Philip Dick-James P. Crow




James P. Crow

 

 

 

 

 

—ERES UN REPUGNANTE… SER HUMANO —chilló de mal

humor el robot tipo Z recién salido de la fábrica.

Donnie enrojeció y se escabulló. Era cierto. Era un ser humano,

un niño humano. La ciencia no podía hacer nada por remediarlo.

Estaba condenado a ello. Un ser humano en un mundo de robots.

Deseó morir. Deseó yacer bajo la hierba, que los gusanos le

comieran, reptaran por su interior y le devoraran el cerebro, su

pobre y miserable cerebro humano. Z-236r, su compañero robot, no

tendría a nadie con quien jugar y sufriría remordimientos.

—¿Adónde vas? —preguntó Z-236r.

—A casa.

—Marica.

Donnie no replicó. Recogió su ajedrez tetradimensional, lo

guardó en el bolsillo y se dirigió entre las hileras de ecardas hacia

los sectores de los humanos. Z-236r se quedó centelleando bajo el

sol del atardecer, como una torre pálida de metal y plástico.

—Me importas un huevo —gritó Z-236r—. Además, ¿quién

quiere jugar con un ser humano? Vete a casa. Hueles mal.

Donnie no dijo nada, pero se encogió un poco más, y su barbilla

se hundió contra su pecho.

—Bien, ya ha ocurrido —dijo el deprimido Edgar Parks a su

esposa, sentada frente a él a la mesa de la cocina.

Grace levantó la vista al instante.

—¿El qué?

—Donnie ha aprendido hoy cuál es su sitio. Me lo dijo mientras

me estaba cambiando. Uno de los nuevos robots estaba jugando

con él. Le llamó ser humano. Pobre niño. ¿Por qué demonios nos lo

tendrán que restregar por la cara? ¿Por qué no nos dejan en paz?

—Ya entiendo por qué no ha querido cenar. Está en su cuarto.

Sabía que algo había pasado. —Grace tocó la mano de su marido

—. Lo superará. Todos hemos de aprender por las malas. Es fuerte.

Se rehará.

Ed Parks se levantó de la mesa y entró en la sala de estar de su

modesta vivienda de cinco habitaciones, situada en el sector de la

ciudad reservado para los humanos. Se le habían pasado las ganas

de comer.

—Robots. —Apretó los puños inútilmente—. Me gustaría agarrar

a uno por mi cuenta. Sólo una vez. Hundirle las manos en las tripas,

arrancarle puñados de alambre y piezas. Sólo una vez antes que me

muera.

—Quizá lo consigas algún día.

—No. No, nunca será posible. En cualquier caso, los humanos

serían incapaces de manejar nada sin robots. Es verdad, cariño. Los

humanos no han alcanzado la integración necesaria para sustentar

una sociedad. Las Listas lo demuestran dos veces al año. Hay que

ser realistas: los humanos son inferiores a los robots. ¡Pero lo malo

es que éstos no cesan de pregonarlo! Como le ha pasado hoy a

Donnie. Nos lo restriegan por la cara. No me importa ser el criado

personal de un robot. Es un buen trabajo. La paga es buena y el

trabajo poco pesado, pero cuando a mi hijo le dicen que es…

Ed se calló. Donnie había entrado en la sala de estar.

—Hola, papá.

—Hola, hijo. —Ed palmeó la espalda del niño—. ¿Cómo estás?

¿Te apetece ver algún espectáculo esta noche?

Por las noches, se retransmitían por las videopantallas

espectáculos protagonizados por humanos. Los humanos eran

buenos artistas. Los robots no podían competir en este campo. Los

seres humanos pintaban, escribían, bailaban, cantaban y actuaban

para distracción de los robots. También cocinaban mejor, pero los

robots no comían. Los seres humanos ocupaban su puesto. Se les

comprendía y apreciaba, como criados personales, artistas,

funcionarios, jardineros, obreros de la construcción, reparadores,

trabajadores de las fábricas y otros empleos diversos.

Pero en lo referente a puestos como el coordinador del control

cívico, o supervisor de las cintas de usone que proveían de energía

a los doce hidrosistemas del planeta…

—Papá —dijo Donnie—, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro. —Ed se sentó en el sofá con un suspiro. Se reclinó y

cruzó las piernas—. ¿Cuál es?

Donnie se sentó en silencio a su lado. Su cara redonda estaba

muy seria.

—Papá, quiero hacerte una pregunta sobre las Listas.

—Ah, ya. —Ed se acarició el mentón—. Muy bien. Las Listas

saldrán dentro de unas semanas. Es hora que empieces a estudiar

para tu examen. Sacaremos algunos de muestra y los repasaremos.

Tal vez entre los dos podamos prepararte para el nivel veinte.

—Escucha. —Donnie se acercó más a su padre. Le habló en voz

baja y firme—. Papá, ¿cuántos humanos han aprobado sus Listas?

Ed se levantó con brusquedad y empezó a pasear por la

habitación, mientras llenaba su pipa con el ceño fruncido.

—Bueno, hijo, no lo sé muy bien. Quiero decir que a los

humanos no se les permite el acceso a los archivos informatizados,

de modo que no lo puedo verificar. La ley dice que cualquier

humano que obtenga una puntuación que alcance el cuarenta por

ciento es apto para clasificarse, con posibilidades de ir ascendiendo

gradualmente, según los resultados posteriores. No sé cuántos

humanos han sido capaces de…

—¿Ha superado algún humano su Lista? Ed tragó saliva,

nervioso.

