanesa
entre dos tajadas de pan, me
alegré de que Anselmo me hubiera dado
comida, porque no tenía ganas de ir
hasta allá y esperar. Comí recostado contra una pared que me gusta, conserva
dibujada la forma de los escalones, parece que la
escalera estuviese allí,
invisible. El empapelado es tonto, una flor de lis
repetida, pero al echarse a
perder y descascararse adquirió cierto interés. Busqué sombra, entre unos
escombros, y me dormí.
El sol se corrió y me dio en la cabeza; desperté malhumorado; hubiera
querido seguir durmiendo. Tenía los ojos hinchados y necesitaba
lavarme la
cara, pero era imposible. Me escupí las manos y me pasé saliva por los ojos.
Quedaron peor, más pegados.
Dirigí mis pasos hacia la fuente (imaginaba
que seguía seca), porque
calculé que ya se estaría formando la rueda. Tanteándome el bolsillo
comprobé que la moneda estaba allí.
—Hace dos días que no pagas —dijo el Rengo, y le extendí la moneda. Luego
siguió hablando, mientras yo me sentaba en
la piedra—. Prefirió meterse en la
gelatina —decía— antes de que le quitaran un puto peso. Da asco, esa
gente
da asco —y escupió hacia un costado, con auténtico odio.
Se hizo un silencio, y yo sabía, juro que lo sabía, que el Enano me lo iba a
preguntar. (No es enano, en realidad, sino bastante
alto).
—¿Y tu Llilli? —dijo, sonriendo estúpidamente—. ¿No has
visto a tu
Llilli?
Yo escarbé el suelo con la punta del zapato y lo
insulté, con la cabeza
gacha. No tienen por qué hacerme acordar. Me pidió disculpas, y dijo que no
quería burlarse, que había sido una pregunta simpática, que todos tenemos
una Llilli en algún recoveco del corazón; le dije que se callara, o que
cambiara de tema, entonces el Ulises hizo trampa en la
rueda y me alcanzó el
mate, pero nadie protestó, y el Gusano se puso a hablar de los
cigarrillos; dijo
que podríamos hacer una nueva incursión colectiva, la última había resultado
excelente. A mí todavía me quedaban algunos, pero di mi
aprobación porque
quería hacer algo. Odio la inactividad, me
hace pensar.
Se discutió, y al fin nos pusimos de acuerdo para
el día siguiente; se
convino que podíamos extender los fines e incluir el
alcohol. Me gustó la
idea, porque necesitaba alcohol, y además porque veía inquietud en la rueda;
pensé que todavía se podía hacer algo con ellos, me enerva ver
desperdiciándose a la gente que tiene tanto en
común.
Me hicieron pensar en Llilli, no quería. Me trabaja la cabeza durante horas, y
siempre concluyo en que no hay manera cierta de
encontrarla. Y de
encontrarla, ¿qué? Entonces me río y, cuando puedo, me emborracho.
Muy temprano para volver al cuarto. Podría dar una vuelta por el centro, pero
a pie. Había gastado la última moneda, y no tenía ganas de conseguir otra;
únicamente que se diera la oportunidad.
Es un problema de inspiración.
No me importa caminar mucho, pero el centro, la mayoría de las veces,
me deprime; luego, el regreso se hace interminable.
Con todo, empecé a
caminar hacia allá.
Noté que las líneas que marcan el margen de seguridad
habían sido corridas
nuevamente, y tuve que dar un rodeo.
«Se extiende» —pensé, pero la gelatina no me preocupaba
desde hacía
mucho. Quiero decir que no fue una frase triste, como
podría pensarse.
Simplemente estimativa.
Cerca del centro descubrí por qué me deprime, o al menos una de las
razones. Son las mujeres. No sé si por la luz artificial, las veo
distintas. Se
parecen casi todas a Llilli, desde cierta distancia.
Seguí a una, pero me llevaba
mucha ventaja y entró en el borbollón y la perdí; estoy seguro de que no era
ella. Siempre hago lo mismo.
No quise meterme en el borbollón y tomé por una calle lateral. Oí ruido de
vidrios y me apresuré, pero la gente ya se dispersaba,
entonces volví a doblar
y, con un sentimiento de frustración, me alejé de allí.
Distraído, caí en la tontería de pasar cerca del punto de reunión de las
gordas, aunque nunca se sabe, últimamente, dónde lo pueden encontrar a uno.
Se me echaron encima como fieras y me vi obligado a
correr; al fin logré
zafarme, pero tuve que sacrificar a un pobre tipo,
desprevenido, que se puso a
aullar. Sentí pena.
Al recostarme contra una pared, para recuperar
aliento, fui atacado por un
par de sensaciones. Tenía hambre y, a pesar de tratarse de
ellas, la
persecución me había despertado deseo sexual. Por un
momento tuve la loca
idea de volver y entregarme a las gordas. Me reí. Fastidiado, comprendí que
no tenía más remedio que conseguir dinero, aunque
no tuviera ganas, y me
puse lentamente en movimiento, con esa finalidad.
Ya era plena noche. No había conseguido nada. «Claro» —pensé— «cada día
tiene que ser más difícil». Al fin me decidí y entré al borbollón. Hay que
tomar más precauciones, porque ahí no se trata del más fuerte ni del más ágil;
donde a uno lo descubran no tiene suerte, la gente lo
pisa, lo aplasta, lo
desintegra.
Es una pena porque una rubia me estuvo siguiendo un
trecho. «No está
mal» —pensé, pero aún tenía los bolsillos vacíos, y pronto se perdió de vista;
es cierto que ella podía tener dinero, y manejé la idea un instante, pero en ese
sentido soy un poco chapado a la antigua. El maldito
orgullo, siempre me trae
problemas.
Conseguí una billetera con una buena suma. Me
resultó tan fácil que
pensé en una trampa, como le pasó una vez al Ulises. Por suerte pudo escapar
con la cartera de la mujer, casi pierde la vida. No
entiendo el retorcimiento
mental de esos tipos que tienden trampas, supongo que
formará parte de las
distracciones ociosas de los ricos.
Salí del borbollón y traté de orientarme por una calle lateral.
Había luna,
aunque muy pobre. Exceptuando la avenida, no hay casi
iluminación en las
otras calles. Guardé la plata en el lugar secreto y tiré la billetera. Me molesta
andar con plata, uno se expone a cualquier cosa.
Siempre pensé que era mejor
alguna forma de intercambio.
Pagué el refuerzo de salame con un billete
chico que había separado
previamente y que apretaba en un puño.
Discutí el precio para disimular, no fuera
que se dieran cuenta de que
tenía plata.
La calle de las prostitutas no estaba lejos.
—Señor.
—Señor.
—Señor.
—Señor.
—Señor.
—Señor.
—Señor.
Elegí apresuradamente porque no quería seguir escuchando esa palabra.
La hubiera preferido más joven. Arreglamos el precio.
—En el túnel es más caro —dijo, pero yo lo sabía y, de todos modos, era
más barato que en la casa, y tenía la ventaja de ser más privado—. Escúcheme
—dijo, luego, tomándome del brazo y bajando la voz—. Le conviene
pagarme e irse. Se va a meter en un lío.
