Isaac Asimov-Sufragio Universal

 



Isaac Asimov-Sufragio universal

 

       «Franchise» (1955)

 

 

Linda, que tenía diez años, era el único miembro de la familia que

parecía disfrutar al levantarse.

Norman Muller podía oírla ahora a través de su propio coma

drogado y malsano. Finalmente había logrado dormirse una hora

antes, pero con un sueño más semejante al agotamiento que al

verdadero sueño.

La pequeña estaba ahora al lado de su cama, sacudiéndole.

—¡Papaíto! ¡Papaíto, despierta! ¡Despierta!

—Está bien, Linda —dijo.

—¡Pero papaíto, hay más policías por ahí que nunca! ¡Con

coches y todo!

Norman Muller cedió. Se incorporó con la vista nublada,

ayudándose con los codos. Nacía el día. Fuera, el amanecer se

abría paso desganadamente, como germen de un miserable gris…,

tan miserablemente gris como él se sentía. Oyó la voz de Sarah, su

mujer, que se ajetreaba en la cocina preparando el desayuno. Su

suegro, Matthew, carraspeaba con estrépito en el cuarto de baño.

Sin duda, el agente Handley estaba listo y esperándole.

Había llegado el día.

¡El día de las elecciones!

Para empezar, había sido un año igual a cualquier otro. Acaso un

poco peor, puesto que se trataba de un año presidencial, pero no

peor en definitiva que otros años presidenciales.

Los políticos hablaban del electorado y del vasto cerebro

electrónico que tenían a su servicio. La prensa analizaba la situación

mediante ordenadores industriales (el New York Times y el Post-

Dispatch de San Luis poseían cada uno el suyo propio) y aparecían

repletos de pequeños indicios sobre lo que iban a ser los días

venideros. Comentadores y articulistas ponían de relieve la situación

crucial, en feliz contradicción mutua.

La primera sospecha de que las cosas no ocurrirían como en

años anteriores se puso de manifiesto cuando Sarah Muller dijo a su

marido en la noche del 4 de octubre (un mes antes del día de las

elecciones):

—Cantwell Johnson afirma que Indiana será decisivo este año. Y

ya es el cuarto en decirlo. Piénsalo, esta vez se trata de nuestro

estado.

Matthew Hortenweiler asomó su mofletudo rostro por detrás del

periódico que estaba leyendo, posó una dura mirada en su hija y

gruñó:

—A esos tipos les pagan por decir mentiras. No les escuches.

—Pero ya son cuatro, padre —insistió Sarah con mansedumbre

—. Y todos dicen que Indiana.

—Indiana es un estado clave, Matthew —apoyó Norman, tan

mansamente como su mujer—, a causa del Acta Hawkins-Smith y

todo ese embrollo de Indianápolis. Es…

El arrugado rostro de Matthew se contrajo de manera alarmante.

Carraspeó:

—Nadie habla de Bloomington o del condado de Monroe, ¿no es

eso?

—Pues… —empezó Norman.

Linda, cuya carita de puntiaguda barbilla había estado girando de

uno a otro interlocutor, le interrumpió vivamente:

—¿Vas a votar este año, papi?

Norman sonrió con afabilidad y respondió:

—No creo, cariño.

Mas ello acontecía en la creciente excitación del mes de octubre

de un año de elecciones presidenciales, y Sarah había llevado una

vida tranquila, animada por sueños respecto a sus familiares. Dijo

con anhelante vehemencia:

—¿No sería magnífico?

—¿Que yo votase?

Norman Muller lucía un pequeño bigote rubio, que le había

prestado un aire elegante a los juveniles ojos de Sarah, pero que, al

ir encaneciendo poco a poco, había derivado en una simple falta de

distinción. Su frente estaba surcada por líneas profundas, nacidas

de la inseguridad, y en general su alma de empleado nunca se

había sentido seducida por el pensamiento de haber nacido grande

o de alcanzar la grandeza en ninguna circunstancia. Tenía mujer, un

trabajo y una hija. Y excepto en momentos extraordinarios de júbilo

o depresión, se inclinaba a considerar su situación como un

inadecuado pacto concertado con la vida.

Así pues, se sentía un tanto embarazado y bastante intranquilo

ante la dirección que tomaban los pensamientos de su mujer.

—Realmente, querida —dijo—, hay doscientos millones de seres

en el país, y en lances como este creo que no deberíamos

desperdiciar nuestro tiempo haciendo cábalas sobre el particular.

—Mira, Norman —respondió su mujer—, no son doscientos

millones, lo sabes muy bien. En primer lugar, sólo son elegibles los

varones entre los veinte y los sesenta años, por lo cual la

probabilidad se reduce a uno por cincuenta millones. Por otra parte,

si realmente es Indiana…

—Entonces será poco más o menos de uno por millón y cuarto.

No apostarías a un caballo de carreras contra esa ventaja, ¿no es

así? Anda, vamos a cenar.

