Philip Dick-James P. Crow
James P. Crow
—ERES UN
REPUGNANTE… SER HUMANO —chilló de mal
humor el
robot tipo Z recién salido de la fábrica.
Donnie
enrojeció y se escabulló. Era cierto. Era un ser humano,
un niño
humano. La ciencia no podía hacer nada por remediarlo.
Estaba condenado
a ello. Un ser humano en un mundo de robots.
Deseó
morir. Deseó yacer bajo la hierba, que los gusanos le
comieran,
reptaran por su interior y le devoraran el cerebro, su
pobre y
miserable cerebro humano. Z-236r, su compañero robot, no
tendría a
nadie con quien jugar y sufriría remordimientos.
—¿Adónde
vas? —preguntó Z-236r.
—A casa.
—Marica.
Donnie no
replicó. Recogió su ajedrez tetradimensional, lo
guardó en
el bolsillo y se dirigió entre las hileras de ecardas hacia
los
sectores de los humanos. Z-236r se quedó centelleando bajo el
sol del
atardecer, como una torre pálida de metal y plástico.
—Me
importas un huevo —gritó Z-236r—. Además, ¿quién
quiere
jugar con un ser humano? Vete a casa. Hueles mal.
Donnie no
dijo nada, pero se encogió un poco más, y su barbilla
se hundió
contra su pecho.
—Bien, ya
ha ocurrido —dijo el deprimido Edgar Parks a su
esposa,
sentada frente a él a la mesa de la cocina.
Grace
levantó la vista al instante.
—¿El qué?
—Donnie ha
aprendido hoy cuál es su sitio. Me lo dijo mientras
me estaba
cambiando. Uno de los nuevos robots estaba jugando
con él. Le
llamó ser humano. Pobre niño. ¿Por qué demonios nos lo
tendrán
que restregar por la cara? ¿Por qué no nos dejan en paz?
—Ya entiendo
por qué no ha querido cenar. Está en su cuarto.
Sabía que
algo había pasado. —Grace tocó la mano de su marido
—. Lo
superará. Todos hemos de aprender por las malas. Es fuerte.
Se rehará.
Ed Parks
se levantó de la mesa y entró en la sala de estar de su
modesta
vivienda de cinco habitaciones, situada en el sector de la
ciudad
reservado para los humanos. Se le habían pasado las ganas
de comer.
—Robots.
—Apretó los puños inútilmente—. Me gustaría agarrar
a uno por
mi cuenta. Sólo una vez. Hundirle las manos en las tripas,
arrancarle
puñados de alambre y piezas. Sólo una vez antes que me
muera.
—Quizá lo
consigas algún día.
—No. No,
nunca será posible. En cualquier caso, los humanos
serían
incapaces de manejar nada sin robots. Es verdad, cariño. Los
humanos no
han alcanzado la integración necesaria para sustentar
una
sociedad. Las Listas lo demuestran dos veces al año. Hay que
ser
realistas: los humanos son inferiores a los robots. ¡Pero lo malo
es que
éstos no cesan de pregonarlo! Como le ha pasado hoy a
Donnie.
Nos lo restriegan por la cara. No me importa ser el criado
personal
de un robot. Es un buen trabajo. La paga es buena y el
trabajo
poco pesado, pero cuando a mi hijo le dicen que es…
Ed se
calló. Donnie había entrado en la sala de estar.
—Hola,
papá.
—Hola,
hijo. —Ed palmeó la espalda del niño—. ¿Cómo estás?
¿Te
apetece ver algún espectáculo esta noche?
Por las
noches, se retransmitían por las videopantallas
espectáculos
protagonizados por humanos. Los humanos eran
buenos
artistas. Los robots no podían competir en este campo. Los
seres
humanos pintaban, escribían, bailaban, cantaban y actuaban
para
distracción de los robots. También cocinaban mejor, pero los
robots no
comían. Los seres humanos ocupaban su puesto. Se les
comprendía
y apreciaba, como criados personales, artistas,
funcionarios,
jardineros, obreros de la construcción, reparadores,
trabajadores
de las fábricas y otros empleos diversos.
Pero en lo
referente a puestos como el coordinador del control
cívico, o
supervisor de las cintas de usone que proveían de energía
a los doce
hidrosistemas del planeta…
—Papá
—dijo Donnie—, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—Ed se sentó en el sofá con un suspiro. Se reclinó y
cruzó las
piernas—. ¿Cuál es?
Donnie se
sentó en silencio a su lado. Su cara redonda estaba
muy seria.
—Papá,
quiero hacerte una pregunta sobre las Listas.
—Ah, ya.
—Ed se acarició el mentón—. Muy bien. Las Listas
saldrán
dentro de unas semanas. Es hora que empieces a estudiar
para tu
examen. Sacaremos algunos de muestra y los repasaremos.
Tal vez
entre los dos podamos prepararte para el nivel veinte.
—Escucha.
—Donnie se acercó más a su padre. Le habló en voz
baja y
firme—. Papá, ¿cuántos humanos han aprobado sus Listas?
Ed se
levantó con brusquedad y empezó a pasear por la
habitación,
mientras llenaba su pipa con el ceño fruncido.
—Bueno,
hijo, no lo sé muy bien. Quiero decir que a los
humanos no
se les permite el acceso a los archivos informatizados,
de modo
que no lo puedo verificar. La ley dice que cualquier
humano que
obtenga una puntuación que alcance el cuarenta por
ciento es
apto para clasificarse, con posibilidades de ir ascendiendo
gradualmente,
según los resultados posteriores. No sé cuántos
humanos
han sido capaces de…
—¿Ha
superado algún humano su Lista? Ed tragó saliva,
nervioso.