—¿Por qué? —pregunté.
—Soy virgen —respondió; solté una carcajada. Se molestó porque no le
creí, no me entraba en la cabeza, tenía más de treinta y cinco, quizás cuarenta.
Volví a reír.
—Yo le advertí —dijo fríamente, y la noté un poco nerviosa.
Nos pusimos de rodillas y comenzamos a avanzar por el
túnel. Nuestros
cuerpos se rozaban y yo aprovechaba para manosearla,
pero era incómodo.
Antes de entrar ella se había bajado las medias, para no
romperlas. Me dolían las rodillas. Yo no me decidía por ningún sitio; al fin se cansó y me hizo
doblar hacia un hueco, a la derecha. Había un cabo de vela y lo encendí.
—¿Es necesario que haya luz? —preguntó, y le dije que sí. Se desvistió
desganadamente mientras yo la miraba.
—¿Bien? —pregunté, porque se detuvo al llegar a las últimas prendas.
—Es adelantado —dijo, con voz ronca.
Mientras yo metía la mano entre mis ropas y extraía el dinero, del bolsillo
secreto en el calzoncillo, ella, con cierta timidez,
terminaba de desvestirse.
Tenía un cuerpo que no valía nada. Rellenos en la ropa, por todas partes.
De todos modos la acaricié, pero me sentí estafado.
—Por favor —dijo—, no me haga daño.
En honor a la verdad hubiera preferido darme vuelta e
irme. No veía la
necesidad de gastar dinero en eso. El deseo había desaparecido como por
encanto. Pero no me atreví a ofenderla.
Nos quedamos mirándonos en silencio. Me seguía pareciendo
atemorizada.
—¿Qué espera, señor? —preguntó al fin; no había insolencia en el tono,
ni urgencia.
—Rápido, la mano —dijo la voz, y sentí el revólver en la espalda y alguien
puso la almohadilla a mi alcance. No podía seguir discutiendo. De nada vale
alegar ignorancia ante la ley.
—Yo te expliqué —me dijo ella—. No me hiciste caso.
Su prenda manchada de sangre estaba allí, sobre un banco de madera,
como prueba legal.
El revólver insistió. Apreté con odio la mano contra la
almohadilla.
Ahora, sobre el papel. Toda la mano. Una huella verde.
Después tuve que
pasar la prueba con ese cura gordo, de cara repulsiva.
—Señorita Magenta Inés… por esposo al Sr…
Mi nombre no importaba. Yo declaré Marco Tulio, como me llaman —
creo que me lo puso el Rengo, y nunca supe por qué.
Incluso le dieron un ramito de flores. Blancas.
El ómnibus empezó a llenarse y llenarse y me sentí mareado, pero por
muchos motivos. Magenta se apretaba a mi lado, con
rostro feliz. Le hubiera
pegado. Su expresión soñadora. El boleto cuesta casi el doble
de lo que ella
cobra. No sé cómo hace la gente para viajar.
El ómnibus cargaba tanto que apenas se movía. Uno cada seis horas, hay
que tenerlo en cuenta. Habíamos logrado, mal que bien, sentarnos
al fondo.
Luego fue que comenzó a llenarse. Manos, piernas,
sombrillas, carteras,
nalgas, todo nos refregaban por la cara.
Una mujer de expresión plácida, vestida de naranja, apoyó cómodamente
su sexo en mi mentón, cuando alcé la cara para mirarla. Sonreía
descaradamente. Me dio no sé qué moverme.
Luego desmayos, se nos caían encima. En el momento de bajarnos
no
pudimos, nos pasamos varias paradas. Era agotador. Yo
empujaba y
empujaba, Magenta aprovechaba el hueco que iba
formando mi cuerpo antes
de que se cerrara. Me revisaron los bolsillos, pero no
llegaron al secreto. A
ella le manosearon el relleno, también con mucha tranquilidad. Le sacaron la
cartera.
Cuando se abrió la puerta ante mí, aprovecharon el impulso que tomé para
descender, quitándome la campera limpiamente; a ella
el saco y, no sé cómo,
los zapatos.
Varios días después. De madrugada. Un sueño violentamente erótico, acerca
de Llilli. O quizás no era ella, pero yo quería que fuera. Me desperté, y
alguien jugaba con mi sexo; a la luz del fósforo vi que era esa peste, la
chiquilina del matrimonio viejo. Le di una cachetada
pero no lloró, tenía
miedo de que se enteraran los padres. Aproveché que el fósforo seguía
prendido y encendí un cigarrillo; hubo protestas.
Busqué a Magenta, luego recordé que estaba trabajando, con el que nunca
se saca el sombrero. No sé cómo soporta el asco. Aunque más no fuera por el
color hepático de la piel, la nariz afilada.
Me levanté para ir al baño; tuve suerte porque había agua. Luego no quise
volver allí y comencé a subir la escalera. La escalera
bordea una estructura de
hierro pintada de negro, que tiene un hueco en el
centro, y hay cosas
colgando. Creí que nunca llegaría allá arriba, estaba cansado y con sueño.
Pensaba en Llilli.
Por casualidad hallé un sitio en el pasto. Dormí. Al despertar, vi que había
salido el sol, y que la gente del parque se reía, por la ubicación de mis manos.
Me encontré sin saber qué hacer, no tenía ganas de ir a ningún lado. Después
me di cuenta de que tenía hambre, y compré un refuerzo de mortadela.
Extrañaba la rueda de la fuente, pero hasta
la tarde no habría reunión. No los
había visto, ni a ellos ni a nadie. Me
pregunté qué habría pasado con la
incursión. Yo seguía necesitando alcohol, más que antes. Cigarrillos podía
comprar, ahora tenía dinero, pero con el alcohol es
distinto, hay que
conseguirlo. Seguramente no me habían guardado nada.
Entonces, a pesar de que queda un poco lejos, decidí ir al puerto, ya que la
mañana estaba fresca y se podía caminar. No sé por qué se me ocurrió ir al
puerto. Tenía ganas, simplemente, pero quiero
decir que hacía mucho que no
iba, no sé cómo pensé.
En una calle de la ciudad vieja me crucé con el rebaño de los deformes,
siempre una mala impresión. Avanzan lentamente, porque algunos
tienen que
arrastrarse. Seres compuestos como al azar, una pierna
y tres brazos, ojos por
todas partes, todos se mueven como escarabajos. Al
frente iba la maestrita,
una niña casi. Ojos verdes. Me miró en forma demasiado prolongada. Hubiera
querido hablarle, pero los deformes me cohibían, tantos ojos me miraban.
Parecía una muchacha muy buena, tan triste.
Del rebaño salía una
canción, como un himno; no estaba mal
cantada. No entendí las palabras,
excepto algo sobre el cemento.
Flotaban cosas en el agua y había mal olor. «No es día para venir al puerto»
—pensé—. Algunas gaviotas. El horizonte
rojo, nubes. «Quizás llueva» —me
dije, y lo relacioné con la escasez de agua, pero es
desconcertante porque no
tiene mucho que ver. Nunca supe de qué dependía que hubiera o no hubiera
agua. De llover, pasearía bajo la lluvia. Necesitaba agua,
todo mi cuerpo.