Matthew murmuró tras su periódico:

—¡Malditas estupideces!

Linda volvió a preguntar:

—¿Vas a votar este año, papi?

Norman meneó la cabeza y todos se dirigieron al comedor.

Hacia el 20 de octubre, la excitación de Sarah había aumentado

considerablemente. A la hora del café, anunció que la señora

Schultz, que tenía un primo secretario de un miembro de la

asamblea, le había contado que «todo el papel» estaba por Indiana.

—Dijo que el presidente Villers pronunciaría incluso un discurso

en Indianápolis.

Norman Muller, que había soportado un día de mucho trajín en el

almacén, descartó las palabras de su mujer con un fruncimiento de

cejas.

—Si Villers pronuncia un discurso en Indiana —dijo Matthew

Hortenweiler, crónicamente insatisfecho de Washington—, eso

significa que piensa que Multivac conquistará Arizona. El cabeza de

bellota ese no tendría redaños para ir más allá.

Sarah, que ignoraba a su padre siempre que le resultaba

decentemente posible, se lamentó:

—No sé por qué no anuncian el estado tan pronto como pueden,

y luego el condado, etcétera. De esa manera, la gente que fuese

quedando eliminada descansaría tranquila.

—Si hicieran algo por el estilo —opinó Norman—, los políticos

seguirían como buitres los anuncios. Y cuando la cosa se redujera a

un municipio, habría un congresista o dos en cada esquina.

Matthew entornó los ojos y se frotó con rabia su cabello ralo y

gris.

—Son buitres de todos modos. Escuchad…

—Vamos, padre… —murmuró Sarah.

La voz de Matthew se alzó sin tropiezos sobre su protesta:

—Mirad, yo andaba por allí cuando entronizaron a Multivac. Él

terminaría con los partidismos políticos, dijeron. No más dinero

electoral despilfarrado en las campañas. No habría otro don nadie

introducido a presión y a bombo y platillo de publicidad en el

Congreso o la Casa Blanca. ¿Y qué sucede? Pues que hay más

campaña que nunca, sólo que ahora la hacen en secreto. Envían

tipos a Indiana a causa del Acta Hawkins-Smith y otros a California

para el caso de que la situación de Joe Hammer se convierta en

crucial. Lo que yo digo es que se han de eliminar todas esas

insensateces. ¡Hay que volver al bueno y viejo…!

Linda preguntó de súbito:

—¿No quieres que papi vote este año, abuelito?

Matthew miró a la chiquilla.

—No lo entenderías. —Se volvió a Norman y Sarah—. En un

tiempo, yo voté también. Me dirigía sin rodeos a la urna, depositaba

mi papeleta y votaba. Nada más que eso. Me limitaba a decirme:

ese tipo es mi hombre y voto por él. Así debería ser.

Linda dijo, llena de excitación:

—¿Votaste, abuelo? ¿Lo hiciste de verdad?

Sarah se inclinó hacia ella con presteza, tratando de paliar lo que

muy bien podía convertirse en una historia incongruente,

trascendiendo al vecindario.

—No es eso, Linda. El abuelito no quiso decir realmente votar.

Todo el mundo hacía esa especie de votación cuando tu abuelo era

niño, y también él, pero no se trataba realmente de votar.

Matthew rugió:

—No sucedió cuando era niño. Tenía ya veintidós años, y voté

por Langley. Fue una auténtica votación. Quizá mi voto no contase

mucho, pero era tan bueno como el de cualquiera. Como el de

cualquiera —recalcó—. Y sin ningún Multivac para…

Norman intervino entonces:

—Está bien, Linda, ya es hora de acostarte. Y deja de hacer

preguntas sobre las votaciones. Cuando seas mayorcita, lo

comprenderás todo.

La besó con antiséptica amabilidad, y ella se puso en marcha,

renuente, bajo la tutela materna, con la promesa de ver el visor

desde la cama hasta las nueve y cuarto, si se prestaba primero al

ritual del baño.

—Abuelito —dijo Linda.

Y se quedó ante él con la mandíbula caída y las manos a la

espalda, hasta que el periódico del viejo se apartó y asomaron las

espesas cejas y unos ojos anidados entre finas arrugas. Era el

viernes 31 de octubre.

Linda se aproximó y posó ambos antebrazos sobre una de las

rodillas del viejo, de manera que este tuvo que dejar a un lado el

periódico.

—Abuelito —volvió a la carga la pequeña—, ¿de verdad que

votaste alguna vez?

—Ya me oíste decir que sí, ¿no es cierto? ¿No irás a creer que

cuento bolas?

—Nooo… Pero mamá dice que todo el mundo votaba entonces.

—Pues claro que lo hacían.

—¿Cómo podían hacerlo? ¿Cómo podía votar todo el mundo?