—Caramba,
muchacho. No lo sé. En realidad, no sé de ninguno.
Tal vez
no. Sólo hace trescientos años que se convocan las Listas.
Antes, el
gobierno era reaccionario y prohibía a los humanos
competir
con los robots. Actualmente, tenemos un gobierno liberal y
podemos
competir en las Listas si alcanzamos la puntuación
necesaria…
—Su voz se quebró y debilitó—. No, chico —reconoció,
compungido—,
ningún humano ha aprobado su lista. No somos… lo
bastante
inteligentes.
Un gran
silencio se hizo en la habitación. Donnie movió apenas
la cabeza,
inexpresivo. Ed no le miró. Se concentró en su pipa, que
sostenía
con manos temblorosas.
—No es tan
malo —dijo Ed con voz hueca—. Tengo un buen
empleo.
Soy criado personal de un robot tipo N magnífico. Recibo
generosas
propinas en Navidad y Pascua. Me da permiso cuando
me
encuentro mal. —Carraspeó ruidosamente—. No es tan malo.
Grace
estaba de pie en la puerta. Entró en la sala con un brillo
en los
ojos.
—No, ni
mucho menos. Le abres las puertas, le acercas sus
instrumentos,
haces llamadas en su nombre, te ocupas de sus
recados,
lo engrasas, lo reparas, le cantas, le hablas, registras
cintas…
—Cierra el
pico —murmuró Ed, irritado—. ¿Qué demonios
debería
hacer? ¿Renunciar? Podría cortar céspedes, como John
Hollister
y Pete Klein. Al menos, mi robot me llama por el nombre,
como a un
ser vivo. Me llama Ed.
—¿Es
posible que algún ser humano apruebe la Lista? —
preguntó
Donnie.
—Sí
—contestó con seguridad Grace.
—Claro,
muchacho —corroboró Ed—. Por supuesto. Algún día,
es posible
que los humanos y los robots vivan juntos en igualdad de
condiciones.
Ha surgido entre los robots un Partido Igualitario.
Tienen
diez escaños en el Congreso. Creen que los humanos deben
ser
admitidos sin Listas, pues es obvio… —Se interrumpió—. Quiero
decir que
ningún humano, hasta el momento, ha sido capaz de
pasar su
Lista…
—Donnie
—dijo Grace con furia, inclinándose sobre su hijo—,
escúchame.
Quiero que me prestes atención. Nadie sabe lo que te
voy a
decir. Los robots no hablan de eso. Los humanos no lo saben.
Pero es
verdad.
—¿Qué es?
—Conozco a
un ser humano que…, que está clasificado. Pasó
sus
Listas. Hace diez años. Y ha subido. Ha llegado al nivel dos.
Algún día
alcanzará el uno. ¿Me has oído? Un ser humano. Y sigue
ascendiendo.
La duda se
reflejó en el rostro de Donnie.
—¿De
veras? —La duda se convirtió en esperanza—. ¿En el
nivel dos?
¿Lo dices en serio?
—Es un
cuento —gruñó Ed—. Llevo toda la vida oyéndolo.
—¡Es
verdad! Escuché a dos robots comentándolo mientras
limpiaba
una unidad de ingeniería. Se callaron cuando me vieron.
—¿Cómo se
llama? —preguntó Donnie, con los ojos abiertos de
par en
par.
—James P.
Crow —respondió Grace con orgullo.
—Un nombre
extraño —murmuró Ed.
—Ése es su
nombre. Lo sé. No es un cuento. ¡Es cierto! Y algún
día,
llegará a la cumbre, al Consejo Supremo.
—Sí, en
efecto, es verdad. —Bob McIntyre bajó la voz—. Se
llama
James P. Crow.
—¿No es
una leyenda? —preguntó Ed.
—Ese
humano existe, y es de nivel dos. Ha subido muy arriba.
Pasó sus
Listas así. —McIntyre chasqueó los dedos—. Los robots lo
han
ocultado, pero es un hecho. Y la noticia se ha extendido. Cada
vez la
saben más humanos.
Los dos
hombres se habían detenido junto a la puerta de servicio
del enorme
Edificio de Investigación Estructural. Empleados robot
salían y
entraban sin cesar por las puertas principales, situadas en
la fachada
del edificio. Robots planificadores que dirigían la
sociedad
de la Tierra con habilidad y eficacia.
Los robots
gobernaban la Tierra. Siempre había sido así. Las
grabaciones
históricas lo decían. Los humanos habían sido
inventados
durante la Guerra Total del Undécimo Milibar. Se habían
probado y
utilizado todo tipo de armas; los humanos fueron una
más.
La guerra
había socavado la sociedad. Durante las décadas
siguientes,
la anarquía y la decadencia se extendieron por doquier.
La
sociedad se había reformado poco a poco bajo la paciente guía
de los
robots. Los humanos habían contribuido a la reconstrucción.
Por qué
habían sido fabricados, para qué se habían utilizado, cómo
habían
servido en la guerra… Todas las respuestas habían sido
destruidas
por las bombas de hidrógeno. Los historiadores tuvieron
que llenar
los huecos con conjeturas. Y así lo hicieron.
—¿Y ese
nombre tan raro? —preguntó Ed. McIntyre se encogió
de
hombros.
—Sólo sé
que es el subconsejero de la Conferencia de
Seguridad
del Norte, y que va directo al consejo en cuanto alcance
el nivel
uno.
—¿Qué
piensan los robs?
—No les
gusta, pero no pueden hacer nada. La ley dice que un
humano
puede acceder a cualquier empleo, si está cualificado.
Nunca
pensaron que un humano lo lograría, por supuesto, pero el
tal Crow
aprobó las Listas.