—Caramba, muchacho. No lo sé. En realidad, no sé de ninguno.

Tal vez no. Sólo hace trescientos años que se convocan las Listas.

Antes, el gobierno era reaccionario y prohibía a los humanos

competir con los robots. Actualmente, tenemos un gobierno liberal y

podemos competir en las Listas si alcanzamos la puntuación

necesaria… —Su voz se quebró y debilitó—. No, chico —reconoció,

compungido—, ningún humano ha aprobado su lista. No somos… lo

bastante inteligentes.

Un gran silencio se hizo en la habitación. Donnie movió apenas

la cabeza, inexpresivo. Ed no le miró. Se concentró en su pipa, que

sostenía con manos temblorosas.

—No es tan malo —dijo Ed con voz hueca—. Tengo un buen

empleo. Soy criado personal de un robot tipo N magnífico. Recibo

generosas propinas en Navidad y Pascua. Me da permiso cuando

me encuentro mal. —Carraspeó ruidosamente—. No es tan malo.

Grace estaba de pie en la puerta. Entró en la sala con un brillo

en los ojos.

—No, ni mucho menos. Le abres las puertas, le acercas sus

instrumentos, haces llamadas en su nombre, te ocupas de sus

recados, lo engrasas, lo reparas, le cantas, le hablas, registras

cintas…

—Cierra el pico —murmuró Ed, irritado—. ¿Qué demonios

debería hacer? ¿Renunciar? Podría cortar céspedes, como John

Hollister y Pete Klein. Al menos, mi robot me llama por el nombre,

como a un ser vivo. Me llama Ed.

—¿Es posible que algún ser humano apruebe la Lista? —

preguntó Donnie.

—Sí —contestó con seguridad Grace.

—Claro, muchacho —corroboró Ed—. Por supuesto. Algún día,

es posible que los humanos y los robots vivan juntos en igualdad de

condiciones. Ha surgido entre los robots un Partido Igualitario.

Tienen diez escaños en el Congreso. Creen que los humanos deben

ser admitidos sin Listas, pues es obvio… —Se interrumpió—. Quiero

decir que ningún humano, hasta el momento, ha sido capaz de

pasar su Lista…

—Donnie —dijo Grace con furia, inclinándose sobre su hijo—,

escúchame. Quiero que me prestes atención. Nadie sabe lo que te

voy a decir. Los robots no hablan de eso. Los humanos no lo saben.

Pero es verdad.

—¿Qué es?

—Conozco a un ser humano que…, que está clasificado. Pasó

sus Listas. Hace diez años. Y ha subido. Ha llegado al nivel dos.

Algún día alcanzará el uno. ¿Me has oído? Un ser humano. Y sigue

ascendiendo.

La duda se reflejó en el rostro de Donnie.

—¿De veras? —La duda se convirtió en esperanza—. ¿En el

nivel dos? ¿Lo dices en serio?

—Es un cuento —gruñó Ed—. Llevo toda la vida oyéndolo.

—¡Es verdad! Escuché a dos robots comentándolo mientras

limpiaba una unidad de ingeniería. Se callaron cuando me vieron.

—¿Cómo se llama? —preguntó Donnie, con los ojos abiertos de

par en par.

—James P. Crow —respondió Grace con orgullo.

—Un nombre extraño —murmuró Ed.

—Ése es su nombre. Lo sé. No es un cuento. ¡Es cierto! Y algún

día, llegará a la cumbre, al Consejo Supremo.

—Sí, en efecto, es verdad. —Bob McIntyre bajó la voz—. Se

llama James P. Crow.

—¿No es una leyenda? —preguntó Ed.

—Ese humano existe, y es de nivel dos. Ha subido muy arriba.

Pasó sus Listas así. —McIntyre chasqueó los dedos—. Los robots lo

han ocultado, pero es un hecho. Y la noticia se ha extendido. Cada

vez la saben más humanos.

Los dos hombres se habían detenido junto a la puerta de servicio

del enorme Edificio de Investigación Estructural. Empleados robot

salían y entraban sin cesar por las puertas principales, situadas en

la fachada del edificio. Robots planificadores que dirigían la

sociedad de la Tierra con habilidad y eficacia.

Los robots gobernaban la Tierra. Siempre había sido así. Las

grabaciones históricas lo decían. Los humanos habían sido

inventados durante la Guerra Total del Undécimo Milibar. Se habían

probado y utilizado todo tipo de armas; los humanos fueron una

más.

La guerra había socavado la sociedad. Durante las décadas

siguientes, la anarquía y la decadencia se extendieron por doquier.

La sociedad se había reformado poco a poco bajo la paciente guía

de los robots. Los humanos habían contribuido a la reconstrucción.

Por qué habían sido fabricados, para qué se habían utilizado, cómo

habían servido en la guerra… Todas las respuestas habían sido

destruidas por las bombas de hidrógeno. Los historiadores tuvieron

que llenar los huecos con conjeturas. Y así lo hicieron.

—¿Y ese nombre tan raro? —preguntó Ed. McIntyre se encogió

de hombros.

—Sólo sé que es el subconsejero de la Conferencia de

Seguridad del Norte, y que va directo al consejo en cuanto alcance

el nivel uno.

—¿Qué piensan los robs?

—No les gusta, pero no pueden hacer nada. La ley dice que un

humano puede acceder a cualquier empleo, si está cualificado.

Nunca pensaron que un humano lo lograría, por supuesto, pero el

tal Crow aprobó las Listas.