Matthew miró gravemente a su nieta y luego la alzó, sentándola

sobre sus rodillas. Por último, moderando el tono de su voz, dijo:

—Mira, Linda, hasta hace unos cuarenta años, todo el mundo

votaba. Pongamos que deseábamos decidir quién había de ser el

nuevo presidente de los Estados Unidos… Demócratas y

republicanos nombraban a su respectivo candidato, y cada uno

decía cuál de los dos quería. Una vez pasado el día de las

elecciones, se hacía el recuento de votos de las personas que

deseaban al candidato demócrata y las que deseaban al

republicano. Y el que había recibido más votos se llevaba la palma.

¿Lo ves?

Linda asintió.

—¿Cómo sabía la gente por quién votar? —preguntó—. ¿Se lo

decía Multivac?

Las cejas de Matthew se fruncieron, y adoptó un aspecto severo.

—Se basaban tan sólo en su propio criterio, pequeña.

La niña se apartó un tanto del viejo, y este volvió a bajar la voz:

—No estoy enojado contigo, Linda. Pero mira, a veces llevaba

toda la noche contar…, sí, hacer el recuento de lo que opinaban

unos y otros, a quién habían votado. Todo el mundo se

impacientaba. Por ello se inventaron máquinas especiales, capaces

de comparar los primeros votos con los de los mismos lugares en

años anteriores. De esta manera, la máquina preveía cómo se

presentaba la votación en su conjunto y quién sería elegido. ¿Lo

entiendes?

—Como Multivac —asintió ella.

—Los primeros ordenadores eran mucho más pequeños que

Multivac. Pero las máquinas fueron aumentando de tamaño y, al

mismo tiempo, iban siendo capaces de indicar cómo iría la elección

a partir de menos y menos votos. Por fin, construyeron Multivac, que

puede preverlo a partir de un solo votante.

Linda sonrió al llegar a la parte familiar de la historia y exclamó:

—¡Qué bonito!

Matthew frunció de nuevo el entrecejo.

—No, no tiene nada de bonito. No quiero que una máquina

decida lo que yo hubiera votado sólo porque un chunguista de

Milwaukee dice que está en contra de que se suban las tarifas. A mí

tal vez me hubiese dado por votar a ciegas sólo por gusto. O acaso

me hubiese negado a votar en absoluto. Y tal vez…

Pero Linda se había escurrido de sus rodillas y se batía en

retirada.

En la puerta tropezó con su madre, quien llevaba aún puesto el

abrigo. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el sombrero.

—Apártate un poco, Linda —ordenó, jadeante aún—. No me

cierres el paso.

Al ver a Matthew, dijo, mientras se quitaba el sombrero y se

alisaba el pelo:

—Vengo de casa de Agatha.

Matthew miró a su hija con aire desaprobador y, desdeñando la

información, se limitó a gruñir y recoger el periódico.

Sarah se desabrochó el abrigo y continuó:

—¿A que no sabes lo que me ha dicho?

Matthew alisó el periódico con un crujido, para proseguir la

lectura interrumpida por su nieta.

—Ni lo sé ni me importa.

—¡Vamos, padre…!

Pero Sarah no tenía tiempo para enfadarse. Necesitaba

comunicar a alguien las noticias, y Matthew era el único receptor a

mano a quien confiarlas.

—Joe, el marido de Agatha, es policía, ya sabes, y dice que

anoche llegó a Bloomington todo un cargamento de agentes de la

secreta.

—No creo que anden tras de mí.

—¿Es que no te das cuenta, padre? Agentes de la secreta… Y

casi ha llegado el momento de las elecciones. ¡En Bloomington!

—Acaso anden en busca de algún ladrón de bancos.

—No ha habido un robo en ningún banco de la ciudad hace

muchos años… ¡Padre, eres imposible!

Y Sarah abandonó la habitación.

Tampoco Norman Muller recibió las noticias con mayor

excitación, al menos perceptible.

—Bueno, Sarah, ¿y cómo sabía Joe, el marido de Agatha, que

se trataba de agentes de la secreta? —preguntó con calma—. No

creo que anduviesen por ahí con el carnet pegado en la frente.

Pero a la tarde siguiente, cuando ya noviembre tenía un día,

Sarah anunció triunfalmente:

—Todo Bloomington espera que sea alguien de la localidad el

votante. Así lo publica el News, y también lo dijeron por la radio.

Norman se agitó desasosegado. No podía negarlo, y su corazón

desfallecía. Si Bloomington iba a ser alcanzado por el rayo de

Multivac, ello supondría periodistas, espectaculares transmisiones

por video, turistas y toda clase de…, de perturbaciones. Norman

apreciaba la tranquila rutina de su vida, y la distante y alborotada

agitación de los políticos se estaba aproximando de un modo que

resultaba incómodo.

—Un simple rumor —rechazó—. Nada más.

—Pues espera y verás. No tienes más que esperar.

Según se desarrollaron las cosas, el compás de espera fue

extraordinariamente corto. El timbre de la puerta, sonó con

insistencia. Cuando Norman Muller la abrió, se vio frente a un

hombre de elevada estatura y rostro grave.