—Es muy
extraño. Un humano, más listo que los robs. Me
pregunto
por qué.
—Era un
reparador vulgar. Un mecánico, que arreglaba
maquinarias
y diseñaba circuitos. Sin nivel, desde luego. De
repente,
pasó su primera Lista. Entró en el nivel veinte. En la
siguiente
pasó al diecinueve. Tuvieron que darle un trabajo. —
McIntyre
rió por lo bajo—. Qué pena, ¿verdad? Tener que sentarse
con un ser
humano.
—¿Cómo
reaccionan?
—Algunos
se marchan. Prefieren irse en vez de sentarse con un
humano. La
mayoría se quedan. Muchos robs son decentes. Se
esfuerzan
mucho.
—Me
gustaría conocer al tal Crow. McIntyre frunció el ceño.
—Bueno…,
tengo entendido que no le gusta ser visto en
compañía
de humanos.
—¿Por qué
no? —se encrespó Ed—. ¿Qué tienen de malo los
humanos?
¿Se considera tan importante y poderoso por estar
sentado
arriba con robots?
—No es
eso. —McIntyre le miraba de una forma extraña,
ansiosa y
lejana a la vez—. No es eso, Ed. Está preparando algo.
Algo
importante. No debería decirlo, pero se trata de algo grande,
endemoniadamente
grande.
—¿Qué es?
—No puedo
decirlo, pero ya verás cuando llegue al Consejo. Ya
verás.
—Los ojos de McIntyre eran febriles—. Es tan grande que
conmocionará
al mundo. Hasta el sol y las estrellas se
estremecerán.
—¿Qué es?
—No lo sé,
pero Crow se guarda un as en la manga. Algo
increíblemente
grande. Todos lo estamos esperando. Esperamos el
día…
James P.
Crow se sentó, pensativo, ante su reluciente escritorio
de caoba.
Ése no era su nombre auténtico, por supuesto. Lo había
adoptado
después de los primeros experimentos, sonriendo para sí.
Nadie
sabría jamás qué significaba; seguiría siendo un chiste
privado,
personal y discreto. De todas formas, era un chiste
estupendo.
Mordaz y apropiado.[23]
Era un
hombre bajo, de sangre alemana e irlandesa. Un
hombrecillo
delgado, de piel clara, ojos azules y cabello arenoso que
resbalaba
sobre su cara y se veía obligado a peinar hacia atrás.
Llevaba pantalones
holgados y las mangas subidas. Era nervioso,
excitable.
Fumaba todo el día, bebía café y, por lo general, le
costaba
dormir por las noches. Pero bullían muchas cosas en su
mente.
Muchísimas.
Crow se puso en pie de repente y se acercó al
videotransmisor.
—Haga
pasar al comisario de las Colonias —ordenó.
El cuerpo
de plástico y metal del comisario entró en el despacho.
Un robot
tipo R, paciente y eficiente.
—¿Deseaba…?
—se interrumpió al ver a un humano. Durante
un
segundo, asomó la duda a sus pálidas lentillas. Un tenue
desagrado
se pintó en sus rasgos—. ¿Deseaba verme?
Crow ya
había visto antes aquella expresión. Incontables veces.
Ya estaba
acostumbrado…, casi. La sorpresa, y después el altivo
repliegue,
la fría y precisa formalidad. No era Jim, sino el «señor»
Crow. La
ley les obligaba a tratarle como a un igual. Ofendía a unos
más que a
otros. Algunos lo expresaban sin ambages. Éste reprimía
un tanto
sus sentimientos. Crow era su superior.
—Sí,
deseaba verle —dijo Crow con calma—. Quiero su informe.
¿Por qué
no ha llegado todavía?
El robot
se excusó, todavía altivo y distante.
—Un
informe de tales características necesita tiempo. Hacemos
lo que
podemos.
—Lo quiero
dentro de dos semanas. Ni un día más tarde.
En su
interior, los prejuicios de toda la vida del robot entablaron
una dura
batalla contra las exigencias de las decisiones
gubernamentales.
—Muy bien,
señor. El informe estará listo dentro de dos
semanas.
Salió del despacho y la puerta se cerró a su espalda.
Crow
espiró el aliento contenido. ¿Hacían lo que podían? No, no
bastaba
para satisfacer a un ser humano. Aunque fuera de grado
consultivo,
nivel dos. Todos se lo tomaban con calma, sin
apresurarse.
La puerta
se desvaneció y un robot entró rodando en el
despacho.
—Hola,
Crow. ¿Tiene un minuto?
—Por
supuesto —sonrió Crow—. Entre y siéntese. Siempre es
un placer
hablar con usted.
El robot
depositó unos papeles sobre el escritorio de Crow.
—Grabaciones
y todo eso. Bagatelas. —Observó a Crow con
mirada
penetrante—. Parece disgustado. ¿Ha ocurrido algo?
—Un
informe que había pedido. Aún no me lo han entregado.
Alguien se
lo está tomando con calma.
—La
historia de siempre —refunfuñó L-87t—. Por cierto… Esta
noche
tenemos una reunión. ¿Quiere venir y echar un discurso? Le
distraería.
—¿Una
reunión?
—Del
Partido Igualitario.
L-87t hizo
un rápido gesto con su grapa derecha, una especie de
medio arco
en el aire. El símbolo de los Igualitarios.
—No. Me
gustaría, pero tengo cosas que hacer.
—Oh. —El
robot se dirigió hacia la puerta—. Muy bien. De todas
formas,
gracias. —Se volvió antes de salir—. Usted ha significado
un gran
estímulo para nosotros. Es la prueba viviente de nuestra
teoría: un
ser humano es igual a un robot y es preciso reconocerlo.