—Es muy extraño. Un humano, más listo que los robs. Me

pregunto por qué.

—Era un reparador vulgar. Un mecánico, que arreglaba

maquinarias y diseñaba circuitos. Sin nivel, desde luego. De

repente, pasó su primera Lista. Entró en el nivel veinte. En la

siguiente pasó al diecinueve. Tuvieron que darle un trabajo. —

McIntyre rió por lo bajo—. Qué pena, ¿verdad? Tener que sentarse

con un ser humano.

—¿Cómo reaccionan?

—Algunos se marchan. Prefieren irse en vez de sentarse con un

humano. La mayoría se quedan. Muchos robs son decentes. Se

esfuerzan mucho.

—Me gustaría conocer al tal Crow. McIntyre frunció el ceño.

—Bueno…, tengo entendido que no le gusta ser visto en

compañía de humanos.

—¿Por qué no? —se encrespó Ed—. ¿Qué tienen de malo los

humanos? ¿Se considera tan importante y poderoso por estar

sentado arriba con robots?

—No es eso. —McIntyre le miraba de una forma extraña,

ansiosa y lejana a la vez—. No es eso, Ed. Está preparando algo.

Algo importante. No debería decirlo, pero se trata de algo grande,

endemoniadamente grande.

—¿Qué es?

—No puedo decirlo, pero ya verás cuando llegue al Consejo. Ya

verás. —Los ojos de McIntyre eran febriles—. Es tan grande que

conmocionará al mundo. Hasta el sol y las estrellas se

estremecerán.

—¿Qué es?

—No lo sé, pero Crow se guarda un as en la manga. Algo

increíblemente grande. Todos lo estamos esperando. Esperamos el

día…

James P. Crow se sentó, pensativo, ante su reluciente escritorio

de caoba. Ése no era su nombre auténtico, por supuesto. Lo había

adoptado después de los primeros experimentos, sonriendo para sí.

Nadie sabría jamás qué significaba; seguiría siendo un chiste

privado, personal y discreto. De todas formas, era un chiste

estupendo. Mordaz y apropiado.[23]

Era un hombre bajo, de sangre alemana e irlandesa. Un

hombrecillo delgado, de piel clara, ojos azules y cabello arenoso que

resbalaba sobre su cara y se veía obligado a peinar hacia atrás.

Llevaba pantalones holgados y las mangas subidas. Era nervioso,

excitable. Fumaba todo el día, bebía café y, por lo general, le

costaba dormir por las noches. Pero bullían muchas cosas en su

mente.

Muchísimas. Crow se puso en pie de repente y se acercó al

videotransmisor.

—Haga pasar al comisario de las Colonias —ordenó.

El cuerpo de plástico y metal del comisario entró en el despacho.

Un robot tipo R, paciente y eficiente.

—¿Deseaba…? —se interrumpió al ver a un humano. Durante

un segundo, asomó la duda a sus pálidas lentillas. Un tenue

desagrado se pintó en sus rasgos—. ¿Deseaba verme?

Crow ya había visto antes aquella expresión. Incontables veces.

Ya estaba acostumbrado…, casi. La sorpresa, y después el altivo

repliegue, la fría y precisa formalidad. No era Jim, sino el «señor»

Crow. La ley les obligaba a tratarle como a un igual. Ofendía a unos

más que a otros. Algunos lo expresaban sin ambages. Éste reprimía

un tanto sus sentimientos. Crow era su superior.

—Sí, deseaba verle —dijo Crow con calma—. Quiero su informe.

¿Por qué no ha llegado todavía?

El robot se excusó, todavía altivo y distante.

—Un informe de tales características necesita tiempo. Hacemos

lo que podemos.

—Lo quiero dentro de dos semanas. Ni un día más tarde.

En su interior, los prejuicios de toda la vida del robot entablaron

una dura batalla contra las exigencias de las decisiones

gubernamentales.

—Muy bien, señor. El informe estará listo dentro de dos

semanas. Salió del despacho y la puerta se cerró a su espalda.

Crow espiró el aliento contenido. ¿Hacían lo que podían? No, no

bastaba para satisfacer a un ser humano. Aunque fuera de grado

consultivo, nivel dos. Todos se lo tomaban con calma, sin

apresurarse.

La puerta se desvaneció y un robot entró rodando en el

despacho.

—Hola, Crow. ¿Tiene un minuto?

—Por supuesto —sonrió Crow—. Entre y siéntese. Siempre es

un placer hablar con usted.

El robot depositó unos papeles sobre el escritorio de Crow.

—Grabaciones y todo eso. Bagatelas. —Observó a Crow con

mirada penetrante—. Parece disgustado. ¿Ha ocurrido algo?

—Un informe que había pedido. Aún no me lo han entregado.

Alguien se lo está tomando con calma.

—La historia de siempre —refunfuñó L-87t—. Por cierto… Esta

noche tenemos una reunión. ¿Quiere venir y echar un discurso? Le

distraería.

—¿Una reunión?

—Del Partido Igualitario.

L-87t hizo un rápido gesto con su grapa derecha, una especie de

medio arco en el aire. El símbolo de los Igualitarios.

—No. Me gustaría, pero tengo cosas que hacer.

—Oh. —El robot se dirigió hacia la puerta—. Muy bien. De todas

formas, gracias. —Se volvió antes de salir—. Usted ha significado

un gran estímulo para nosotros. Es la prueba viviente de nuestra

teoría: un ser humano es igual a un robot y es preciso reconocerlo.