Anduve por la escollera y luego por la rambla. En la
playita no cabía un
alfiler, todo repleto de gente. Crucé hasta el monumento y encontré a la
maestrita junto a una palmera.
—¿Cómo puede soportarlos? —le pregunté, y me respondió, con una
sonrisa, que hay que acostumbrarse. «Son adorables» —dijo. Yo hice un
gesto, torciendo la boca. Le pregunté si no quería pasear, y dijo que tenía
poco tiempo pero que, de todos modos, unos minutos podía concederme.
Caminamos en silencio y luego la acompañé hasta la colonia; funciona en la
catedral, semiderruida.
Le pregunté el nombre.
—Los chicos me dicen Ma.
—Creo que volveré a verla, Ma —dije, y le hice adiós junto a la puerta,
moviendo tres dedos de la mano derecha como si tocara
el piano.
Cuando me alejaba empezaron a sonar las campanas, y me
apresuré
porque tenía ganas de ir allá, a comer, no porque no tuviera dinero sino
porque hacía tiempo que no iba y, a pesar de
todo, extrañaba.
Se corrían rumores, se murmuraba. No dan más cuchara, porque las roban.
¿Cómo vamos a comer, metiendo la trompa
en el plato? Uno que trataba de
filtrarse mostrando una tarjeta amarilla, la cola no
avanzaba. Yo no tenía
apuro; sentado sobre el pasto, miraba más allá del alambrado. Hubiera vuelto
a dormir. Me pregunté si «Ma» sería apócope de maestra o de mamá. De
todos modos me desagradaba llamarla así. No se parecía a Llilli, pero me
gustaba. De otro modo, no sé cómo explicarlo. Hubiera querido conocer
su
verdadero nombre. Empezaron a pasar con los platos de
sopa, los viejos se
tiraban la mitad encima. Algunos, en efecto, no tenían cuchara.
Discriminación, pensé. La cola había perdido su forma y todos se
amontonaban apretados, se peleaban. Tuvieron que
suspender y ordenar de
nuevo la fila, no veo qué apuro hay por comer, alcanza para
todos.
Me levanté y decidí ubicarme, porque los que ya habían comido volvían a
ponerse en la cola, por si conseguían otro plato.
La fuente tiene en el centro una estatua que
representa a una mujer
desnuda, toda blanca, sosteniendo un cántaro. En los buenos tiempos el
cántaro echa un chorro de agua; ahora
estaba seco. Arrojé un montón de
dinero al centro de la rueda, y me miraron con
estupor. Después de repartirlo
hicieron preguntas, no quise dar demasiados detalles.
No habían ido a la
incursión, desconcertados por mi ausencia.
—Son unos holgazanes —dije, y la palabra los hizo reír. Les di también
un par de atados de cigarrillos—. Necesito alcohol —dije—. Hoy. Ahora.
—Sllt —dijo
el Ulises; había empezado otra vez con aquello de
Joyce, lo
sabía todo de memoria.
Les conté de la maestra y se decepcionaron,
esperaban detalles eróticos.
Pero a la Chancha se le iluminaron los ojos.
—Me acuerdo —dijo—. Hay un clavecín. En la catedral.
Todos se animaron, pero adopté un gesto hosco.
—Apenas la conozco —dije y vi que era inútil, porque se movilizaban.
—Y de ahí al hospital —dijeron, llenos de entusiasmo; el Gusano dijo que
no, que primero al hospital, pero era muy temprano. De
todos modos, yo,
borrachos, no los llevaría. Aun así tenía mis reservas. No sé hasta qué punto
podía confiar en ellos.
El Gusano reptaba y se retorcía, llorando. Yo estaba agachado, apretándome
la nuca con las manos. Creo que lloraba, también. No importaba que el clave
estuviera bastante arruinado. Cuando hubo silencio pedí la fantasía cromática
y fuga. La Chancha se limpió las manos en el pantalón y comenzó. De pronto
vi que empezaban a aparecer los deformes. Cerré los ojos.
Hasta un rato después no me di cuenta de que Ma se había deslizado junto
a mí. «Cuidado» —le susurré al oído, señalándole a mis compañeros. Todos
estaban abstraídos en la música, sufrían bárbaramente. Ella asintió.
No sé para qué vino. Me puse nervioso y me distraje.
Cuando advertí que
la música estaba por terminar le dije que
se fuera y se encerrara, mañana la
vería. Le besé una mano.
Los enfermos lograron atrincherarse, llenaron la
entrada de obstáculos.
Tratando de derribar la puerta le rompimos la muleta
al Rengo, que se puso a
maldecir. Al fin la puerta cedió y entramos todos juntos, de golpe; los
enfermos desaparecieron. A la entrada del laboratorio
vimos al médico,
cruzado de brazos.
—Apártese —dijo Horacio, y el médico movió la cabeza. Tenía lentes
gruesos y era calvo.
—No queremos lastimarlo —dijo el Rengo, que se agarraba del Enano
para no caerse.
—Apreciamos su obra, doctor —le dije—, y tenemos un poco de dinero.
Podemos entendernos.
Movió la cabeza, tercamente. Avancé y lo empujé a un costado; me dio un
puñetazo en el pecho que me hizo
tambalear.
Entonces avanzamos todos juntos.
—¡Con cuidado! —gritó el Gusano, y tratamos de filtrarnos
entre los
golpes.
—¡Los enfermos! —Sentí que gritaban, y me di vuelta y los
vi, venían
hacia nosotros empujando camillas y otros objetos
contundentes y deslizables.
Flacos, con piyamas blancos, parecían fantasmas, las caras macilentas.
No queríamos hacer daño; nos obligaron. Se rompieron un montón de
cosas, y algún enfermo quedó malparado. Yo agarré una damajuana de diez
litros pero la Chancha me dijo que primero le tomara
el olor, podía ser
eucaliptado. Cuando todo terminó nos reunimos en la fuente.
—¡Llilli! —grité, y comencé a trastabillar detrás de ella. El pañuelo blanco en
la cabeza, la forma de las piernas, las botitas de
cuero, negras, con el borde de
piel blanca. Pero no era ella, y cuando doblé la esquina fui a caer en brazos de
las gordas. No pude huir, casi me deshacen, se
pelearon entre ellas y yo
vomitaba.
Me llevaron a una casa, trataron de reanimarme con café, me despabilé un
poco pero me hacía más el borracho, buscaba la manera de
escapar. No pude.
Me desnudaron, se desnudaron, se me tiraban encima,
siempre peleando,
esos cuerpos horribles; yo vomitaba pero ya no me
quedaba nada en el
estómago.
Amanecí en las ruinas. Por suerte estaba
vestido, pero no tenía nada de
dinero. Vi que el sol estaba alto. Me dolía la cabeza, tenía la lengua hinchada,
el estómago un fuego. Al incorporarme sentí un dolor terrible en los
testículos.