—Un humano
no es igual a un robot —declaró Crow, con una
leve
sonrisa.
—¿Qué está
diciendo? —se indignó L-87t—. ¿Acaso no es usted
la prueba
viviente? Fíjese en las puntuaciones de su Lista.
Perfectas.
Ni un fallo. Dentro de dos semanas ascenderá al nivel
uno. Lo
más alto.
—Lo
siento. —Crow agitó la cabeza—. Un humano no es igual a
un robot,
de la misma forma que no es igual a un horno, o a un
motor
diesel, o a un quitanieves. Hay muchas cosas que los
humanos no
pueden hacer. Seamos realistas.
—Pero…
L-87t
estaba estupefacto.
—Lo digo
muy en serio. Usted ignora la realidad. Los humanos
somos
completamente diferentes de los robots. Los humanos
sabemos
cantar, interpretar, escribir obras de teatro, cuentos,
óperas,
pintar, diseñar decorados, jardines botánicos, edificios,
cocinar
platos deliciosos, hacer el amor, garrapatear poemas en los
menús…, y
los robots no.
Pero los
robots saben construir edificios complejos y máquinas
que
funcionan a la perfección, trabajar durante días seguidos sin
descansar,
pensar sin interrupciones emocionales, relacionar datos
muy
complicados en un segundo.
»Los
humanos destacamos en algunos campos, los robots en
otros. Los
humanos poseemos emociones y sentimientos muy
desarrollados,
sentido de la estética. Somos sensibles a los colores,
sonidos y
texturas, y a la música suave combinada con un buen
vino.
Cosas maravillosas, valiosas, pero inalcanzables para los
robots.
Los robots son puro intelecto. Lo cual no deja de ser,
también,
maravilloso. Ambas facetas son maravillosas. Humanos
emocionales,
sensibles al arte, la música y el teatro. Robots que
piensan,
planifican y diseñan máquinas. Eso no significa que
seamos
iguales.
L-87t
sacudió la cabeza con pesar.
—No le
entiendo, Jim. ¿No desea ayudar a su raza?
—Por
supuesto, pero de una manera realista, no a partir de
ignorar
hechos y de afirmar ilusoriamente que hombres y robots son
intercambiables,
elementos idénticos.
Una
curiosa mirada alumbró en las lentillas de L-87t.
—¿Cuál es
su solución, entonces? Crow apretó la mandíbula.
—Espere
unas semanas más y lo sabrá.
Crow salió
del Edificio de Seguridad Terrícola. La calle estaba
atestada
de robots, brillantes carcazas de metal, plástico y fluido
d/n. Los
humanos nunca pisaban esta zona, a excepción de los
criados
personales. Era el sector directivo de la ciudad, el corazón,
el núcleo,
donde se gestaban la planificación y la organización. La
vida de la
ciudad se controlaba desde esta zona. Había robots por
todas
partes. En los vehículos de superficie, en las rampas móviles,
en las
terrazas; entraban y salían de los edificios, recorrían las
calles, se
paraban a conversar y discutir como senadores romanos.
Algunos
saludaban a Crow con un breve y formal movimiento de
cabeza. Y
después le volvían la espalda. La mayoría no reparaba en
él o se
apartaban para evitar el contacto. A veces, un grupo de
robots
parlanchines se callaba bruscamente cuando Crow pasaba a
su lado.
Las lentillas se clavaban en él, solemnes y algo
asombradas.
Se fijaban en el color de su brazalete: nivel dos.
Sorpresa e
indignación. Y, cuando se alejaba, se percibía un veloz
zumbido de
irritación y rencor. Miradas que le seguían mientras se
encaminaba
al sector de los humanos.
Un par de
humanos estaban de pie frente a las Oficinas de
Control
Interno, armados con tijeras de podar y rastrillos. Jardineros,
que
plantaban y regaban los jardines del gran edificio público.
Siguieron
a Crow con miradas emocionadas. Uno agitó la mano en
dirección
a él, nervioso y esperanzado. Un humano mediocre que
saludaba
al único humano que había conseguido alcanzar un nivel.
Crow hizo
un breve ademán.
Los ojos
de los dos humanos se agrandaron de admiración y
reverencia.
Aún continuaban mirándole cuando Crow dobló la
esquina
del cruce principal y se mezcló con la multitud que acudía a
comprar al
mercadillo interplanetario.
Artículos
procedentes de las ricas colonias de Venus, Marte y
Ganímedes
llenaban los puestos al aire libre. Los robots llegaban en
oleadas.
Examinaban las muestras, calculaban el precio, discutían y
parloteaban.
Se veían algunos humanos, sobre todo mayordomos,
que se
proveían de existencias. Crow atravesó el mercadillo y lo
dejó
atrás. Se aproximaba al sector humano de la ciudad. Ya
detectaba
el acre olor de los humanos.
Los robots
no olían, por supuesto. El olor humano se percibía al
instante
en un mundo de máquinas inodoras. El barrio humano
ocupaba
una sección, en otros tiempos próspera, de la ciudad. Los
humanos se
habían mudado a él, y el valor de la propiedad había
caído en
picado. Poco a poco, los robots habían abandonado las
casas, y
en el barrio sólo vivían humanos. Crow, a pesar de su
cargo,
estaba obligado a vivir en el barrio humano. Su casa, una
vivienda
de cinco habitaciones, idéntica a las demás, estaba situada
en la zona
más apartada del barrio. Una casa entre tantas otras.
Crow
levantó la mano y la puerta se desvaneció. Entró a toda
prisa y la
puerta volvió a formarse. Consultó su reloj. Tenía mucho
tiempo.