—Un humano no es igual a un robot —declaró Crow, con una

leve sonrisa.

—¿Qué está diciendo? —se indignó L-87t—. ¿Acaso no es usted

la prueba viviente? Fíjese en las puntuaciones de su Lista.

Perfectas. Ni un fallo. Dentro de dos semanas ascenderá al nivel

uno. Lo más alto.

—Lo siento. —Crow agitó la cabeza—. Un humano no es igual a

un robot, de la misma forma que no es igual a un horno, o a un

motor diesel, o a un quitanieves. Hay muchas cosas que los

humanos no pueden hacer. Seamos realistas.

—Pero…

L-87t estaba estupefacto.

—Lo digo muy en serio. Usted ignora la realidad. Los humanos

somos completamente diferentes de los robots. Los humanos

sabemos cantar, interpretar, escribir obras de teatro, cuentos,

óperas, pintar, diseñar decorados, jardines botánicos, edificios,

cocinar platos deliciosos, hacer el amor, garrapatear poemas en los

menús…, y los robots no.

Pero los robots saben construir edificios complejos y máquinas

que funcionan a la perfección, trabajar durante días seguidos sin

descansar, pensar sin interrupciones emocionales, relacionar datos

muy complicados en un segundo.

»Los humanos destacamos en algunos campos, los robots en

otros. Los humanos poseemos emociones y sentimientos muy

desarrollados, sentido de la estética. Somos sensibles a los colores,

sonidos y texturas, y a la música suave combinada con un buen

vino. Cosas maravillosas, valiosas, pero inalcanzables para los

robots. Los robots son puro intelecto. Lo cual no deja de ser,

también, maravilloso. Ambas facetas son maravillosas. Humanos

emocionales, sensibles al arte, la música y el teatro. Robots que

piensan, planifican y diseñan máquinas. Eso no significa que

seamos iguales.

L-87t sacudió la cabeza con pesar.

—No le entiendo, Jim. ¿No desea ayudar a su raza?

—Por supuesto, pero de una manera realista, no a partir de

ignorar hechos y de afirmar ilusoriamente que hombres y robots son

intercambiables, elementos idénticos.

Una curiosa mirada alumbró en las lentillas de L-87t.

—¿Cuál es su solución, entonces? Crow apretó la mandíbula.

—Espere unas semanas más y lo sabrá.

Crow salió del Edificio de Seguridad Terrícola. La calle estaba

atestada de robots, brillantes carcazas de metal, plástico y fluido

d/n. Los humanos nunca pisaban esta zona, a excepción de los

criados personales. Era el sector directivo de la ciudad, el corazón,

el núcleo, donde se gestaban la planificación y la organización. La

vida de la ciudad se controlaba desde esta zona. Había robots por

todas partes. En los vehículos de superficie, en las rampas móviles,

en las terrazas; entraban y salían de los edificios, recorrían las

calles, se paraban a conversar y discutir como senadores romanos.

Algunos saludaban a Crow con un breve y formal movimiento de

cabeza. Y después le volvían la espalda. La mayoría no reparaba en

él o se apartaban para evitar el contacto. A veces, un grupo de

robots parlanchines se callaba bruscamente cuando Crow pasaba a

su lado. Las lentillas se clavaban en él, solemnes y algo

asombradas. Se fijaban en el color de su brazalete: nivel dos.

Sorpresa e indignación. Y, cuando se alejaba, se percibía un veloz

zumbido de irritación y rencor. Miradas que le seguían mientras se

encaminaba al sector de los humanos.

Un par de humanos estaban de pie frente a las Oficinas de

Control Interno, armados con tijeras de podar y rastrillos. Jardineros,

que plantaban y regaban los jardines del gran edificio público.

Siguieron a Crow con miradas emocionadas. Uno agitó la mano en

dirección a él, nervioso y esperanzado. Un humano mediocre que

saludaba al único humano que había conseguido alcanzar un nivel.

Crow hizo un breve ademán.

Los ojos de los dos humanos se agrandaron de admiración y

reverencia. Aún continuaban mirándole cuando Crow dobló la

esquina del cruce principal y se mezcló con la multitud que acudía a

comprar al mercadillo interplanetario.

Artículos procedentes de las ricas colonias de Venus, Marte y

Ganímedes llenaban los puestos al aire libre. Los robots llegaban en

oleadas. Examinaban las muestras, calculaban el precio, discutían y

parloteaban. Se veían algunos humanos, sobre todo mayordomos,

que se proveían de existencias. Crow atravesó el mercadillo y lo

dejó atrás. Se aproximaba al sector humano de la ciudad. Ya

detectaba el acre olor de los humanos.

Los robots no olían, por supuesto. El olor humano se percibía al

instante en un mundo de máquinas inodoras. El barrio humano

ocupaba una sección, en otros tiempos próspera, de la ciudad. Los

humanos se habían mudado a él, y el valor de la propiedad había

caído en picado. Poco a poco, los robots habían abandonado las

casas, y en el barrio sólo vivían humanos. Crow, a pesar de su

cargo, estaba obligado a vivir en el barrio humano. Su casa, una

vivienda de cinco habitaciones, idéntica a las demás, estaba situada

en la zona más apartada del barrio. Una casa entre tantas otras.

Crow levantó la mano y la puerta se desvaneció. Entró a toda

prisa y la puerta volvió a formarse. Consultó su reloj. Tenía mucho

tiempo. Una hora antes se hallaba sentado ante su escritorio.