—¿Qué desea? —preguntó Norman.

—¿Es usted Norman Muller?

—Sí.

Su voz sonó singularmente opaca. No resultaba difícil averiguar,

por el porte del desconocido, que representaba a la autoridad. Y la

naturaleza de su súbita visita era tan manifiesta como inimaginable

le pareciese hasta unos momentos antes.

El hombre mostró su documentación, penetró en la casa, cerró la

puerta tras de sí y dijo con acento oficial:

—Señor Norman Muller, en nombre del presidente de los

Estados Unidos, tengo el honor de informarle que ha sido usted

elegido para representar al electorado norteamericano el martes día

4 de noviembre del año 2008.

Con gran dificultad, Norman Muller logró caminar sin ayuda

hasta su butaca, en la cual se sentó con el rostro pálido y casi sin

sentido, mientras Sarah traía agua, le frotaba asustada las manos y

le cuchicheaba apretando los dientes:

—No vayas a desmayarte ahora, Norman. Elegirán a otro…

Cuando por fin logró recuperar el uso de la palabra, Norman

murmuró a su vez:

—Lo siento, señor.

—¡Bah! No tiene importancia —le tranquilizó el visitante. Todo

rastro de formalidad oficial parecía haberse desvanecido tras la

notificación, dejando sólo un hombre abierto y más bien amistoso—.

Es la sexta vez que me corresponde comunicarlo al interesado y he

visto toda clase de reacciones. Ninguna de ellas se ajustó a la que

vieron en el video. Saben a lo que me refiero, ¿verdad? Un aire de

consagración y entrega, y un personaje que dice: «Será para mí un

gran privilegio servir a mi país…». Toda esa serie de cosas…

El agente rio para alentarles. La risa con que Sarah le acompañó

tuvo un acento de aguda histeria. El agente prosiguió:

—Permaneceré con ustedes durante algún tiempo. Mi nombre es

Phil Handley. Les agradeceré que me llamen Phil. Señor Muller, no

podrá abandonar la casa hasta el día de las elecciones. Usted,

señora, informará al almacén de que su marido está enfermo. Puede

salir a hacer la compra, pero habrá de despacharla con la mayor

brevedad posible. Y desde luego, guardará una absoluta reserva

sobre el particular. ¿De acuerdo, señora Muller?

—Sí, señor. Ni una palabra —confirmó Sarah, con un vigoroso

asentimiento de cabeza.

—Perfecto, señora Muller. —Handley adoptó un tono muy grave

al añadir—: Tenga en cuenta que esto no es un juego. Por lo tanto,

salga sólo en caso de que le sea absolutamente preciso y, cuando lo

haga, la seguirán. Lo siento, pero estamos obligados a actuar así.

—¿Seguirme?

—Nadie lo advertirá… No se preocupe. Y será sólo durante un

par de días, hasta que se haga el anuncio formal a la nación. En

cuanto a su hija…

—Está en la cama —se apresuró a decir Sarah.

—Bien. Se le dirá que soy un pariente o amigo de la familia. Si

descubre la verdad, habrá de permanecer encerrada en casa. Y en

todo caso, su padre será mejor que no salga.

—No le gustará nada —dudó Sarah.

—No queda más remedio. Y ahora, puesto que nadie más vive

con ustedes…

—Al parecer, está muy bien informado sobre nosotros —

murmuró Norman.

—Bastante —convino Handley—. De todos modos, estas son por

el momento mis instrucciones. Intentaré, por mi parte, cooperar en la

medida de lo posible y no causarles molestias. El gobierno pagará

mi mantenimiento, así que no supondré ningún gasto para ustedes.

Cada noche, seré relevado por alguien que se instalará en esta

habitación. No habrá problemas de acomodo para dormir. Y ahora,

señor Muller…

—¿Sí, señor?

—Llámeme Phil —repitió el agente—. Estos dos días

preliminares antes del anuncio formal servirán para que se

acostumbre a ver su posición. Preferimos que se enfrente a Multivac

en un estado mental lo más normal posible. Descanse tranquilo e

intente tomarse todo esto como si se tratase de su trabajo diario.

¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Norman. De pronto, denegó

violentamente con la cabeza—. ¡Pero yo no deseo esa

responsabilidad! ¿Por qué yo?

—Muy bien, vayamos al grano. Multivac sopesa toda clase de

factores conocidos, billones de ellos. Pero existe un factor

desconocido, y creo que seguirá siéndolo por mucho tiempo. Dicho

factor es el módulo de reacción de la mente humana. Todos los

norteamericanos están sometidos a la presión moldeadora de lo que

los otros norteamericanos hacen y dicen, de las cosas que a él se le

hacen y de las que él hace a los demás. Cualquier norteamericano

puede ser llevado ante Multivac para determinar la tendencia de

todas las demás mentes del país. En un momento dado, algunos

norteamericanos resultan mejores que otros a tal fin. Eso depende

de los acontecimientos del año. Multivac le seleccionó a usted como

al más representativo del actual. No el más despejado, ni el más

fuerte, ni el más dichoso, sino el más representativo. Y no vamos a

dudar de Multivac, ¿no es así?