Una hora antes se hallaba sentado ante su escritorio.
Se frotó
las manos. Siempre resultaba estimulante volver a sus
dependencias
personales, donde había crecido y vivido como un ser
humano
vulgar, sin nivel…, antes de superar aquello e iniciar su
meteórico
ascenso hacia los niveles superiores.
Crow
atravesó la silenciosa casa y se encaminó hacia el taller de
la parte
posterior. Abrió las puertas cerradas con candado. El taller
estaba
caliente y seco. Desconectó el sistema de alarma, un
intrincado
laberinto de timbres y cables que era completamente
innecesario;
los robots nunca entraban en el barrio humano, y los
humanos no
solían practicar el hurto.
Crow cerró
las puertas y se sentó ante un montón de maquinaria
reunido en
el centro del taller. Conectó la electricidad y la
maquinaria
cobró vida con un zumbido. Cuadrantes y agujas
empezaron
a moverse. Las luces se encendieron.
Ante él,
una ventana cuadrada de color gris adquirió un tenue
brillo
rosado. La Ventana. El pulso de Crow se aceleró. Dio un
golpecito
a un interruptor. La Ventana se nubló y mostró una escena.
Deslizó
una cinta de computadora delante de la pantalla y la activó.
La
computadora emitió unos chasquidos mientras formas borrosas
oscilaban
en la Ventana. Examinó la película.
Dos robots
estaban de pie detrás de una mesa. Se movían con
gran
rapidez. Redujo la velocidad de la cinta. Los robots
manipulaban
algo. Crow aumentó la imagen y los objetos
aparecieron
a la vista.
Los robots
estaban clasificando Listas. Listas del nivel uno.
Ordenándolas
y dividiéndolas en grupos. Varios cientos de hojas
con
preguntas y respuestas. Ante la mesa aguardaban una multitud
de
ansiosos robots que esperaban saber sus puntuaciones. Crow
aceleró
las imágenes. Los dos robots se movieron frenéticamente,
ordenando
y disponiendo Listas. Después, sostuvieron en alto la
Lista del
nivel uno ganadora…
La Lista.
Crow la fijó en la pantalla disminuyendo la velocidad a
cero. La Lista
quedó inmóvil, como un espécimen en una
diapositiva.
La cinta zumbaba, grabando la pregunta y las
respuestas.
Crow no se
sentía culpable. No le remordía la conciencia por
utilizar
una ventana temporal para ver los resultados de las futuras
Listas.
Llevaba diez años haciéndolo, desde el principio hasta la
Lista
definitiva, la del nivel uno. Nunca se había engañado a sí
mismo. Sin
ver de antemano las respuestas, jamás habría
aprobado.
Seguiría sin nivel, mezclado con la masa no diferenciada
de
humanos.
Las Listas
estaban dirigidas a mentes de robots, hechas por
robots, en
consonancia con una civilización robot. Una civilización
extraña
para los humanos, a la que éstos se adaptaban con
dificultad.
No era de extrañar que sólo los robots aprobaran las
Listas.
Crow borró
la escena de la Ventana y apartó la computadora.
Envió la
Ventana hacia el pasado, a través de los siglos. Nunca se
cansaba de
ver los días de la prehistoria, los días previos a la
Guerra
Total que arruinara la sociedad humana y destruyera todas
las
tradiciones humanas. Los días en que los hombres vivían sin
robots.
Manipuló
los botones para capturar un momento. La Ventana
mostró a
los robots construyendo su sociedad de posguerra,
invadiendo
el devastado planeta, erigiendo ciudades enormes y
edificios,
limpiando el terreno de escombros. Con humanos como
esclavos.
Ciudadanos de segunda clase, criados.
Vio la
Guerra Total, la lluvia mortal que caía del cielo, tras pálidas
explosiones
portadoras de la destrucción. Vio la sociedad humana
disolverse
en partículas radiactivas. Toda la cultura y el saber
humanos se
perdieron en el caos.
Y, de
nuevo, revisó su escena favorita. La escena que había
examinado
cientos de veces, disfrutándola con enorme satisfacción.
Una escena
que mostraba a seres humanos en un laboratorio
subterráneo,
en los primeros días de la guerra. Diseñaban y
construían
los primeros robots, el tipo A, cuatro siglos antes.
Ed Parks
regresaba a su casa sin prisa; llevaba a su hijo de la
mano.
Donnie tenía la vista fija en el suelo. No decía nada. Sus ojos
estaban
rojos e hinchados. La pena teñía su rostro de blanco.
—Lo
siento, papá —murmuró. Ed le apretó la mano.
—No te
preocupes, muchacho. Hiciste lo que pudiste. No te
preocupes.
Quizá la próxima vez… Empezaremos a repasar mucho
antes.
—Maldijo para sí—. Esos repugnantes toneles metálicos…
¡Malditos
montones de hojalata sin alma!
Anochecía.
El sol se ocultaba. Subieron los escalones del porche
lentamente
y entraron en la casa. Grace les recibió en la puerta.
—¿No ha
habido suerte? —Examinó sus rostros—. No, ya veo
que no. La
historia de siempre.
—La
historia de siempre —repitió Ed con amargura—. No tenía
la menor
posibilidad. Era de prever.
Del
comedor surgió un murmullo de voces, pertenecientes a
hombres y
mujeres.
—¿Quién
está ahí? —preguntó Ed, irritado—. ¿Tenemos
compañía?
Por el amor de Dios, precisamente hoy…
—Entren.
—Grace les empujó hacia la cocina—. Hay noticias.
Tal vez se
sientan mejor. Ven, Donnie. Esto también te interesa a ti.