Se frotó las manos. Siempre resultaba estimulante volver a sus

dependencias personales, donde había crecido y vivido como un ser

humano vulgar, sin nivel…, antes de superar aquello e iniciar su

meteórico ascenso hacia los niveles superiores.

Crow atravesó la silenciosa casa y se encaminó hacia el taller de

la parte posterior. Abrió las puertas cerradas con candado. El taller

estaba caliente y seco. Desconectó el sistema de alarma, un

intrincado laberinto de timbres y cables que era completamente

innecesario; los robots nunca entraban en el barrio humano, y los

humanos no solían practicar el hurto.

Crow cerró las puertas y se sentó ante un montón de maquinaria

reunido en el centro del taller. Conectó la electricidad y la

maquinaria cobró vida con un zumbido. Cuadrantes y agujas

empezaron a moverse. Las luces se encendieron.

Ante él, una ventana cuadrada de color gris adquirió un tenue

brillo rosado. La Ventana. El pulso de Crow se aceleró. Dio un

golpecito a un interruptor. La Ventana se nubló y mostró una escena.

Deslizó una cinta de computadora delante de la pantalla y la activó.

La computadora emitió unos chasquidos mientras formas borrosas

oscilaban en la Ventana. Examinó la película.

Dos robots estaban de pie detrás de una mesa. Se movían con

gran rapidez. Redujo la velocidad de la cinta. Los robots

manipulaban algo. Crow aumentó la imagen y los objetos

aparecieron a la vista.

Los robots estaban clasificando Listas. Listas del nivel uno.

Ordenándolas y dividiéndolas en grupos. Varios cientos de hojas

con preguntas y respuestas. Ante la mesa aguardaban una multitud

de ansiosos robots que esperaban saber sus puntuaciones. Crow

aceleró las imágenes. Los dos robots se movieron frenéticamente,

ordenando y disponiendo Listas. Después, sostuvieron en alto la

Lista del nivel uno ganadora…

La Lista. Crow la fijó en la pantalla disminuyendo la velocidad a

cero. La Lista quedó inmóvil, como un espécimen en una

diapositiva. La cinta zumbaba, grabando la pregunta y las

respuestas.

Crow no se sentía culpable. No le remordía la conciencia por

utilizar una ventana temporal para ver los resultados de las futuras

Listas. Llevaba diez años haciéndolo, desde el principio hasta la

Lista definitiva, la del nivel uno. Nunca se había engañado a sí

mismo. Sin ver de antemano las respuestas, jamás habría

aprobado. Seguiría sin nivel, mezclado con la masa no diferenciada

de humanos.

Las Listas estaban dirigidas a mentes de robots, hechas por

robots, en consonancia con una civilización robot. Una civilización

extraña para los humanos, a la que éstos se adaptaban con

dificultad. No era de extrañar que sólo los robots aprobaran las

Listas.

Crow borró la escena de la Ventana y apartó la computadora.

Envió la Ventana hacia el pasado, a través de los siglos. Nunca se

cansaba de ver los días de la prehistoria, los días previos a la

Guerra Total que arruinara la sociedad humana y destruyera todas

las tradiciones humanas. Los días en que los hombres vivían sin

robots.

Manipuló los botones para capturar un momento. La Ventana

mostró a los robots construyendo su sociedad de posguerra,

invadiendo el devastado planeta, erigiendo ciudades enormes y

edificios, limpiando el terreno de escombros. Con humanos como

esclavos. Ciudadanos de segunda clase, criados.

Vio la Guerra Total, la lluvia mortal que caía del cielo, tras pálidas

explosiones portadoras de la destrucción. Vio la sociedad humana

disolverse en partículas radiactivas. Toda la cultura y el saber

humanos se perdieron en el caos.

Y, de nuevo, revisó su escena favorita. La escena que había

examinado cientos de veces, disfrutándola con enorme satisfacción.

Una escena que mostraba a seres humanos en un laboratorio

subterráneo, en los primeros días de la guerra. Diseñaban y

construían los primeros robots, el tipo A, cuatro siglos antes.

Ed Parks regresaba a su casa sin prisa; llevaba a su hijo de la

mano. Donnie tenía la vista fija en el suelo. No decía nada. Sus ojos

estaban rojos e hinchados. La pena teñía su rostro de blanco.

—Lo siento, papá —murmuró. Ed le apretó la mano.

—No te preocupes, muchacho. Hiciste lo que pudiste. No te

preocupes. Quizá la próxima vez… Empezaremos a repasar mucho

antes. —Maldijo para sí—. Esos repugnantes toneles metálicos…

¡Malditos montones de hojalata sin alma!

Anochecía. El sol se ocultaba. Subieron los escalones del porche

lentamente y entraron en la casa. Grace les recibió en la puerta.

—¿No ha habido suerte? —Examinó sus rostros—. No, ya veo

que no. La historia de siempre.

—La historia de siempre —repitió Ed con amargura—. No tenía

la menor posibilidad. Era de prever.

Del comedor surgió un murmullo de voces, pertenecientes a

hombres y mujeres.

—¿Quién está ahí? —preguntó Ed, irritado—. ¿Tenemos

compañía? Por el amor de Dios, precisamente hoy…

—Entren. —Grace les empujó hacia la cocina—. Hay noticias.

Tal vez se sientan mejor. Ven, Donnie. Esto también te interesa a ti.

