Mario Levrero-El Factor Identidad

 








EL FACTOR IDENTIDAD

 

 

 

Este cuento fue escrito en 1975, especialmente para un concurso de la revista 7 Días, respetando

todos los requisitos expuestos en las bases. El premio era un viaje a París. Finalmente no lo envié al

concurso, entre otras razones por terror a ganarlo y tener que viajar.

 

M. L.

 

 

 

En la fotografía se puede apreciar nítidamente al asesino, disfrazado de Papá

Noel, llevando hacia atrás y hacia arriba el brazo izquierdo armado con el

puñal que un instante después clavará en la espalda de su víctima; a lo lejos,

un reloj cuyas manecillas indican las nueve y cinco; sobre la derecha, una

pared con el fragmento de una leyenda publicitaria carnavalesca, algo muy

visto sobre el dios Momo: «O M O». Las pistas llevan directamente al zurdo

Ismael, pero el comisario Fernández entra a sospechar que todo es demasiado

nítido, empezando por la fotografía. Así, descubre que fue tomada por el

propio asesino, valiéndose de una cámara automática, en un escenario

cuidadosamente elegido por su reversibilidad; simplemente ha hecho la copia

invirtiendo el negativo, son las tres menos cinco y el puñal está en la mano

derecha El toque psicológico, y aún psicoanalítico: el asesino ha elegido en

forma inconsciente el disfraz de Papá Noel para autodelatarse: su nombre es

León.

Y la misma estructura de la coartada, establecida sobre una inversión, lo

delata homosexual: esto es subrayado, también en forma inconsciente, por las

letras reversibles «O M O». El comisario Fernández Siento un bocinazo y

un chirriar de frenos y alcanzo a dar un salto hacia adelante, a tiempo de

evitar ser embestido por el taxi; pero mi valija ha sido golpeada en un borde y

ha saltado a su vez varios metros, desparramando su contenido.

¡Sacré nom d’un…! profiere una voz lejanamente familiar, que me

provoca un nuevo sobresalto. Me vuelvo con celeridad y reconozco al hombre

que ha bajado del taxi.

—¡Inspector Marcel! exclamo. Nunca pensé que el brazo de la ley

fuera tan largo trato de recoger rápidamente los huesos dispersos y

acomodarlos otra vez en la valija; especialmente el cráneo, que ha quedado

expuesto a las ruedas de los coches.

Con las manos en la masa dice el inspector, examinando atentamente

un fémur que él mismo se molestó en recoger. ¿Cuál fue el motivo?

Cherchez la femme respondí, mirando alrededor, con miedo de

olvidar alguna vértebra.

La última imagen que conservo de usted dijo el inspector, mientras subía

penosamente la escalera, luego de haber atravesado el patio de baldosas

blancas y negras bajo la mirada perversa de doña Olga es la de un

melancólico poeta junto a la Seine, buscando una rima original para la palabra

«spleen».

—¡Dios, qué infierno! agregó, echando un vistazo al desorden de mi

altillo.

La encontré, finalmente dije. La rima exacta para «spleen» es

«Médecine» ajusté la mandíbula inferior e hice que la calavera dirigiese al

inspector una fresca sonrisa. ¿Qué prefiere, té o café?

Ni té ni café respondió. Lo invito a almorzar en algún lugar

limpio.

En cambio, la última imagen que conservo yo de usted es la de un

afiebrado inspector de policía parisién, que no podía privarse de echar un

vistazo a su querido Sena en medio de la investigación de un asunto sucio.

¿Encontró por fin al asesino del irlandés?

Sacudió la cabeza.

Un verdadero callejón sin salida respondió, después de tragar el trozo

de carne exageradamente masticado. Aunque no debe pensar que ha sido

mi único fracaso; todos los años quedan dos o tres crímenes sin resolver

Pero, dígame, ¿qué se ha hecho de su poesía?

Me encogí de hombros.

No dejo de escribir, de vez en cuando. Pero fui desbordado por una

antigua vocación subyacente, que logró aflorar Ahora estudio Medicina.

Sin embargo, cuando su taxímetro casi me atropella en la esquina de mi casa,

iba pensando en un cuento; un cuento policial. Hay un concurso, con un

premio tentador; si lo gano, podré hacer un viaje a París. Me gustaría volver,

por unos días, junto a la Seine… ¿Y usted? ¿Me dirá al fin qué está haciendo

en Montevideo?