Ed y
Donnie entraron en la cocina. Estaba llena de gente. Bob
McIntyre y
su esposa, Pati. John Hollister, su esposa, Joan, y sus
dos hijos.
Pete y Rose Klein. Nat Johnson, Tim Davis y Barbara
Stanley,
unos vecinos. Un excitado murmullo se elevó del grupo.
Todos se
habían congregado alrededor de la mesa. La excitación y
el
nerviosismo predominaban. Había montones de cervezas y
bocadillos.
Los hombres y las mujeres reían y sonreían, contentos,
los ojos
brillantes.
—¿Qué
pasa? —gruñó Ed—. ¿A qué viene la fiesta? Bob
McIntyre
le palmeó la espalda.
—¿Qué tal,
Ed? Tenemos noticias frescas. —Tabaleó con los
dedos
sobre un noticiario grabado en cinta—. Prepárate. Afírmate
fuerte.
—¡Ponla!
—gritó excitado Pete Klein.
—¡Ya,
ponla! —Todo el grupo rodeó a McIntyre—. ¡Oigámosla
otra vez!
El rostro de McIntyre estaba transido de emoción.
—Bien, Ed.
Te lo voy a decir: lo ha conseguido. Ha aprobado.
—¿Quién?
¿De quién estás hablando?
—Crow. Jim
Crow. Ha pasado al nivel uno. —La cinta temblaba
en la mano
de McIntyre—. Ha sido nombrado miembro del Consejo
Supremo. ¿Comprendes?
Lo ha conseguido. Un ser humano,
miembro
del organismo supremo que gobierna el planeta.
—Santo
Dios —dijo Donnie, admirado.
—Y ahora,
¿qué? —preguntó Ed—. ¿Qué va a hacer?
—Pronto lo
sabremos —sonrió entre dientes McIntyre—. Prepara
algo. Lo sabemos.
Lo presentimos. Y no tardaremos en ser
testigos…,
de lo que sea.
Crow entró
con paso firme en la Cámara del Consejo, con una
cartera
bajo el brazo. Vestía un elegante traje nuevo. Se había
peinado.
Sus zapatos brillaban.
—Buenos
días —saludó.
Los cinco
robots le contemplaron con sentimientos encontrados.
Eran
viejos; sobrepasaban los cien años. El poderoso tipo N que
había
dominado la escena social desde su construcción, y un
increíblemente
antiguo tipo D, que no tardaría en cumplir trescientos
años.
Mientras Crow caminaba hacia su asiento, los cinco robots se
apartaron
para dejarle paso.
—Usted…
¿Usted es el nuevo miembro del Consejo? —preguntó
un robot
tipo N.
—En
efecto. —Crow tomó asiento—. ¿Desean examinar mis
credenciales?
—Se lo
ruego.
Crow les
mostró la tarjeta que le había entregado el Comité de
las
Listas. Los cinco robots la examinaron con suma atención. Por
fin, se la
devolvieron.
—Parece
que todo está en orden —admitió a regañadientes el
de tipo D.
—Por
supuesto. —Crow abrió la cremallera de su cartera—.
Deseo
empezar a trabajar cuanto antes. Hay que tratar de muchos
temas. He
traído algunos informes y cintas que, sin duda, les
interesarán
sobremanera.
Los robots
se sentaron lentamente, sin apartar la vista de Jim
Crow.
—Esto es
increíble —murmuró el de tipo D—. ¿Habla en serio?
¿De veras
espera sentarse entre nosotros?
—Por
supuesto. Dejémonos de historias y vayamos al grano. Un
robot de
tipo N, enorme y desdeñoso, se inclinó hacia él. Su cuerpo
metálico
barnizado era casi opaco.
—Señor
Crow —dijo con voz gélida—, debe comprender que
esto es
imposible. A pesar de las leyes y su derecho técnico a
sentarse
en este…
—Sugiero
que revisen las puntuaciones que he obtenido en las
Listas
—sonrió con calma Crow—. No he cometido ni un error en
ninguno de
los veinte exámenes. Una puntuación perfecta. Por lo
que yo sé,
ninguno de ustedes ha logrado una puntuación similar.
Por tanto,
según reza el decreto gubernamental referente al Comité
de
Exámenes oficial, soy su superior.
Sus palabras
cayeron como una bomba. Los cinco robots se
hundieron
en sus asientos, anonadados. Sus lentillas centellearon
en señal
de inquietud. Un agudo murmullo de preocupación llenó la
cámara.
—Veamos
—murmuró un N, extendiendo su grapa.
Crow les
entregó sus hojas de exámenes, que los cinco robots
examinaron
a toda prisa.
—Es cierto
—declaró el D—. Increíble. Ningún robot ha logrado
jamás una
puntuación tan perfecta. Según nuestras leyes, este
humano nos
desbanca.
—Ahora,
vayamos a lo que interesa —dijo Jim Crow. Esparció
sus cintas
e informes—. No pienso perder el tiempo. Voy a hacer
una
propuesta. Una propuesta importante sobre el problema más
crítico de
esta sociedad.
—¿De qué
problema se trata? —preguntó un X, temeroso.
—El
problema de los humanos —replicó Crow, tenso—. Los
humanos
ocupan una posición inferior en el mundo de los robots.
Lacayos en
un mundo extraño. Criados de los robots.
Silencio.
Los cinco
robots estaban petrificados. Había sucedido. Lo que
siempre
habían temido. Crow se reclinó en su asiento y encendió un
cigarrillo.
Los robots vigilaban cada uno de sus movimientos: sus
manos, el
cigarrillo, el humo, la cerilla que aplastó con el pie. El
momento
había llegado.
—¿Qué
propone usted? —preguntó por fin el D, con metálica
dignidad—.