Ed y Donnie entraron en la cocina. Estaba llena de gente. Bob

McIntyre y su esposa, Pati. John Hollister, su esposa, Joan, y sus

dos hijos. Pete y Rose Klein. Nat Johnson, Tim Davis y Barbara

Stanley, unos vecinos. Un excitado murmullo se elevó del grupo.

Todos se habían congregado alrededor de la mesa. La excitación y

el nerviosismo predominaban. Había montones de cervezas y

bocadillos. Los hombres y las mujeres reían y sonreían, contentos,

los ojos brillantes.

—¿Qué pasa? —gruñó Ed—. ¿A qué viene la fiesta? Bob

McIntyre le palmeó la espalda.

—¿Qué tal, Ed? Tenemos noticias frescas. —Tabaleó con los

dedos sobre un noticiario grabado en cinta—. Prepárate. Afírmate

fuerte.

—¡Ponla! —gritó excitado Pete Klein.

—¡Ya, ponla! —Todo el grupo rodeó a McIntyre—. ¡Oigámosla

otra vez! El rostro de McIntyre estaba transido de emoción.

—Bien, Ed. Te lo voy a decir: lo ha conseguido. Ha aprobado.

—¿Quién? ¿De quién estás hablando?

—Crow. Jim Crow. Ha pasado al nivel uno. —La cinta temblaba

en la mano de McIntyre—. Ha sido nombrado miembro del Consejo

Supremo. ¿Comprendes? Lo ha conseguido. Un ser humano,

miembro del organismo supremo que gobierna el planeta.

—Santo Dios —dijo Donnie, admirado.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Ed—. ¿Qué va a hacer?

—Pronto lo sabremos —sonrió entre dientes McIntyre—. Prepara

algo. Lo sabemos. Lo presentimos. Y no tardaremos en ser

testigos…, de lo que sea.

Crow entró con paso firme en la Cámara del Consejo, con una

cartera bajo el brazo. Vestía un elegante traje nuevo. Se había

peinado. Sus zapatos brillaban.

—Buenos días —saludó.

Los cinco robots le contemplaron con sentimientos encontrados.

Eran viejos; sobrepasaban los cien años. El poderoso tipo N que

había dominado la escena social desde su construcción, y un

increíblemente antiguo tipo D, que no tardaría en cumplir trescientos

años. Mientras Crow caminaba hacia su asiento, los cinco robots se

apartaron para dejarle paso.

—Usted… ¿Usted es el nuevo miembro del Consejo? —preguntó

un robot tipo N.

—En efecto. —Crow tomó asiento—. ¿Desean examinar mis

credenciales?

—Se lo ruego.

Crow les mostró la tarjeta que le había entregado el Comité de

las Listas. Los cinco robots la examinaron con suma atención. Por

fin, se la devolvieron.

—Parece que todo está en orden —admitió a regañadientes el

de tipo D.

—Por supuesto. —Crow abrió la cremallera de su cartera—.

Deseo empezar a trabajar cuanto antes. Hay que tratar de muchos

temas. He traído algunos informes y cintas que, sin duda, les

interesarán sobremanera.

Los robots se sentaron lentamente, sin apartar la vista de Jim

Crow.

—Esto es increíble —murmuró el de tipo D—. ¿Habla en serio?

¿De veras espera sentarse entre nosotros?

—Por supuesto. Dejémonos de historias y vayamos al grano. Un

robot de tipo N, enorme y desdeñoso, se inclinó hacia él. Su cuerpo

metálico barnizado era casi opaco.

—Señor Crow —dijo con voz gélida—, debe comprender que

esto es imposible. A pesar de las leyes y su derecho técnico a

sentarse en este…

—Sugiero que revisen las puntuaciones que he obtenido en las

Listas —sonrió con calma Crow—. No he cometido ni un error en

ninguno de los veinte exámenes. Una puntuación perfecta. Por lo

que yo sé, ninguno de ustedes ha logrado una puntuación similar.

Por tanto, según reza el decreto gubernamental referente al Comité

de Exámenes oficial, soy su superior.

Sus palabras cayeron como una bomba. Los cinco robots se

hundieron en sus asientos, anonadados. Sus lentillas centellearon

en señal de inquietud. Un agudo murmullo de preocupación llenó la

cámara.

—Veamos —murmuró un N, extendiendo su grapa.

Crow les entregó sus hojas de exámenes, que los cinco robots

examinaron a toda prisa.

—Es cierto —declaró el D—. Increíble. Ningún robot ha logrado

jamás una puntuación tan perfecta. Según nuestras leyes, este

humano nos desbanca.

—Ahora, vayamos a lo que interesa —dijo Jim Crow. Esparció

sus cintas e informes—. No pienso perder el tiempo. Voy a hacer

una propuesta. Una propuesta importante sobre el problema más

crítico de esta sociedad.

—¿De qué problema se trata? —preguntó un X, temeroso.

—El problema de los humanos —replicó Crow, tenso—. Los

humanos ocupan una posición inferior en el mundo de los robots.

Lacayos en un mundo extraño. Criados de los robots.

Silencio.

Los cinco robots estaban petrificados. Había sucedido. Lo que

siempre habían temido. Crow se reclinó en su asiento y encendió un

cigarrillo. Los robots vigilaban cada uno de sus movimientos: sus

manos, el cigarrillo, el humo, la cerilla que aplastó con el pie. El

momento había llegado.

—¿Qué propone usted? —preguntó por fin el D, con metálica

dignidad—. ¿Cuál es esa propuesta?