—¿Y no podría equivocarse? —preguntó Norman.

Sarah, que escuchaba impaciente, le interrumpió:

—No le haga caso, señor. Está nervioso… En realidad, es muy

instruido y ha seguido siempre las cuestiones políticas de cerca.

—Multivac toma las decisiones, señora Muller —respondió

Handley—. Y él eligió a su esposo.

—¿Pero seguro que lo sabe todo? —insistió Norman tercamente

—. ¿No podría haber cometido un error?

—Pues sí. No hay motivo para no ser franco. En 1993, el votante

seleccionado murió de un ataque dos horas antes del instante fijado

para notificarle su elección. Multivac no predijo aquello. Le era

imposible. Un votante puede ser mentalmente inestable, moralmente

improcedente, incluso desleal. Multivac no puede conocerlo todo

sobre todos, si no se le proporcionan los datos. Por eso, siempre se

seleccionan algunos candidatos más. No creo que tengamos que

recurrir a ninguno de ellos en esta ocasión. Usted está en buen

estado de salud, señor Muller, y ha sido investigado a fondo. Sirve.

Norman ocultó el rostro entre las manos y se quedó inmóvil.

—Mañana por la mañana se encontrará perfectamente bien —

intervino Sarah—. Tiene que acostumbrarse a la idea, eso es todo.

—Desde luego —asintió Handley.

En la intimidad del dormitorio, Sarah Muller se expresó de

distinta y más enérgica manera. El estribillo de su perorata era el

siguiente:

—Compórtate como es debido, Norman. Parece como si

intentaras lanzar por la borda la suerte de tu vida.

Norman musitó desesperado:

—Me atemoriza, Sarah. Todo este asunto…

—¿Y por qué, santo Dios? ¿Qué otra cosa has de hacer más

que responder a una o dos preguntas?

—Demasiada responsabilidad. Me abruma.

—¿Qué responsabilidad? No existe ninguna. Multivac te

seleccionó, ¿no? Pues a él le corresponde la responsabilidad. Todo

el mundo lo sabe.

Norman se incorporó, quedando sentado en la cama, en súbito

arranque de rebeldía y angustia.

—Se supone que todo el mundo lo sabe. Pero no lo saben.

Ellos…

—Baja la voz —siseó Sarah en tono glacial—. Van a oírte hasta

en la ciudad.

—No me oirán —replicó Norman, pero bajó en efecto la voz

hasta convertirla en un cuchicheo—. Cuando se habla de la

Administración Ridgely de 1988, ¿dice alguien que ganó con

promesas fantásticas y demagogia racista? ¡Qué va! Se habla del

«maldito voto MacComber», como si Humphrey MacComber fuese

el único responsable por las respuestas que dio a Multivac. Yo

mismo he caído en eso… En cambio, ahora pienso que el pobre tipo

no era sino un pequeño granjero que nunca pidió que le eligieran.

¿Por qué echarle la culpa? Y ya ves, ahora su nombre está

maldito…

—Te portas como un niño —le reprochó Sarah.

—No, me porto como una persona sensible. Te lo digo, Sarah, no

aceptaré. No pueden obligarme a votar contra mi voluntad. Diré que

estoy enfermo. Diré…

Pero Sarah ya tenía bastante.

—Ahora, escúchame —masculló con fría cólera—. No eres tú el

único afectado. Ya sabes lo que supone ser el Votante del Año. Y de

un año presidencial para colmo. Significa publicidad, y fama, y

posiblemente montones de dinero…

—Y luego volver a la oficina.

—No volverás. Y si vuelves, te nombrarán jefe de departamento

por lo menos…, siempre que tengas un poco de seso. Y lo tendrás,

porque yo te diré lo que has de hacer. Si juegas bien las cartas,

controlarás esa clase de publicidad y obligarás a los Almacenes

Kennell a un contrato en firme, a una cláusula concediéndote un

salario progresivo y a que te aseguren una pensión decente.

—Pero ese no es exactamente el objetivo de un votante, Sarah.

—Pues será el tuyo. Si no te crees obligado a hacer nada ni por

ti ni por mí, y conste que no pido nada para mí, piensa en Linda. Se

lo debes.

Norman exhaló un gemido.

—Bien, ¿estás de acuerdo? —le atosigó Sarah.

—Sí, querida —murmuró Norman.

El 3 de noviembre se publicó el anuncio oficial. A partir de

entonces, Norman no se encontraba ya en situación de retirarse,

aun en el caso de reunir el valor necesario para intentarlo.

Sellaron su casa, y agentes del servicio secreto hicieron su

aparición en el exterior, bloqueando todo acceso.