¿Cuál es esa propuesta?
—Propongo
que los robots abandonen la Tierra cuanto antes.
Que hagan
las maletas y se larguen. Que emigren a las colonias.
Ganímedes,
Marte, Venus. Que dejen la Tierra a los humanos.
Los robots
se pusieron en pie al instante.
—¡Increíble!
Nosotros construimos este mundo. ¡Este es nuestro
mundo! La
Tierra nos pertenece. Siempre nos ha pertenecido.
—¿De
veras? —preguntó Crow con gravedad.
Un
estremecimiento de inquietud recorrió a los robots.
Titubearon,
extrañamente alarmados.
—Por
supuesto —murmuró el D.
Crow
alargó la mano hacia sus montañas de cintas e informes.
Los robots
observaban sus movimientos con temor.
—¿Qué es
eso? —preguntó un N, nervioso—. ¿Qué guarda ahí?
—Cintas
—respondió Crow.
—¿Qué
clase de cintas?
—Cintas de
historia. —Crow hizo una señal y un criado humano
vestido de
gris entró en la cámara con una computadora—. Gracias
—dijo
Crow. El humano se disponía a salir de la cámara—. Espera.
A lo mejor
te gusta quedarte a ver esto, amigo mío.
Los ojos
del criado casi se salieron de las órbitas. Se refugió en
un rincón
y aguardó, expectante y tembloroso.
—Extremadamente
irregular —protestó el D—. ¿Qué está
haciendo?
¿Qué es esto?
—Observe.
—Crow introdujo la primera cinta en la computadora
y lo
conectó. Una imagen tridimensional se formó en el aire, en el
centro de
la mesa del Consejo—. No aparten la vista bajo ningún
concepto.
Recordarán este momento durante mucho tiempo.
La imagen
cobró forma. Estaban mirando la Ventana temporal.
Se puso en
movimiento una escena de la Guerra Total. Hombres,
técnicos
humanos, trabajaban frenéticamente en un laboratorio
subterráneo.
Ensamblaban algo. Ensamblaban…
El criado
humano lanzó un chillido atroz.
—¡Un A!
¡Un robot de tipo A! ¡Lo están fabricando!
Los cinco
robots del Consejo emitieron zumbidos de
consternación.
—¡Echen a
ese criado! —ordenó el D.
La escena
cambió. Mostró a los primeros robots, el primitivo tipo
A,
saliendo a la superficie para combatir en la guerra. Aparecieron
otros
robots, deslizándose entre las ruinas y la ceniza,
aproximándose
con cautela. Los robots se enfrentaron entre sí.
Ráfagas de
luz blanca. Resplandecientes nubes de partículas.
—Al
principio, los robots fueron diseñados para luchar como
soldados
—explicó Crow—. Después, se inventaron tipos más
avanzados
para trabajar como técnicos de laboratorio y para
manipular
las máquinas.
La escena
mostró una fábrica subterránea. Hileras de robots
trabajaban
en prensas y estampadoras. Los robots trabajaban con
eficiencia
y rapidez…, supervisados por capataces humanos.
—¡Estas
cintas son falsas! —gritó un N, irritado—. ¿Espera que
nosotros
lo creamos? Se formó una nueva escena. Robots, más
avanzados,
tipos más complejos y elaborados, que acaparaban
cada vez
más funciones económicas e industriales, a medida que
los
humanos eran destruidos por la guerra.
—Al
principio, los robots eran sencillos —prosiguió Crow—.
Atendían a
necesidades sencillas. Después, a medida que la guerra
progresaba,
se crearon tipos más avanzados. Por fin, los humanos
fabricaron
tipos D y E. Iguales a los humanos…, y en capacidad
conceptual,
superiores a los humanos.
—¡Esto es
una locura! —exclamó un N—. Los robots
evolucionaron.
Los tipos primitivos eran sencillos porque se trataba
de formas
primitivas, que luego dieron nacimiento a formas más
complejas.
Las leyes de la evolución explican con toda claridad este
proceso.
Se formó
una nueva escena. Los últimos estertores de la guerra.
Los robots
luchaban contra los hombres. Los robots vencían. El
caos total
de los últimos años. Interminables eriales de cenizas y
partículas
radiactivas. Kilómetros y kilómetros de ruinas.
—Todos los
registros culturales fueron destruidos —dijo Crow—.
Los robots
se convirtieron en los amos sin saber cómo o por qué, ni
cómo
habían llegado a existir. Sin embargo, éstos son los hechos
reales.
Los robots fueron creados para servir de herramientas a los
humanos.
Durante la guerra, se perdió el control.
Desconectó
la computadora. La imagen se desvaneció. Los
cinco
robots quedaron en silencio, atónitos.
Crow se
cruzó de brazos.
—¿Y bien?
¿Qué dicen? —Señaló con el pulgar al criado
humano
agazapado en un rincón de la cámara, asombrado y
perplejo—.
Ahora, ustedes saben y él sabe. ¿Qué creen que estará
pensando?
Yo se lo diré. Está pensando…
—¿Cómo
consiguió esas cintas? —murmuró el D—. No pueden
ser
auténticas. Deben ser falsas.
—¿Por qué
no las descubrieron nuestros arqueólogos? —gritó
un N.
—Yo las
tomé —dijo Crow.
—¿Que
usted las tomó? ¿Qué quiere decir?
—Mediante
una ventana temporal. —Crow tiró un grueso
paquete
encima de la mesa—. Aquí tienen los esquemas. Pueden
construir
una ventana temporal, si quieren.
—Una
máquina de tiempo. —El D se apoderó del paquete y miró
su
contenido—. Vio el pasado. —Comprendió de repente—.