Me agarré de las paredes, tambaleaba, el sol me
hacía mal a la vista;
imaginé que tenía los ojos llenos de sangre, no los
podía abrir bien y veía
rojo. Me eché de nuevo a la sombra, la garganta
reseca.
—Agua —dije,
pero no me podía mover. Cuando desperté, llovía.
No quise ir a la rueda, ni podía ver a Ma en este estado. Fui a la
pieza y me
tiré en el suelo. Magenta no hizo
preguntas. Trajo algo de comer, mordisqueé
un poco, y le pedí agua. De noche empezó a caer la gente y me despertaban,
sin consideración. Grité que se callaran, pero no hicieron
caso. Vaya por las
veces que yo cantaba y gritaba, dijeron. A las diez se
apagó la luz. La italiana
se quejaba dulcemente, me tapé la cabeza con la almohada. Magenta me
mordió un hombro y le dije que se fuera,
ella sabe que yo deseo a la italiana y
me da celos cuando hace el amor con el marido, casi
todas las noches.
Le pedí a Magenta más agua, la garganta reseca. Dice que
volvió y me
encontró dormido.
Varios días después.
—Pensé que no te vería —dijo Ma, y noté un dulce tono de reproche.
—Hubo problemas —respondí, sin explicar nada, ni siquiera que
el día de
ayer lo había pasado bajo la palmera, junto al
monumento, pensando verla, sin
animarme a ir a la catedral.
Notó mi malhumor. Caminábamos.
—Necesito estar a solas, contigo —le dije—. No hay ningún sitio. El túnel
no, la catedral no, un lugar limpio y vacío, tal vez las ruinas, pero es
peligroso, y me gustaría que hubiese pasto, y árboles, y quisiera estar limpio,
yo mismo no me soporto la transpiración, que todo fuera distinto,
¿comprendes?
Sonrió y me apretó la mano, y dijo que no le importaba
nada de eso.
Fuimos a las ruinas. Había cerrazón, era de tarde, muy poca luz. Me tendí
entre escombros y apoyó su cabeza en mi estómago. Me pidió que le recitara.
—No sé —dije; insistió, me trabé en la mitad de un poema de Neruda y
no quise continuar. Entonces ella recitó en francés, como si conversara, algo
muy suave y muy triste, no pude comprender más que frases sueltas o
palabras, me hizo acordar a la versión de Yves Montand de un poema de
Prévert, «Barbara», el mismo ambiente de lluvia o quizás era la forma de
recitar. Le acaricié los senos por encima del vestido, nos
besamos, no me
despertó ningún deseo, era distinto, algo nuevo,
quería acariciarle los cabellos
y me hacía pensar en la gelatina o en los
viajes por mar, me sentía viejo y
cansado.
Me dijo si no la quería, que estaba distante, le dije que no
es eso, que no
podía explicarlo porque yo mismo no sabía, que no debíamos hablar.
—Dime que nunca nos separaremos —dijo.
—Nunca —respondí, y la cubrí con el cuerpo, apretándola en un rincón,
achatándola contra el suelo irregular;
pasaban los tullidos, buscando,
golpeteando con las muletas. Sentí verdadero terror, Ma no se daba cuenta de
lo que sucedía, le tapé la boca con la mano.
La cerrazón nos ayudó, pasaron cerca sin vernos, Ma trataba
de moverse,
quise trasmitirle con el cuerpo mi sensación de angustia. Buscaban,
golpeteaban, tropezaban con cascotes y maldecían, alcancé a ver un trozo de
tela negra y la madera de una muleta.
—Ya pasó —le dije después, y el camino de regreso lo hizo muy
apretada
contra mí, ahora tenía miedo.
El informe de Horacio estaba lleno de tecnicismos y
era muy largo. Me
aburrió.
—… de lo que se desprende —finalizaba, trepado en la piedra, sobretodo
oscuro y lentes— la conclusión inevitable de que, dado que la
materia de la
gelatina es indestructible (no fragmentable y, por lo
tanto, no comestible),
debemos desechar la idea propuesta y, por el
contrario, aguardar con
resignación a que, tarde o temprano, ella nos
devore a nosotros, dentro del
plazo previsto (con la lógica dificultad de aproximación), de entre uno y diez
años. Alguien aplaudió, otro hizo un ruido grosero con la boca. Rechacé el mate
porque todavía tenía el estómago maltrecho.
Llevé a Horacio aparte y le hablé de Llilli. Me dijo que, aparentemente,
era un problema insoluble, que sólo podía, en último caso, resolverse por
casualidad pero que, de cualquier manera, necesitaba
saber todos los detalles
antes de dar un juicio definitivo.
—No, no —me
dijo, porque yo la describía, el pelo muy negro, los ojos
negros, las botitas con piel alrededor, piernas
perfectas—. No, no: yo no voy a
salir a buscarla, M.T.; me refiero al lugar del
encuentro, esos detalles.
—Fue en el borbollón —le dije, y lo vi mover la cabeza con aire triste,
desesperanzado—. Después le hablé del túnel, pero dijo que el túnel no, y yo
pensé que tenía razón, y le dije que en la pieza tampoco,
hay mucha gente, y
ella no ofreció ninguna solución; yo no tengo dinero, le dije, y ella me dijo
que tratara de conseguir y que mientras tanto me
esperaba en algún lado, yo
pregunté en dónde, y tenía la sensación de que quería darme el esquinazo; no
me resignaba a que se me fuera, ella dijo que en la
confitería, allí es un lugar
seguro, a mí no me gusta porque allí van hombres elegantes, de pronto se
dejaba seducir por un traje, o por un peinado a la
gomina, de raya al costado,
pero no tuve más remedio que aceptar y ella fue y se
sentó y me sonrió a
través de la vidriera, yo me alejaba
mortificado, sentía que la estaba
perdiendo, no sé si te aburro con estos detalles, pero
es todo, no tengo nada
más concreto, Horacio, tardé mucho en volver, ella no estaba, tiré el dinero a
la vereda y se armó la gran pelotera en el borbollón, se mataban, rompí la
vidriera con las manos, me llené de tajos.
—¿Volviste a la confitería? —preguntó Horacio. Tenía los ojos
entornados, pensaba, es una máquina de pensar.
—Todos los días. Me bañaba y me afeitaba en el Termas Club, me
compré un traje, no apareció nunca.
—¿Algo de la conversación?
—Hablaba mucho, pero en concreto
nada; que no le gustaba el borbollón,
había ido por aburrimiento.
—¿El ómnibus?
—No lo mencionó.
—¿Lenguaje?
—Culto.
—Bueno. —Se
rascó la cabeza—. Da la impresión de ser una chica bien,
probablemente de la zona arbolada. ¿Probaste allí?
—Todos los días, todas las noches, las manos en los bolsillos, aullando a
la luna.
—Podrías volver a probar —comentó, sin entusiasmo—. Es difícil. Una
aguja en un pajar, por supuesto. Yo insistiría en la zona arbolada, y en la
confitería.
—No puedo volver a eso, Horacio —le dije, meneando la cabeza—. No
puedo pensar en un traje nuevamente, o en el Termas.