—Propongo que los robots abandonen la Tierra cuanto antes.

Que hagan las maletas y se larguen. Que emigren a las colonias.

Ganímedes, Marte, Venus. Que dejen la Tierra a los humanos.

Los robots se pusieron en pie al instante.

—¡Increíble! Nosotros construimos este mundo. ¡Este es nuestro

mundo! La Tierra nos pertenece. Siempre nos ha pertenecido.

—¿De veras? —preguntó Crow con gravedad.

Un estremecimiento de inquietud recorrió a los robots.

Titubearon, extrañamente alarmados.

—Por supuesto —murmuró el D.

Crow alargó la mano hacia sus montañas de cintas e informes.

Los robots observaban sus movimientos con temor.

—¿Qué es eso? —preguntó un N, nervioso—. ¿Qué guarda ahí?

—Cintas —respondió Crow.

—¿Qué clase de cintas?

—Cintas de historia. —Crow hizo una señal y un criado humano

vestido de gris entró en la cámara con una computadora—. Gracias

—dijo Crow. El humano se disponía a salir de la cámara—. Espera.

A lo mejor te gusta quedarte a ver esto, amigo mío.

Los ojos del criado casi se salieron de las órbitas. Se refugió en

un rincón y aguardó, expectante y tembloroso.

—Extremadamente irregular —protestó el D—. ¿Qué está

haciendo? ¿Qué es esto?

—Observe. —Crow introdujo la primera cinta en la computadora

y lo conectó. Una imagen tridimensional se formó en el aire, en el

centro de la mesa del Consejo—. No aparten la vista bajo ningún

concepto. Recordarán este momento durante mucho tiempo.

La imagen cobró forma. Estaban mirando la Ventana temporal.

Se puso en movimiento una escena de la Guerra Total. Hombres,

técnicos humanos, trabajaban frenéticamente en un laboratorio

subterráneo. Ensamblaban algo. Ensamblaban…

El criado humano lanzó un chillido atroz.

—¡Un A! ¡Un robot de tipo A! ¡Lo están fabricando!

Los cinco robots del Consejo emitieron zumbidos de

consternación.

—¡Echen a ese criado! —ordenó el D.

La escena cambió. Mostró a los primeros robots, el primitivo tipo

A, saliendo a la superficie para combatir en la guerra. Aparecieron

otros robots, deslizándose entre las ruinas y la ceniza,

aproximándose con cautela. Los robots se enfrentaron entre sí.

Ráfagas de luz blanca. Resplandecientes nubes de partículas.

—Al principio, los robots fueron diseñados para luchar como

soldados —explicó Crow—. Después, se inventaron tipos más

avanzados para trabajar como técnicos de laboratorio y para

manipular las máquinas.

La escena mostró una fábrica subterránea. Hileras de robots

trabajaban en prensas y estampadoras. Los robots trabajaban con

eficiencia y rapidez…, supervisados por capataces humanos.

—¡Estas cintas son falsas! —gritó un N, irritado—. ¿Espera que

nosotros lo creamos? Se formó una nueva escena. Robots, más

avanzados, tipos más complejos y elaborados, que acaparaban

cada vez más funciones económicas e industriales, a medida que

los humanos eran destruidos por la guerra.

—Al principio, los robots eran sencillos —prosiguió Crow—.

Atendían a necesidades sencillas. Después, a medida que la guerra

progresaba, se crearon tipos más avanzados. Por fin, los humanos

fabricaron tipos D y E. Iguales a los humanos…, y en capacidad

conceptual, superiores a los humanos.

—¡Esto es una locura! —exclamó un N—. Los robots

evolucionaron. Los tipos primitivos eran sencillos porque se trataba

de formas primitivas, que luego dieron nacimiento a formas más

complejas. Las leyes de la evolución explican con toda claridad este

proceso.

Se formó una nueva escena. Los últimos estertores de la guerra.

Los robots luchaban contra los hombres. Los robots vencían. El

caos total de los últimos años. Interminables eriales de cenizas y

partículas radiactivas. Kilómetros y kilómetros de ruinas.

—Todos los registros culturales fueron destruidos —dijo Crow—.

Los robots se convirtieron en los amos sin saber cómo o por qué, ni

cómo habían llegado a existir. Sin embargo, éstos son los hechos

reales. Los robots fueron creados para servir de herramientas a los

humanos. Durante la guerra, se perdió el control.

Desconectó la computadora. La imagen se desvaneció. Los

cinco robots quedaron en silencio, atónitos.

Crow se cruzó de brazos.

—¿Y bien? ¿Qué dicen? —Señaló con el pulgar al criado

humano agazapado en un rincón de la cámara, asombrado y

perplejo—. Ahora, ustedes saben y él sabe. ¿Qué creen que estará

pensando? Yo se lo diré. Está pensando…

—¿Cómo consiguió esas cintas? —murmuró el D—. No pueden

ser auténticas. Deben ser falsas.

—¿Por qué no las descubrieron nuestros arqueólogos? —gritó

un N.

—Yo las tomé —dijo Crow.

—¿Que usted las tomó? ¿Qué quiere decir?

—Mediante una ventana temporal. —Crow tiró un grueso

paquete encima de la mesa—. Aquí tienen los esquemas. Pueden

construir una ventana temporal, si quieren.

—Una máquina de tiempo. —El D se apoderó del paquete y miró

su contenido—. Vio el pasado. —Comprendió de repente—.