Entonces…
—¡Vio el
futuro! —gritó furioso un N—. ¡El futuro! Eso explica la
perfección
de sus exámenes. Los examinó previamente.
Crow
tabaleó sobre sus papeles, impaciente.
—Ya han
oído mi propuesta. Ya han visto las cintas. Si votan en
contra de
la propuesta, exhibiré públicamente las cintas y los
esquemas.
Todos los humanos del mundo sabrán la verdadera
historia
de su origen y el de ustedes.
—¿Y qué?
—dijo un N, nervioso—. Podemos manejar a los
humanos.
Si estalla una rebelión, la sofocaremos.
—¿Usted
cree? —Crow se puso de repente en pie, con
expresión
dura—. Piénsenlo bien. Una guerra civil asolaría todo el
planeta.
Por un lado, los humanos, con siglos de odio contenido. Por
otro, los
robots, desmitificados de un día para otro, sabiendo que, en
un
principio, no fueron otra cosa que herramientas. ¿Están seguros
que esta
vez lograrán dominar la situación? ¿Están seguros?
Los robots
permanecieron en silencio.
—Si
evacuan la Tierra, destruiré las cintas. Las dos razas
continuarán
adelante, cada una con su cultura y sociedad propias.
Los
humanos en la Tierra. Los robots en las colonias. Ni amos, ni
esclavos.
Los cinco
robots vacilaban, airados y resentidos.
—¡Pero nos
costó siglos resucitar a este planeta de sus cenizas!
Nuestra
partida carece de sentido. ¿Qué diremos? ¿Qué motivo
aduciremos?
—Pueden
decir que la Tierra no es suficiente para la gran raza
de los
amos —dijo con dureza Crow.
Se hizo el
silencio. Los cuatro robots tipo N se miraron
nerviosamente
y susurraron algo entre sí. El enorme D siguió
sentado en
silencio; sus arcaicas lentillas de metal miraban con
fijeza a
Crow, y en su rostro se pintaba una expresión de
aturdimiento
y derrota.
Jim Crow
esperó, tranquilo.
—¿Puedo
estrecharle la mano? —preguntó con timidez L-87t—.
Me iré
pronto. Marcho en uno de los primeros grupos.
Crow
extendió la mano y L-87t se la estrechó, algo turbado.
—Espero
que todo salga bien —le deseó L-87t—. Vidéeme de
vez en
cuando. Manténganos informados.
Los
altavoces callejeros situados en las afueras de la sede del
Consejo
alteraron con sus voces ensordecedoras la tranquilidad del
crepúsculo.
Los altavoces pregonaron a lo largo y lo ancho de la
ciudad la
decisión del Consejo.
Los
hombres que volvían a casa después del trabajo se paraban
a
escuchar. En las casas unifamiliares de los barrios humanos,
hombres y
mujeres alzaron la vista e interrumpieron su rutina
doméstica,
curiosos y atentos. Por doquier, en todas las ciudades de
la Tierra,
robots y humanos dejaban sus actividades y clavaban la
vista en
los atronadores altavoces.
—Mediante
este comunicado anunciamos que el Consejo
Supremo ha
decidido destinar a la utilización exclusiva de los robots
las ricas
colonias de Venus, Marte y Ganímedes. Queda prohibido a
los
humanos abandonar la Tierra. A fin de aprovechar los recursos y
condiciones
de vida superiores de estas colonias, todos los robots
que ahora
residen en la Tierra serán transferidos a la colonia de su
elección.
»El
Consejo Supremo ha decidido que la Tierra no es el lugar
idóneo
para los robots. Su estado lastimoso y parcialmente
desolado
resulta indigno para la raza robot. Todos los robots serán
transportados
a sus nuevos hogares de las colonias en cuanto se
establezcan
los medios de desplazamiento adecuados.
»Los
humanos no podrán entrar en ningún caso en las zonas
colonizadas.
Las colonias son para el uso exclusivo de los robots.
Se
permitirá a la población humana permanecer en la Tierra.
»Mediante
este comunicado anunciamos que el Consejo
Supremo ha
decidido destinar a la utilización exclusiva de los robots
las ricas
colonias de Venus…
Crow se
apartó de la ventana, satisfecho.
Volvió a
su escritorio y prosiguió agrupando informes y papeles
en pulcros
montones. Los examinaba superficialmente, los
clasificaba
y apartaba a un lado.
—Espero
que todo salga a satisfacción de ustedes, los humanos
—repitió L-87t.
Crow
continuó estudiando las montañas de informes de alto
nivel,
marcándolos con su rotulador. Trabajaba con rapidez, absorto
y
ensimismado. Apenas advirtió que el robot se había parado en la
puerta.
—¿Puede
indicarme, a grandes rasgos, qué tipo de gobierno
establecerá?
Crow levantó la vista, impaciente.
—¿Qué?
—Su forma
de gobierno. ¿Cómo va a gobernar su sociedad,
ahora que
ha logrado echarnos de la Tierra? ¿Qué tipo de gobierno
reemplazará
al Consejo Supremo y al Congreso?
Crow no
respondió. Ya se había concentrado de nuevo en su
trabajo.
L-87t advirtió una dureza y una impenetrabilidad en su
rostro que
jamás había visto.
—¿Quién
asumirá la responsabilidad? —preguntó L-87t—.
¿Quiénes
compondrán el gobierno, ahora que nos vamos? Usted
dijo que
los humanos poseen escasa capacidad para manejar una
sociedad
moderna compleja. ¿Encontrará algún humano capaz de
mantener
la maquinaria en marcha? ¿Hay algún humano capaz de
dirigir a
la Humanidad?
Crow sonrió apenas. Y siguió
trabajando.
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