—¿Prejuicios? —Sonrió irónicamente—. ¿Por qué un traje? —Se rascó la
nariz con el pulgar.
Fui al borbollón. No para buscar a Llilli, Horacio me
había decepcionado,
sino para jugar con la depresión. Había descubierto que si no movía los pies la
gente igual me llevaba, y a veces el apretujamiento,
los pisotones, el
manoseo, me producían un placer masoquista, y la emoción del riesgo de
caerme, así, con las manos en los bolsillos. En
una oportunidad me empujaron
contra una vidriera, pero no se rompió; me golpeé un poco la cabeza, después
volvieron a arrastrarme.
Un largo trecho con la nariz metida en el gorro de
piel de una vieja, olía a
naftalina, lo respiraba con fruición y me emborrachaba, me hacía doler la
cabeza. Después logré acomodarme contra el cuerpo de una
mujer de cierta
edad, alta, de carne dura, y le apoyaba la barbilla en
la columna vertebral, me
pareció que le gustaba. Uno de lentes, con
una cómica barba en punta,
calvicie prematura, se obstinaba en caminar contra el
borbollón, en realidad
retrocedía. Le saqué la lengua. Después me metí entre dos mujeres y les pasé
los brazos por los hombros y me colgué, doblando las rodillas, y al principio
se reían pero se cansaron y casi me dejan
caer.
Abandoné la vereda y caminé por el asfalto blando, los zapatos se me
pegaban y me costaba avanzar, la gente no comprendía y me señalaban para
reírse. Pasé entre los cascajos amontonados, se
hundían progresivamente en el
asfalto, alguna vez fueron automóviles, ahora inamovibles. Por fin logré
cansarme y me fui, a dormir.
—Deja tus guantes junto al río —le dije a Llilli, y la convidé con un trozo de
chocolate amargo; advertí que estaba soñando y en ese momento debí
despertarme; no quise pero de todos modos el sueño cambió y aparecieron las
arañas y las dentaduras postizas. Cada vez
más gente en la pieza, no sé quién
los admite; no puedo quejarme, yo traje a Magenta y no
protestaron mucho,
pero es demasiado, los cuerpos casi se tocan, no puedo
ubicarme en una
posición transversal y tengo que dormir rígido, despierto cansado y sin ganas
de nada.
Magenta se movió a mi lado, no trabajaba porque era
viernes y me vi
obligado a tener relaciones con ella, aunque no me
gusta, pero supongo que
forma parte de mis deberes de casado, y de todos modos
quedó insatisfecha.
Me incorporé un poco y encendí un cigarrillo, apareció la náusea y esa
irritación en el píloro. El conjunto de respiraciones,
algunas asmáticas, y los
ronquidos me sugestionan y no puedo respirar bien. Tosí y no me animé a
escupir porque imaginé que no había sitio. Me levanté y fui al baño, por más
cuidado que puse no pude evitar pisar algún trozo de alguien, me putearon
furiosamente. Entonces no me animé a volver, probé dormir sobre los
mosaicos del patio pero en seguida me vino la puntada
en el omóplato y tuve
miedo por los pulmones.
Regresé a la pieza, volví a pisar donde no debía y volvieron a putearme y
la gente murmuró y luego se generalizó una discusión, de la que me mantuve
al margen. Encendí un fósforo para ver a quién tenía a la derecha, a la
izquierda estaba Magenta, con la esperanza de que
fuera la italiana, pero era
el viejo desdentado, que me miró con el ojo de pájaro y preguntó si nunca
dormía. No le respondí y traté de dormir; estaba desganado y tenía deseos
indescifrables.
Tampoco pude pensar en Llilli y al fin pensé en Ma, dónde podría llevarla
al día siguiente, y pensé que lo nuestro no podía durar, por alguna razón era
absurdo, la culpa era de ella, no sé qué veía en mí, pero yo la buscaba, y para
qué. No había muchos lugares para elegir, las
ruinas, no podía llevarla a la
fuente porque, tarde o temprano, la violarían, no me hubiese extrañado que
hasta hubieran llegado a violar a la estatua. El
Gusano le besaba los senos y le
acariciaba las nalgas.
Algún lugar verde, árboles, pasto, desierto. Magenta descubrió que me
había despertado y se puso cargosa, le
dije alguna grosería y le di la espalda.
Me interrumpió el hilo de los pensamientos, en ese
momento había presentido
un lugar, se había formado en mi mente no como
presencia sino como un
vacío, un anhelo, pero sabía que estaba en mi memoria, que era real, no sólo
un anhelo, tal vez un recuerdo de la infancia, algún sitio inaccesible o ya
inexistente, o un recuerdo deformado, de alguna mata
alta, o un plantío de
tomateras. Me dormí.
—Tenemos que irnos de aquí, es insoportable —me dijo Magenta, al día
siguiente.
—De acuerdo —respondí.
—Podrías venir a la catedral —dijo Ma—.
Las ruinas están ocupadas, llenas
de gente, pero hay una pieza que hasta tiene llave, y
nadie la ocupa por temor
a un próximo derrumbe. Puede ser peligroso,
digo yo, con un viento fuerte,
pero de pronto te vendría bien, al menos por un tiempo, o podrías inventar
algún tipo de protección.
—No hay problema —respondí—. Quiero mudarme ahora.
—¿Tienes muchas cosas? —preguntó.
—Nada.
Ma consiguió arpilleras, y nos tendimos sobre
algunas y con otras nos
tapamos. Ella sin duda esperaba que yo. Pero yo me
sentía muy bien así, a
solas con ella, y de pronto me di cuenta de que hasta
ella me molestaba, que
quería estar solo, completamente solo,
encerrado con llave. «¿Qué me pasa?»
—pensé—. «¿Estoy tan viejo que aún esta niña me molesta?».
Percibí que realizaba unos movimientos
complicados, y tenía el rostro
encendido. Tomé las arpilleras-frazadas por una
esquina y las levanté, se
había desnudado. «Bien, bien» —le dije—. «Verás que no estoy tan muerto
como tú pensabas».
No era virgen, sabía hacer el amor, pero de todos modos
hizo que me
odiara a mí mismo. Nunca había pensado en ella en ese sentido. No sé si llegó
a advertir mi preocupación, esa falta de espontaneidad. Me
pareció que todo
se había echado a perder, que había empezado a pudrirse. «Se acelera el
proceso» —pensé, y el resto del día lo pasé encerrado allí dentro, sin comer,
cavilando. En un momento dado se movió el picaporte, sería Ma pero no
quise abrir, preferí que creyera que había salido. De noche dormí muy bien, el
piso era duro y frío pero las arpilleras hacían un buen trabajo, y me pude
revolcar a gusto: amanecí sin arpilleras, en el otro extremo.
Varios días después. La experiencia de soledad me hizo
bien, Ma miraba con
la boca abierta cuando le alcancé el rollo de arpilleras.
—Es inútil —le dije—. No
quiero abusar de tu hospitalidad, no te quiero,
no quiero acostarme contigo. Me gusta cómo recitas en francés, te quiero
como a una hermana, me da asco, no de ti, sino de mí, incesto o algo similar,
no funciona.