Empujó unos centímetros el plato vacío, echó hacia atrás la silla y escarbó

entre sus dientes con una uña.

Huyo dijo, y desvió fugazmente la mirada. Había un congreso en

Buenos Aires; la prensa me descubrió y se dedicó a exagerar mis méritos

La policía argentina solicitó mi colaboración, extraoficial desde luego, en un

caso «ingenioso». Supongo que habrá leído

La profesión de estudiante es tan lucrativa como la de poeta lo atajé

. Los diarios son un lujo que no puedo permitirme.

Feliz mortal

Caminábamos por la rambla, bajo el sol benigno del otoño.

—¿Recuerda nuestra conversación, en París? Aquella discusión sobre los

espejos y las ecuaciones Le confieso que en aquel momento le había

discutido por el simple juego intelectual; pero luego pensé mucho en usted

el inspector parecía ignorar las miradas burlonas que provocaba el paraguas

negro que usaba como bastón; una familia entera se detuvo, sin pudor, a

mirarnos pasar. ¿Cómo era? «Prefiero la fidelidad de los espejos, que dan

una réplica exacta del objeto», decía usted, «a la engañosa fidelidad de una

ecuación matemática; del otro lado del signo de igual hay una equivalencia,

no una imagen». ¿N’est-ce pas?

Correcto respondí. Envidio su memoria. Sólo que mi punto de

vista nunca se mantiene fijo Tal vez ahora pueda decirle que prefiero la

tremenda variedad de lo posible del otro lado del signo de igual a esa

repetición mecánica de los espejos.

De todos modos, en su argumentación había un punto muy fuerte; usted

reprochaba a la ecuación despreciar el «factor identidad», ¿recuerda? Cinco

por uno es igual a cinco. Para el espejo, en cambio, cinco por uno es igual a

cinco por uno.

O a uno por cinco; o a menos uno por menos cinco puntualicé,

recordando mi proyecto de cuento. No olvide que el espejo invierte la

imagen de izquierda a derecha.

—¡No me distraiga, morbleu! resopló. Quería llevarlo a mi problema

de Buenos Aires.

Excusez-moi…

El asesino había montado su mecanismo de relojería con endiablada

prolijidad; sin embargo me resultó muy fácil organizar la ecuación: de este

lado, los hechos conocidos; del otro lado, la incógnita. Una breve serie de

operaciones, y la figura del asesino se perfiló nítidamente, con nombre y

apellido. La equivalencia era perfecta y, sin embargo, algo no me

conformaba Faltaba el uno, ¿comprende?, el «factor identidad».

—¿Por qué no me cuenta los detalles?

—… y el asesino¡ah, merde! el asesino era el propio llamémosle

«Steinberg»¡nom d’un chien!… ¿comprende?, mi corresponsal, el

ajedrecista, el criminólogo aficionado… ¡ah, por fin! Ce truc-là… —nuestro

coche de la montaña rusa del Parque Rodó se había detenido, devolviéndole el

aliento al inspector. Descendimos, yo con una desagradable sensación de

inestabilidad y vértigo, él furioso contra el «maldito aparato» que le cortaba la

historia a cada momento. La rueda gigante resultó más apacible; el inspector

sólo debía sujetarse la gorra con una mano por terror de que el viento se la

volara. Steinberg se había sacado el gusto del crimen perfecto o casi

perfecto. Tal vez fue justamente esa precisión de ajedrecista lo que me llevó a

«olfatearlo», aun antes de organizar la ecuación Marcel me miró con aire

compungido. Y entonces huí.

—¿Por qué?

Porque, tal vez, un espejo habría mostrado algo más

—¿El factor identidad?

El factor identidad era yo mismo dijo el inspector gravemente, y

chocó contra un vidrio invisible de la casa de espejos; no soltó, esta vez,

ningún juramento. Steinberg no habría cometido jamás el crimen si yo no

hubiera concurrido a ese congreso, ¿comprende? Habría pensado mil veces en

él, como habrá pensado en otros tantos crímenes, acertijos y combinaciones

de ajedrez Mi presencia lo decidió, probablemente, a llevarlo a cabo en el

plano de los hechos. Yo significaba un desafío distinto; sabía que corría el

riesgo de ser descubierto

—… y como buen jugador

—¡Sí! el inspector estiraba las manos buscando vidrios invisibles, y

ahora movía los pies con cautela. En una palabra, que me siento culpable:

el inspector Marcel de un lado y del otro del signo de igual, como factor

identidad; de un lado precipita un crimen, del otro lado descubre al asesino

¡Merde! ¿Cómo se sale de este maldito lugar? estalló, al tropezar

nuevamente contra un vidrio, interrogando coléricamente a una de mis

réplicas, que se repetía al infinito en un juego de espejos. Visto de afuera,

parecía más fácil

Estoy aquí, inspector dije, sorprendiéndole con mi voz que le llegó

desde un lugar insospechado. Y creo que encontré la salida.