Al principio, sonó sin cesar el teléfono, pero fue Phil Handley

quien respondió a todas las llamadas, con una amable sonrisa de

excusa. Al fin, la central pasó todas las llamadas al puesto de

policía.

Norman pensó que de ese modo se ahorraba no sólo las

alborozadas (y envidiosas) felicitaciones de los amigos, sino

también la pesada insistencia de los vendedores que husmeaban

una perspectiva y la artera afabilidad de los políticos de toda la

nación… Quizás hasta las amenazas de muerte de los inevitables

descontentos.

Se prohibió que entrasen periódicos en la casa, a fin de

mantenerle al margen de cualquier presión, y se desconectó amable

pero firmemente la televisión, a pesar de las indignadas protestas de

Linda.

Matthew gruñía y se metía en su habitación; Linda, pasada la

primera racha de excitación, hacía pucheros y lloriqueaba porque no

le permitían salir de casa; Sarah dividía su tiempo entre la

preparación de las comidas para el presente y el establecimiento de

planes para el futuro, en tanto que la depresión de Norman seguía

alimentándose a sí misma.

Y la mañana del martes 4 de noviembre del año 2008 llegó por

fin. Era el día de las elecciones.

El desayuno se sirvió temprano, pero sólo comió Norman Muller,

y aun él de manera mecánica. Ni la ducha ni el afeitado lograron

devolverle a la realidad, ni desvanecen su convicción de que estaba

tan sucio por fuera como sucio se sentía por dentro.

La voz amistosa de Handley hizo cuanto pudo para infundir cierta

normalidad en el gris y hosco amanecer. La predicción

meteorológica había señalado un día nuboso, con perspectivas de

lluvia antes del mediodía.

—Mantendremos la casa aislada hasta el regreso del señor

Muller. Después, dejaremos de estar colgados de su cuello.

El agente del servicio secreto vestía ahora su uniforme completo,

incluidas las armas en sus pistoleras, abundantemente tachonadas

de cobre.

—No nos ha causado molestia alguna, señor Handley —dijo

Sarah con bobalicona sonrisa.

Norman se echó al coleto dos tazas de café bien cargado, se

secó los labios con una servilleta, se levantó y dijo con aire decidido:

—Estoy dispuesto…

Handley se levantó a su vez.

—Muy bien, señor. Y gracias, señora Muller, por su amable

hospitalidad.

El coche blindado atravesó con un ronquido las calles vacías.

Siempre lo estaban aquel día, a aquella hora determinada.

Handley dio una explicación al respecto:

—Desvían siempre el tráfico desde el atentado que por poco

impide la elección de Leverett en el 92. Habían puesto bombas.

Cuando el coche se detuvo, Norman fue ayudado a descender

por el siempre cortés Handley. Se encontraba en un pasaje

subterráneo, junto a cuyas paredes se alineaban soldados en

posición de firmes.

Le condujeron a una estancia brillantemente iluminada. Tres

hombres uniformados de blanco le saludaron sonrientes.

—¡Pero esto es un hospital! —exclamó Norman.

—No tiene importancia alguna —replicó al instante Handley—.

Se debe sólo a que el hospital dispone de las comodidades

necesarias…

—Bien, ¿y qué he de hacer yo?

Handley inclinó la cabeza, y uno de los tres hombres vestidos de

blanco se adelantó.

—Yo me encargaré de él a partir de ahora, agente.

Handley saludó con desenvoltura y abandonó la habitación.

El hombre de blanco dijo:

—¿No quiere sentarse, señor Muller? Yo soy John Paulson,

calculador jefe. Le presento a Samson Levine y Peter Dorogobuzh,

mis ayudantes.

Norman estrechó envaradamente las manos de todos. Paulson

era hombre de mediana estatura, con un rostro de perenne sonrisa,

y un evidente tupé. Usaba gafas de montura de plástico, de modelo

anticuado. Mientras hablaba, encendió un cigarrillo. Norman rehusó

el que le fue ofrecido.

—En primer lugar, señor Muller —dijo Paulson—, deseo que

sepa que no tenemos prisa alguna. En caso necesario,

permanecerá con nosotros todo el día, para que se acostumbre al

ambiente y descarte la idea de que se trata de algo insólito, para

que olvide su aspecto… clínico. Creo que sabe a qué me refiero.

—Sí, desde luego —contestó Norman—. Pero me gustaría que

todo hubiese terminado ya.

—Comprendo sus sentimientos. Sin embargo, deseamos

exponerle con exactitud el procedimiento. En primer lugar, Multivac

no está aquí.

—¿Que no está?

Aun en medio de su abatimiento, había deseado ver a Multivac,

del que se decía que medía más de kilómetro y medio de largo, que

tenía una altura equivalente a tres pisos y que cincuenta técnicos

recorrían sin cesar los corredores interiores de su estructura. Una de

las maravillas del mundo.

Paulson sonrió.