Era de tarde, quedó llorando, le pasé la mano por el pelo y me fui a la
rueda, en la fuente. Me senté en la piedra y me dijeron que estaba
muy flaco,
si era amor o hambre.
—Me acordé de un detalle —le dije, aparte, a Horacio—. Hablaba mucho
de Pergolesi.
Se golpeó la frente con la palma de la mano y
adquirió una sonrisa tan de
felicidad que parecía cruel. Temí que dijera «eureka».
—No te excites —le dije, porque tartamudeaba. Dijo que con toda
seguridad debía ser de los traumados del City, ese
lugar donde la gente culta
se encuentra y se emborracha clandestinamente, famosa
cafetería, pero bajo
cuerda, dicen, sirven incluso alcohol de primus.
—¿Te parece? —pregunté, adelantando el labio inferior
(indicando
decepción).
—Seguro —dijo.
No podía creerlo, mi mala suerte, siempre,
invariablemente. Algo me impedía
ubicar al City y, claro, las rayas coloradas. Igual me
interné, con mucho
cuidado, porque a veces la gelatina es muy poco
visible, pero no esperaba
ninguna buena sorpresa.
La gelatina llegaba justo hasta la mitad del café; la otra mitad, por
supuesto, desierta.
Vagué por las manzanas evacuadas, qué extraño me resultaba ver las
calles vacías, casas, apartamentos enteros,
completamente desocupados, ni un
alma. «Un desperdicio» —pensé, y me alejé rápidamente, porque la gelatina
podía crecer en cualquier momento, pero me
llamaron de una esquina, justo a
la altura de una línea roja.
Ruth, la querida vieja gorda, asomada a una ventana de
la planta baja.
—Vieja estúpida —le dije, besándola en una mejilla. Apoyé mis manos en
el borde exterior de la ventana y eché un vistazo desconfiado hacia la gelatina
—. Me hubieras pedido cianuro, es más simpático.
—Entra —me
dijo—. ¿O tienes miedo?
—Sí, tengo miedo —le dije, pero entré igual.
Un regio apartamento.
—Descubrimiento mío —dijo, con orgullo—. Las líneas se pintan con un
margen de seguridad, una exageración. Las van corriendo y yo me mudo,
siempre es distinto, nuevos ambientes. Ellos salen y
yo entro. ¿Quieres una
cocacola de la frigidaire?
—Nervios de acero —le dije—. El crecimiento es previsible
dentro de
ciertos límites; un día te despiertas y ya no más Ruth —le dije—. Tenías que
haber escuchado a Horacio, el informe sobre[3] —le dije—. Hay que ser vieja
estúpida.
—Por eso —me
dijo—. Soy vieja, pero no tan estúpida. Quiero pasar lo
que me queda como lo que soy, una verdadera reina,
toda la vida llena de
pulgas, alguna vez tenía que ser distinto, me baño dos veces por día y
calefacción. ¿Quieres escuchar discos? Charles Aznavour en español,
Cafrune, una discoteca completa, todos longplay. Larga
duración.
También insistió con la cocacola, pero le pedí alcohol.
—¡Alcohol! —dijo—. ¡Ordinario! Hay scotch, auténtico. Pero igual te
puedo mostrar la frigidaire, se prende una luz
adentro.
No quise desanimarla.
—No le cuentes a nadie —dijo—, si no, por más que hay miles de casas
en estas condiciones, al final no me van a dejar
sitio.
—No hay cuidado —le dije, saboreando el whisky, pero no me gustó; no
sé si me habría hecho el paladar al alcohol puro;
hasta me gustaba más el
rectificado. Pero tampoco hice comentarios. Ruth era
muy feliz, y yo estaba
feliz de verla feliz.
—¿Te quedas a dormir? —preguntó—. Hay cuarto de huéspedes
completo, una maravilla, baño con azulejos y bidé.
—¿Agua caliente? —pregunté.
—Desde luego. Y bañera.
Me olvidé de la gelatina. Tuve que tirar casi
en seguida la primera agua y
volver a llenar la bañera, tanta mugre tenía encima.
—Qué flaco estás —dijo Ruth. Entró y me miró flotar, había hinchado los
pulmones y subía, soltaba el aire y me iba para
abajo. Le pedí que se fuera
porque me daba vergüenza que mirara. Volvió a la hora y me encontró
dormido.
—Te vas a ahogar o morir de una
pulmonía u otras causas —dijo—. Es
malo estar tanto tiempo.
Me acomodó, todavía un poco húmedo, en una inmensa cama de dos
plazas.
—¿Enciendo la calefacción? —preguntó.
—Por Dios, no —le dije, y nos deseamos buenas noches y, como dijo ella,
se retiró a sus habitaciones.
Cuando al día siguiente salí a la calle casi me caigo muerto de un síncope, ver
a la gelatina a veinte centímetros casi de mi nariz. Las líneas rojas habían sido
sin duda corridas varias cuadras, porque no estaban más a la vista.
—¡Vieja loca! —le grité por la ventana, y ella estaba aún en la cama y vi
cómo se le sacudía la barriga con la risa—. ¿No viste
dónde está la gelatina?
Nos salvamos por un pelo, no me agarras más con tu lujo desenfrenado. —
Ella siguió riendo y me hizo adiós con una mano que sacó de entre las
sábanas. Me encogí de hombros y fui a ver a Anselmo.
A la tarde.
Horacio me preguntó qué tal me había ido, y le dije que al City lo había
tragado la gelatina, no supo decirme a dónde se había mudado la gente, quizás
dispersado.
—Te va a ser más difícil, ahora —dijo, pellizcándose el mentón—. Una
pena.
—Habría que hacer algo —dije, y chupé la bombilla. Todos me miraban, yo
siempre tenía alguna inquietud, aunque mis ideas
no resultaran.
—¿Algo como qué? —preguntó la Chancha, sin agarrar el sentido de
mis
palabras.
—No sé, no sé —dije, e hice un gesto vago—.
Algo con la gelatina, con
los ciegos, con la ciudad, no camina, ¿no ven? Envejecemos, hoy le dije a
Anselmo, no me entendió, por supuesto, él en su agujero pero nosotros, ¿qué?
—El mate hizo ruido y se lo devolví al Rengo, que me escuchaba
atentamente, le hice una inclinación con la cabeza, agradeciendo.
—Concretamente —dijo el Ulises.
—Concretamente, nada —respondí—. Es algo que siento, no sé
explicarlo, algo que falta, o que sobra, no sé.
—Creo que agarro —dijo la Chancha—. Debe ser como un clavecín, hay
días en que uno quiere tocar, pero no
siempre, y hay días en que, lo mismo,
necesitaría ser expresado de otra manera, digo
yo, de pronto, por ejemplo,
socialmente, llevarles de comer a los ciegos, o buscar
la forma de destruir la
gelatina.
Moví la cabeza de un modo raro, como
diciendo que era así pero no del
todo. El Enano, yo sabía que iba a abrir la boca para
nombrarla, lo debo tener
obsesionado.