Entonces…

—¡Vio el futuro! —gritó furioso un N—. ¡El futuro! Eso explica la

perfección de sus exámenes. Los examinó previamente.

Crow tabaleó sobre sus papeles, impaciente.

—Ya han oído mi propuesta. Ya han visto las cintas. Si votan en

contra de la propuesta, exhibiré públicamente las cintas y los

esquemas. Todos los humanos del mundo sabrán la verdadera

historia de su origen y el de ustedes.

—¿Y qué? —dijo un N, nervioso—. Podemos manejar a los

humanos. Si estalla una rebelión, la sofocaremos.

—¿Usted cree? —Crow se puso de repente en pie, con

expresión dura—. Piénsenlo bien. Una guerra civil asolaría todo el

planeta. Por un lado, los humanos, con siglos de odio contenido. Por

otro, los robots, desmitificados de un día para otro, sabiendo que, en

un principio, no fueron otra cosa que herramientas. ¿Están seguros

que esta vez lograrán dominar la situación? ¿Están seguros?

Los robots permanecieron en silencio.

—Si evacuan la Tierra, destruiré las cintas. Las dos razas

continuarán adelante, cada una con su cultura y sociedad propias.

Los humanos en la Tierra. Los robots en las colonias. Ni amos, ni

esclavos.

Los cinco robots vacilaban, airados y resentidos.

—¡Pero nos costó siglos resucitar a este planeta de sus cenizas!

Nuestra partida carece de sentido. ¿Qué diremos? ¿Qué motivo

aduciremos?

—Pueden decir que la Tierra no es suficiente para la gran raza

de los amos —dijo con dureza Crow.

Se hizo el silencio. Los cuatro robots tipo N se miraron

nerviosamente y susurraron algo entre sí. El enorme D siguió

sentado en silencio; sus arcaicas lentillas de metal miraban con

fijeza a Crow, y en su rostro se pintaba una expresión de

aturdimiento y derrota.

Jim Crow esperó, tranquilo.

—¿Puedo estrecharle la mano? —preguntó con timidez L-87t—.

Me iré pronto. Marcho en uno de los primeros grupos.

Crow extendió la mano y L-87t se la estrechó, algo turbado.

—Espero que todo salga bien —le deseó L-87t—. Vidéeme de

vez en cuando. Manténganos informados.

Los altavoces callejeros situados en las afueras de la sede del

Consejo alteraron con sus voces ensordecedoras la tranquilidad del

crepúsculo. Los altavoces pregonaron a lo largo y lo ancho de la

ciudad la decisión del Consejo.

Los hombres que volvían a casa después del trabajo se paraban

a escuchar. En las casas unifamiliares de los barrios humanos,

hombres y mujeres alzaron la vista e interrumpieron su rutina

doméstica, curiosos y atentos. Por doquier, en todas las ciudades de

la Tierra, robots y humanos dejaban sus actividades y clavaban la

vista en los atronadores altavoces.

—Mediante este comunicado anunciamos que el Consejo

Supremo ha decidido destinar a la utilización exclusiva de los robots

las ricas colonias de Venus, Marte y Ganímedes. Queda prohibido a

los humanos abandonar la Tierra. A fin de aprovechar los recursos y

condiciones de vida superiores de estas colonias, todos los robots

que ahora residen en la Tierra serán transferidos a la colonia de su

elección.

»El Consejo Supremo ha decidido que la Tierra no es el lugar

idóneo para los robots. Su estado lastimoso y parcialmente

desolado resulta indigno para la raza robot. Todos los robots serán

transportados a sus nuevos hogares de las colonias en cuanto se

establezcan los medios de desplazamiento adecuados.

»Los humanos no podrán entrar en ningún caso en las zonas

colonizadas. Las colonias son para el uso exclusivo de los robots.

Se permitirá a la población humana permanecer en la Tierra.

»Mediante este comunicado anunciamos que el Consejo

Supremo ha decidido destinar a la utilización exclusiva de los robots

las ricas colonias de Venus…

Crow se apartó de la ventana, satisfecho.

Volvió a su escritorio y prosiguió agrupando informes y papeles

en pulcros montones. Los examinaba superficialmente, los

clasificaba y apartaba a un lado.

—Espero que todo salga a satisfacción de ustedes, los humanos

—repitió L-87t.

Crow continuó estudiando las montañas de informes de alto

nivel, marcándolos con su rotulador. Trabajaba con rapidez, absorto

y ensimismado. Apenas advirtió que el robot se había parado en la

puerta.

—¿Puede indicarme, a grandes rasgos, qué tipo de gobierno

establecerá? Crow levantó la vista, impaciente.

—¿Qué?

—Su forma de gobierno. ¿Cómo va a gobernar su sociedad,

ahora que ha logrado echarnos de la Tierra? ¿Qué tipo de gobierno

reemplazará al Consejo Supremo y al Congreso?

Crow no respondió. Ya se había concentrado de nuevo en su

trabajo. L-87t advirtió una dureza y una impenetrabilidad en su

rostro que jamás había visto.

—¿Quién asumirá la responsabilidad? —preguntó L-87t—.

¿Quiénes compondrán el gobierno, ahora que nos vamos? Usted

dijo que los humanos poseen escasa capacidad para manejar una

sociedad moderna compleja. ¿Encontrará algún humano capaz de

mantener la maquinaria en marcha? ¿Hay algún humano capaz de

dirigir a la Humanidad?

Crow sonrió apenas. Y siguió trabajando.


 

Comentarios

Entradas populares