—En efecto, no es portátil —confirmó—. De hecho, se encuentra

emplazado en un subterráneo, y pocos son los que conocen el lugar

preciso. Muy lógico, ¿verdad?, ya que supone nuestro supremo

recurso natural. Créame, las elecciones no constituyen su única

función.

Norman pensó que el hombre de blanco se mostraba

deliberadamente parlanchín, pero de todos modos se sentía

intrigado.

—Me gustaría verlo…

—No lo dudo. Mas para ello se necesita una orden presidencial,

refrendada luego por el departamento de seguridad. Sin embargo,

nos mantenemos en conexión con Multivac por transmisión de

ondas. Cuanto él diga puede ser interpretado aquí, y cuanto

nosotros digamos le será transmitido. Así que, en cierto sentido, nos

hallamos en su presencia.

Norman miró a su alrededor. Las máquinas y aparatos que había

en la estancia carecían de significado para él.

—Permítame que se lo explique, señor Muller —prosiguió

Paulson—. Multivac posee ya la mayoría de la información

necesaria para decidir todas las elecciones, nacionales, provinciales

y locales. Únicamente necesita comprobar ciertas imponderables

actitudes mentales y, para ello, recurriremos a usted. No podemos

predecir qué preguntas formulará, aunque cabe en lo posible que no

tengan mucho sentido para usted…, ni siquiera para nosotros en

realidad. Tal vez le pregunte qué opina sobre la recogida de basuras

en su ciudad o si considera preferibles los incineradores centrales.

O bien, si tiene usted un médico de cabecera o acude a la seguridad

social… ¿Comprende?

—Sí, señor.

—Pues bien, pregunte lo que pregunte, usted responderá como

mejor le plazca. Y si cree que ha de extenderse un poco en su

explicación, hágalo. Puede hablar durante una hora si lo juzga

necesario.

—Sí, señor.

—Una cosa más. Hemos de emplear algunos sencillos aparatos

que registrarán automáticamente su presión sanguínea, las

pulsaciones, la conductividad de la piel y las ondas cerebrales

mientras habla. La maquinaria le parecerá formidable, pero es

totalmente indolora… Ni siquiera la notará.

Los otros dos técnicos se atareaban ya con relucientes y pulidos

aparatos, de ruedas engrasadas.

—¿Desean comprobar si estoy mintiendo o no? —preguntó

Norman.

—De ningún modo, señor Muller. No se trata en absoluto de

detección de mentiras, sino de una simple medida de la intensidad

emotiva. Por ejemplo, si la máquina le pregunta su opinión sobre la

escuela de su pequeña, quizá conteste usted: «A mi entender, está

atestada». Mas esas son sólo palabras. Por la manera en que

reaccionen su cerebro, corazón, hormonas y glándulas sudoríparas,

Multivac juzgará con exactitud con qué intensidad se interesa usted

pon la cuestión. Descubrirá sus sentimientos, los traducirá mejor

que usted mismo.

—Jamás oí cosa igual —manifestó Norman.

—Estoy seguro de que no. La mayoría de los detalles de

Multivac son secretos celosamente guardados. Cuando se marche,

se le pedirá que firme un documento jurando que jamás revelará la

naturaleza de las preguntas que se le formularon, como tampoco

sus respuestas, ni lo que se hizo o cómo se hizo. Cuanto menos se

conozca a Multivac, menos oportunidades habrá de presiones

exteriores sobre los hombres que trabajan a su servicio o se sirven

de él para su trabajo. —Sonrió melancólico—. Nuestra vida resulta

bastante dura…

—Lo comprendo.

—Y ahora, ¿desearía comer o beber algo?

—No, gracias. Nada por el momento.

—¿Alguna otra pregunta que formular?

Norman meneó la cabeza en gesto negativo.

—En ese caso, usted nos dirá cuando se halle dispuesto.

—Ya lo estoy.

—¿Seguro?

—Por completo.

Paulson asintió. Alzó una mano en dirección a sus ayudantes,

quienes se adelantaron con su aterrador instrumental. Muller sintió

que su respiración se aceleraba mientras les veía aproximarse.

La prueba duró casi tres horas, con una breve interrupción para

tomar café y una embarazosa sesión con un orinal. Durante todo

ese tiempo, Norman Muller permaneció encajonado entre la

maquinaria. Al final, tenía los huesos molidos.

Pensó sardónicamente que le sería muy fácil mantener su

promesa de no revelar nada de lo que había acontecido. Las

preguntas ya se habían reducido a una especie de vagarosa bruma

en su mente.

Había pensado que Multivac hablaría con voz sepulcral y

sobrehumana, resonante y llena de ecos. Ahora concluyó que

aquella idea se la había sugerido la excesiva espectacularidad de la

televisión. La verdad le decepcionó en extremo. Las preguntas

aparecían perforadas sobre una cinta metálica, que una segunda

máquina convertía en palabras. Paulson leía a Norman estas

palabras, en las que se contenía la pregunta, y luego dejaba que las

leyese por sí mismo.