—Como buscar a Llilli —dijo, el Enano—. Una redada general, entre
todos.
Me fui a la pieza con un sentimiento indescifrable,
ganas de no acostarme,
de hacer algo.
Magenta nunca me hace reproches, pero, dijo, esta vez
me había pasado de
listo, la gente hacía comentarios, incluso propuestas de
un hombre, vocación
de mánager.
—Oídos sordos —respondí, me fui a acostar con expresión de matón,
mirándolos desafiante.
Había, en realidad, más gente. No pude soportarlo, no después de la catedral y
de Ruth, de la soledad; el contacto con cuerpos era
inevitable, una cabeza
sobre mis pantorrillas. Magenta y yo los dos sobre los
costados, boca arriba
no cabíamos, insufrible, ya, la mezcla de
olores.
—Tus cosas y vámonos —le dije a Magenta, serían las tres de la mañana,
sin pegar los ojos.
—¿A dónde? —preguntó.
—No sé —respondí—. Aquí no, no más, basta.
—¿El túnel? —consultó; le dije que no. Es lejos, prefiero no dormir, igual por
una noche, y hay poco aire. No es solución.
—¿Dónde dormías, antes? —pregunté.
—Con las muchachas —respondió— por turnos, variables, un fastidio.
Tanteé el terreno pero vi que no quería volver allá. Estaba la catedral, pero
haría sufrir a Ma, cómo explicarle. ¿La solución de Ruth? No tengo agallas, si
fuera realmente viejo, tal vez, pero a lo mejor
tampoco.
Nos recostamos a las maderas del almacén, apoyados mutuamente
dormitamos parados, cierto que en forma irregular,
nunca profunda.
Después, discutimos. Agriamente. Por fin, me
serené y le dije, para terminar:
—Tú por tu lado y yo por el mío. Yo me acomodo en cualquier sitio, no
sé, también tú. El problema es los dos juntos. Algún día puede que volvamos
a vernos. Ahora, adiós.
Eché a andar, aliviado. Me pareció que todo marcharía mejor así. Si se
tratara de Llilli sería distinto, yo sé que sería capaz de romperme la cabeza y
encontrar una solución, pero Magenta no me inspiraba, no
valía la pena.
«¿Qué sabes tú de Pergolesi?» —hubiera querido decirle, pero para qué
mortificarla, mejor así.
Me puse boca abajo y hundiendo un poco la cabeza en el
agujero grité:
—¿Te hace falta mano de obra?
Salió una cabeza, pero no era Anselmo, sino
un muchacho joven. Después
apareció Anselmo.
—Contraté a un obrero —dijo—. Se llama Luis.
—Mucho gusto, Luis —le dije, pero no pudimos estrecharnos las manos
porque las necesitaba para agarrarse del borde.
—De todos modos, sabes, siempre hay
algo para ti —dijo Anselmo, y me
di cuenta de que no era sincero, que no me necesitaba
para nada, nunca le
serví de mucho.
—No, gracias, era una broma —dije, sonriente, incorporándome. Mientras
me alejaba di vuelta la cabeza y le grité:
—¿Cómo marchan las cosas?
—Así, así —dijo, y vi que las cabezas desaparecían.
Una semana después, aproximadamente.
Cansado, noche y día, del parque, decidí abandonarlo y esa tarde fui a la
rueda, sin tener una noción exacta de lo que haría luego, cuando llegara el
momento de encontrar un lugar para pasar la noche. Me
sentí desolado, ese
montón de cadáveres desnudos, no lo podía creer.
Algo se arrastró a mis pies y trepó, aferrándose a mis pantalones, el
Gusano.
—Te das cuenta —me dijo, y lloraba.
—¿El único? —pregunté, y dijo que sí.
—¿El Rengo?
—¿La Chancha?
—¿El Ulises?
Movía la cabeza, entre afirmativa y
negativamente, siempre igual.
—¿Horacio?
—¿El Enano?
(Una pausa más larga).
—¿Y tú?
—Yo estaba en la fuente, no importa
lo que estaba haciendo, lo cierto es
que no me vieron, pero para el caso es lo mismo, tuve
que sufrirlo todo,
llegaron los tullidos, nos odiaron siempre, eran más que nunca, cientos, los
camaradas se defendieron como leones, como tigres
salvajes, verdaderas
fieras, sucumbieron ante el número, yo sin poder hacer nada, comprendes,
soy
cobarde, y era inútil. El Enano hizo una carnicería, Horacio, nunca pensé que
se defendiera tan bien, el Rengo, todos, pero inútil, se llevaron todo,
desnudaron hasta a sus propios compañeros caídos.
No habían roto la fuente, pero ya no tenía sentido, diosa de mármol, el
cántaro vacío, el Rengo, el Enano, el Ulises, la
Chancha, Horacio.
—¿Y Ruth? —pregunté.
—Hace tiempo que no viene, por suerte
se salvó, aunque a lo mejor ya
estaba muerta de antes, nunca más la vimos.
—¡M.T.! —gritó el Gusano, al ver que me alejaba, pero no me di vuelta. Lo
quería al Gusano, pero se me hubiera
pegado, después qué hacía con él, todo
el tiempo.
—¡Marco! —gritó, pero no me di vuelta.
Traté de seguir una línea lógica en mi búsqueda, pero había miles de casas y
no pude saber, cansado ya, si a Ruth se la habría tragado la gelatina o si se
habría mudado lejos. Golpeé muchas puertas, grité muchas veces su nombre a
través de ventanas, y repetí mi búsqueda al día siguiente, sin resultado.
«Éste es un caso» —pensé— «del que nada puede saberse a ciencia
cierta».
No, no me habitúo al parque, en verano tal vez, pero
hace mucho frío por las
noches, ahora, y cada vez peor, lo terrible es el rocío, o la helada, uno se
despierta duro por las madrugadas, el aire quema como
fuego al pasar por la
nariz, uno se enferma, la ropa toda mojada, como si le
hubieran tirado un
balde de agua por encima, la tos. Hay gente que puede
hacerlo, yo no, no
estoy acostumbrado.
La pieza repleta, lo imaginaba. Algunos ya no estaban,
no pude darme cuenta
exacta porque había mucha gente. El del sombrero sí estaba, ya dormido. No
vi a la italiana, pero el marido estaba en un rincón, ella debía andar por ahí, o
se habría ido. Lo cierto es que no había sitio para mí, a pesar de que, estoy
seguro, vendría aún más gente. Pero yo no, soy muy delicado,
tanta gente me
molesta, no puedo dormir sobre otros cuerpos, o
sentado, y ese olor.
Cambié el sueño. Me iba a dormir de día a las ruinas, de noche vagaba muerto
de frío, no comía bien. Conseguí un sobretodo, pero el frío venía de adentro.
Ma pensó, estoy seguro, que era por la pieza,
y quizás tuviera razón, pero yo
me dije que necesitaba verla, nuevamente la estaba
buscando, sin saber del
todo por qué. Había un maestro nuevo que la ayudaba,
dijo, un muchacho
joven, estaban de novios, me pareció bien. Dijo que podía compartir la pieza
con él, pero le aseguré que no necesitaba, sólo quería saludarla, me alegró
verla contenta.