A buen tiempo miró el reloj. Es hora de partir.

El parlante del Aeropuerto de Carrasco anunció el próximo vuelo de Air

France; faltaban treinta minutos.

No haga de un juego intelectual un problema de consciencia, Marcel.

La Biología pone en evidencia factores invisibles, imponderables: la

Necesidad… ¿necesidad de qué? Y el Azar A su ecuación le pueden faltar

muchas cosas. En el cuento policial que pensaba escribir, había un escenario

cuidadosamente elegido por su reversibilidad, para ser fotografiado y luego

invertir la imagen en la copia. Supongamos otra alternativa: el mismo

escenario que se forma por azar; un crimen pasional, no calculado de

antemano por un ajedrecista; alguien, también por azar, toma la fotografía y

sin querer invierte el negativo al copiarla. ¿No cambia todo?

No comprendo.

Los espejos invierten la imagen pero respetan el tiempo. Las

ecuaciones, como la fotografía, dan una imagen intemporal, fija, terminada.

Steinberg mató, sin la menor duda; y la ecuación, o la foto, muestra un crimen

repugnante en su frialdad. Steinberg no es exactamente su amigo, pero usted

lo respeta; su intervención es «extraoficial» y preferiría no denunciarlo a la

policía argentina. Pero aborrece dejar impune a este asesino frío, cerebral

Además, el peso de ser el «factor identidad»… ¿Y si todo estuviera

equivocado? ¿No habló con Steinberg? ¿No le preguntó por qué lo hizo? Si

tras el móvil aparente, visible, que usted colocó a un lado de la ecuación,

hubiese otro más humano… ¿Si la perfección del crimen no fuera más que la

perfección de una foto, de una ecuación matemática al margen del tiempo y

de la intención?

El inspector guardó silencio largo rato, con la pipa apagada entre los

dientes, mirando a través de los vidrios del ventanal hacia las nubes rojizas

del atardecer. Los demás pasajeros comenzaban a acercarse a la puerta de

acceso a la pista. El parlante insistió en la inmediatez del vuelo. Recién

cuando algunos pasajeros ya habían entregado su tarjeta de embarque a la

sonriente azafata y encabezaban una hilera ordenada que lentamente se dirigía

hacia el avión, el inspector me tendió la mano y salió de su mutismo.

Au revoir, mon ami dijo. Gracias por aliviar mi conciencia. Espero

que gane ese concurso.

Yo también lo espero respondí, y estreché con fuerza su mano. Tal

vez volvamos a encontrarnos junto al Sena

—… y tal vez usted esté buscando una nueva rima Algo que rime con

«fémur», por ejemplo.

O, nuevamente, con «spleen». ¿Quién sabe?

El parlante hizo su última advertencia. La azafata esperaba al inspector

con impaciencia pero conservando la sonrisa profesional.

La mejor rima para «spleen», aunque no soy poeta, es, naturalmente,

«Clémentine». Extrajo del bolsillo su enorme tarjeta de plástico verde, dio

dos pasos en dirección a la puerta de salida, luego dudó un instante, dio media

vuelta, se me acercó de nuevo y, tomándome de un brazo, agregó: Puede

dormir tranquilo, mon enfant. Puede venir tranquilo a buscar rimas junto a la

Seine. Clémentine era un ángel, y el irlandés un cerdo, un vrai cochon. Yo

hubiera hecho lo mismo que usted; bien sûr La Policía de París acaba de

archivar el caso. ¡Au revoir! atropelló a la azafata y corrió hasta el avión,

sujetándose la gorra con una mano y empuñando el paraguas negro con la

otra. Quedé junto a los vidrios del ventanal hasta mucho después que el avión

se perdiera de vista, hasta mucho después que desapareciera el rojo del cielo.

Ya era de noche cuando, un tanto encorvado, salí al frío de Carrasco y eché a

andar hacia una parada de ómnibus distante, añorando mi altillo y una taza de

café caliente.

                                                                                     Junio de 1975


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