Las respuestas de Norman se inscribían en una máquina

registradora, repitiéndolas para que las confirmara. Se anotaban

entonces las enmiendas y observaciones suplementarias, todo lo

cual se transmitía a Multivac.

La única pregunta que Norman recordaba de momento era una

incongruente bagatela:

—¿Qué opina usted del precio de los huevos?

Ahora todo había terminado. Los operadores retiraron

suavemente los electrodos conectados a diversas partes de su

cuerpo, desligaron la banda pulsadora de su brazo y apartaron la

maquinaria a un lado.

Norman se puso en pie, respiró profundamente, se estremeció y

dijo:

—¿Ya está todo? ¿Se acabó?

—No, no del todo —respondió Paulson, sonriendo animoso—.

Hemos de pedirle que se quede durante otra hora.

—¿Y por qué? —preguntó Norman con cierta acritud.

—Es el tiempo preciso para que Multivac incluya sus nuevos

datos entre los trillones de que ya dispone. Sepa usted que existen

miles de alternativas, algo sumamente complejo… Puede suceder

que se produzca algún raro debate aquí o allá, que algún interventor

en Phoenix, Arizona, o bien alguna asamblea en Wilkesboro,

Carolina del Norte, formulen alguna duda. En tal caso, Multivac

precisará hacerle una o dos preguntas decisivas.

—No —se negó Norman—. No quiero pasar de nuevo por eso.

—Probablemente no sucederá —trató de tranquilizarle Paulson

—. Raras veces ocurre… De todos modos, habrá de quedarse pon

si acaso. —Cierto tonillo acerado, un tenue matiz, asomó a su voz

—. No tiene opción, ya lo sabe. Debe quedarse.

Norman se sentó con aire fatigado, encogiéndose de hombros.

—No podemos dejarle leer el periódico —añadió Paulson—, pero

si quiere una novela policíaca, o jugar al ajedrez…, cualquier cosa

en fin que esté en nuestra mano proporcionarle para que se

entretenga, dígalo sin reparos.

—No deseo nada, gracias. Esperaré.

Paulson y sus ayudantes se retiraron a una pequeña habitación,

contigua a la estancia en que Norman había sido interrogado. Y este

se dejó caer en un butacón tapizado de plástico, cerrando los ojos.

Tendría que aguardar a que transcurriese aquella hora lo mejor

posible.

Bien retrepado en su asiento, poco a poco fue cediendo su

tensión. Su respiración se hizo menos entrecortada y, al entrelazar

las manos, no advirtió ya ningún temblor en sus dedos.

Tal vez no hubiese ya más preguntas. Tal vez hubiese acabado

de modo definitivo.

Y si todo había terminado, ahora vendrían los desfiles de

antorchas y las invitaciones para hablar en toda clase de

solemnidades. ¡El Votante del Año!

Él, Norman Muller, un vulgar empleado de un almacén de

Bloomington, Indiana, un hombre que no había nacido grande ni

había realizado jamás acto alguno de grandeza, se hallaría en la

extraordinaria situación de impulsar a otro a la grandeza.

Los historiadores hablarían con serenidad de la Elección Muller

del año 2008. Ese sería su nombre, la Elección Muller.

La publicidad, el puesto mejor, el chorro de dinero que tanto

interesaba a Sarah, ocupaban sólo un rincón de su mente. Todo ello

sería bienvenido, desde luego. No lo rechazaba. Pero, por el

momento, era otra cosa lo que comenzaba a preocuparle.

Se agitaba en él un latente patriotismo. Al fin y al cabo,

representaba a todo el electorado. Era el punto focal de todos ellos.

En su propia persona, y durante aquel día, se encarnaba todo

Estados Unidos…

Se abrió la puerta, despertando su atención y despabilándole por

completo. Durante unos instantes, sintió que se le encogía el

estómago. ¡Que no le hicieran más preguntas!

Pero Paulson sonreía.

—Hemos terminado, señor Muller.

—¿No más preguntas, señor?

—No hay ninguna necesidad. Todo ha quedado completamente

claro. Será usted escoltado hasta su casa y volverá a ser un

ciudadano particular…, en la medida en que el público lo permita.

—Gracias, muchas gracias. —Norman se sonrojó—. Me

preguntaba… ¿Quién ha sido elegido?

Paulson meneó la cabeza.

—Tendrá que esperar al anuncio oficial. El reglamento se

muestra muy severo al respecto. No podemos decírselo ni siquiera a

usted. Supongo que lo comprende…

—Desde luego.

Norman parecía embarazado.

—El servicio secreto tendrá dispuestos los papeles necesarios

para que los firme usted.

—Sí.

De pronto, Norman se sintió orgulloso, lleno de energía. Ufano y

arrogante. En este mundo imperfecto, el pueblo soberano de la

primera y mayor Democracia Electrónica habla ejercido una vez

más, a través de Norman Muller (a través de él), su libre derecho al

sufragio universal.__


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