Apareció un deforme, me reconoció, trató de subírseme encima, con los
labios en trompa.
—Los chicos se acuerdan —dijo Ma—. A veces preguntan por ti, no seas
malo, no ves que quiere darte un beso.
Le puse la mejilla, pero no me dio asco, incluso me
despertó cierta
ternura, podría parecer hasta hermoso, para qué tantos ojos. Vino el maestro,
me miró con curiosidad, lo saludé.
Me hubiera gustado que Ma recitara en francés, pero no había ambiente,
momento inoportuno.
—Bueno, bueno —dije e hice como que miraba el reloj, aunque Ma
podría imaginarse que no tenía—. Me alegro de verte bien, ya tendremos
oportunidad de charlar con más tiempo.
Me levanté justo para llegar al puerto y ver la
puesta de sol, hacía unos días
que había descubierto que era un espectáculo interesante, el óvalo violeta,
fragmentado por nubéculas, que se hincha sobre el cielo
rojo, el mar lo traga y
todo es violeta por unos instantes, luego la noche.
Fui al borbollón, no me produjo emociones, conseguí una hermosa
billetera pero con poco dinero, caminé por el asfalto, pensé que podía
quedarme parado ahí y hundirme, pero llevaría mucho tiempo, al fin me iba a
aburrir, y, de todos modos, no pasaría quizás de los tobillos.
Como siempre, al pasar por la confitería miré hacia adentro, con la
esperanza de siempre, casi un reflejo condicionado.
Llilli.
Reía, en una mesa, varias personas a su
alrededor, muy elegante, su
desafiante perfil, los negros cabellos que ahora había trenzado, esa
profundidad alegre de los ojos, las manos.
Entré, me senté en una mesa próxima y la miraba, me miró un par de
veces sin querer reconocerme, vino el mozo y le pedí un té, puso cara extraña,
claro, por mis ropas.
Llilli, adorable, no la había embellecido con el recuerdo, viéndola era
mejor que el mejor recuerdo. Al fin notó la insistencia de mi mirada y me
saludó, con una sonrisa, después todos se levantaron para irse, hombres y
mujeres, yo me levanté y le toqué un hombro, le dije «te acuerdas de mí», me
dijo «sí, Marco Tulio», y rió, no sé si de mí, le dije «quiero verte», dijo
«ahora, no», dije «cuándo», dijo «mañana a las ocho, aquí», y se metieron
todos en el borbollón. Pagué el té sin tomarlo y también me metí en el
borbollón.
Las ocho, las nueve, las diez, las once, las doce, me
había disfrazado de
caballero, tomé litros de té, el mozo me miraba, Llilli no apareció, lo sabía.
Me sumergí en la bañera y me dormí, desperté un tiempo después y me acosté
a dormir en una gran cama.
Compuse una plegaria a la gelatina, madre nuestra, acógenos en tu regazo,
pensé en Ruth, en el Rengo, en la Chancha,
en Horacio, en el Enano, en el
Ulises, también en el Gusano y en Magenta, y en Ma,
y en el deforme que me
besó, y en mí.
«Llilli» —pensé.
A la mañana siguiente.
Abrí la ventana, tiré de la correa que sube la persiana, y empezó a entrar
como un bulto transparente, en forma lenta, algo que
crecía, tenía algunas
burbujas de aire, me hizo acordar a la miel, pero más sólida, como carne.
Traté de cerrar la ventana pero fue
imposible, aquello no podía pararse con
nada.Me vestí apresuradamente, sintiéndome ridículo en ese traje, y abrí, con
mucho cuidado, la puerta del apartamento; no había gelatina; comencé a bajar
la escalera en dirección a la planta baja, pero la gelatina
se había colado por la
puerta de calle y subía la escalera, lenta e inexorable,
como leche que hierve;
di vuelta y comencé a subir.
La gelatina que entraba por la ventana de la pieza en
que dormí todavía no
había empezado a salir por la puerta del
apartamento; seguí hasta el segundo
piso, probé las puertas, pero estaban cerradas;
lo mismo en el tercero, y en el
cuarto.
En el quinto había una puerta abierta; entré, cerré, miré a través de los
vidrios de la ventana a la calle y allí estaba, pegada contra los vidrios, no se
veía casi la vereda de enfrente.
Me atacó la claustrofobia, sabía que, aunque los vidrios resistieran, de
todos modos habría de morir, y de una manera lenta,
asfixiado, de hambre, o
de sed, y yo no quería que sucediera así, tampoco tenía coraje para meterme
en la gelatina, anoche hubiera sido distinto, ahora
no.
Recorrí la casa, examinando todas las
ventanas. Al fondo había un baño
de servicio, con una ventanita estrecha, libre de
gelatina.
Cinco pisos. Abajo, un patio vacío.
Saqué el cuerpo a través de la ventanita, tratando de actuar serenamente y
de no mirar hacia abajo (por el vértigo).
Me agarré de un caño de desagüe, calcé los pies en unas salientes, no sé
cómo, parecía que con las uñas me prendía a la pared, empecé a transpirar y
me picaba la espalda, me picaban la cara y
especialmente la nariz, toda la
cabeza. Tenía la plena seguridad de que nunca
llegaría vivo. El instinto de
conservación era superior a mí; muchas veces quise soltarme y terminar, pero
las manos se agarraban solas, los pies se afirmaban
solos en salientes
despreciables, en bordes de ventanas; tenía calambres en todos los músculos y
de vez en cuando me ponía a temblar, y el corazón bailaba en el pecho y subía
hasta la garganta, después de un resbalón el pie volvió a afirmarse pero estuve
cerca de una hora, o varias horas, o no sé cuánto, sin poderme mover; luego,
de vuelta a bajar, otra vez, hasta que al fin decidí soltarme de veras, no podía
soportarlo más, miré para abajo creyendo estar todavía en el cuarto piso, o en
el tercero, y me sacudió el espasmo de una risa cuando vi que
mis pies casi
rozaban el suelo del patio.
Atravesé la casa, me costaba moverme, todo me
dolía, pero tenía que alejarme
de allí.
Era el cura, ahora vestido de particular, no parecía tan desagradable como
cuando cura. También vi a Magenta y a otros. Estaba en
las ruinas.
—¿Qué quieren? —pregunté, con insolencia. El cura sacó unas hojas
escritas.
—Autos caratulados: Magenta Inés contra Marco Tulio. Abandono de
hogar. Castigos corporales.
Traté de huir, pero era imposible; me
atraparon en seguida. Una paliza
brutal, me dejaron desnudo y magullado, pensé que tenía algún hueso roto, y
no veía claro.
—En busca de nuevos horizontes —le dije al Gusano, él permanecía fiel, no
sé cómo soportaba el olor de los cadáveres. La fuente, ahora, estaba rota (la
estatua quebrada).
—Ya no manará agua del cántaro —dijo, y me pareció que estaba loco.
Junio
de 1967
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