Mario Levrero-Noveno Piso





                                   NOVENO PISO

                                                                              

                                                                                            A Pilar González

 

 

Uno

 

 

Noveno piso digo al pequeño ascensorista. Tengo la mano derecha

metida en el bolsillo del saco. Con la izquierda me aliso innecesariamente la

solapa. «Le apuesto que no llega». ¿Dijo realmente: «Le apuesto que no

llega»? Lo miro a los ojos. Enarco las cejas.

Ya verá dice, realmente, en voz alta. La sonrisa enigmática del

muchacho (¿o es un enano?) me pone nervioso. Él sabe algo que yo ignoro.

Yo, en cambio, debo saber seguramente muchas cosas que él ignora.

Por ejemplo… —le digo, pero hemos llegado. Las puertas se abren

automáticamente. Miro el indicador: la aguja señala, recién, el primer piso.

Sube una mujer gorda, vestida de negro. Huele mal. Se ha echado perfume y

detecto una cantidad enorme de componentes, el perfume me resulta muy

desagradable y hay algunos de esos componentes que me provocan

asociaciones de ideas que no logro asir. Después entran otras personas, a las

que no presto atención: sólo un alfiler de corbata, sobre una corbata con

mucho amarillo. El alfiler tiene engarzada una piedra anaranjada opaca, y es

esta piedra lo que observo mientras sigo percibiendo el perfume asqueroso y

trato de ubicar las imágenes exactas correspondientes a las asociaciones de

ideas que desata en mi mente. Me esfuerzo en vano.

El chico ascensorista, o enano payasesco con ropas de ascensorista que

son demasiado grandes para él, ha quedado oculto. Sospecho sin embargo que

conserva su sonrisa enigmática, y pienso otra vez en aquellas palabras que

creí escuchar. Él sabe algo que yo ignoro, algo que me es vital.

Subimos. Después de mucho rato (qué lento es este ascensor, Dios mío,

qué calor sofocante) llegamos al segundo piso. Las puertas se abren, entra

más gente. Soy apretado contra el fondo del ascensor, ya definitivamente

separado del enano. Luego seguimos subiendo. Cierro los ojos y me dejo estar

en el efecto nauseabundo de la mezcla de sensaciones. No hay nada grato en

este ascensor. Quizás debiera haber subido por la escalera. Nueve pisos, es

cierto; pero en cambio Tercer piso. Entran más. La subida se hace más

lenta, más lenta El aparato tiembla ligeramente y el piso cruje. Temo que el

piso ceda, no debería cargar tanto este muchacho. Quisiera gritarle, al enano,

que detenga este viaje de locos. Que quiero llegar al noveno piso, como sea;

que así, como él bien había dicho antes, nunca llegaré, nunca llegaremos,

nunca nadie llegará a ninguna parte. Imagino la sonrisa.

 

 

 

Dos

 

 

El ascensor se sigue cargando; y en el sexto piso, casi en un desmayo (estoy

sofocado por el calor, mareado por el perfume, asqueado por el contacto con

tantos cuerpos), siento no que el piso cede, sino que caemos. Probablemente

se hayan roto los cables, por el peso, y ahora el ascensor cae,

vertiginosamente, con una velocidad que jamás habría alcanzado para subir.

Ni para bajar normalmente. Las mujeres gritan. Siento una risa que no puede

pertenecer a nadie más que al enano. Lo imagino, dentro de las limitaciones

del espacio, dando saltitos y palmeando de gozo. Creo escuchar su voz: «Le

dije, señor, que no llegaba». Luego el estrépito final, la obscuridad, el griterío,

algunos ayes doloridos y más tarde silencio.

La caja del ascensor está deshecha, estoy en el sótano, sobre una pila de

cadáveres sanguinolentos. Todavía me llega el olor del perfume de la mujer

gorda. Tengo que salir de aquí. En la escasa luz que llega al sótano, desde los

pisos superiores, no me es dado ver aún casi nada; sólo miembros hechos

pulpa y un color rojo, de los cuerpos que tengo más cerca. «Alguien vendrá a

socorrerme», pienso, pero no puedo esperar. Tengo que salir de aquí en

seguida; ella me espera, supongo.

 

Tres

 

 

Trepo por el enrejado de alambre que rodea el hueco del ascensor. Es una

prueba difícil. Apenas si caben las puntas de los zapatos en los agujeros de la

trama. Debí quitarme los zapatos; pero ahora es tarde para pensarlo. Todo el

esfuerzo recae en los dedos de las manos, que comienzan a dolerme. La gente

que mira a través del enrejado me incita a soltarme. ¡Desdichados! No se les

ocurre otra cosa que mirarme con lástima y mover la cabeza negativamente.

Otros (hay un hombre gordo, de bigotes, con un traje impecable, que se toma

muy en serio su trabajo) me hacen indicaciones que pretenden ser de ayuda,

pero no las oigo o no las entiendo, y no hacen más que debilitarme, desviar mi

atención. Sólo puede sostenerme la voluntad de llegar: no hay otra técnica.

Pero esto, ¿cómo puedo hacérselo entender? ¿Qué saben ellos si alguien me

espera en el noveno piso? Quizás tengan razón, y no me espere nadie. Si

estuviera seguro. De todos modos, aunque llegue al noveno piso, no podré

salir de esta especie de jaula. Tendré que seguir, llegar hasta la azotea, y

desde allí, tal vez, alcanzar la escalera y bajar hasta el noveno piso. ¿Cuántos

pisos tenía este edificio? Nunca lo supe. Alguna vez ella me lo dijo, pero no

presté la debida atención; uno nunca sabe cuándo un dato puede tener una

importancia vital. Sigo trepando y las manos ya comienzan a sangrar. ¿Ciento

cincuenta pisos, había dicho? ¿Quince? ¿O el noveno era el último? Dios

quiera. Dios me perdone. Pero de todos modos no sé en qué piso estoy. Miro

hacia abajo y veo la masa gris y roja. Muy abajo. Debo estar en el sexto piso.

O tal vez sólo sea el quinto, o el cuarto. Quién me mandó trepar. Y quién me

puede asegurar que ella me aguarda en el noveno piso, o alguien, alguien en

alguna parte. Dios. Dios. Quisiera soltarme. Un niño come una banana

mientras me mira trepar. La madre le acaricia el pelo. Me señala; sin duda me

pone por ejemplo, me toma como un ejemplo negativo para su hijo. Que él

nunca se vea en una situación similar; estas cosas no deben hacerse. Eso pasa

por… ¿por qué?

Miro hacia arriba, y no puedo darme cuenta de cuánto me falta. Sólo veo

un túnel de luz interminable, una masa de reflejos de luces en el enrejado

metálico.

 

Cuatro

 

 

La gente de las escaleras se ha vuelto más vieja y más pobre, a medida que

asciendo. El edificio mismo parece bastante deteriorado a esa altura. Tengo la

ventaja de que ya no me prestan atención; los viejos están muy ocupados con

sus propios dolores, con su propia angustia. Algunos mastican en el aire,

hacen chocar las encías vacías como si estuvieran comiendo o hablando.

Otros no son tan viejos, pero están muy enfermos. Todos, de cualquier

manera, huelen mal. No es un olor como el perfume de la gorda aquella; es un

olor humano, humano y vegetal, olor de desperdicios y decrepitud. Pero el

deterioro me ha favorecido: la trama del enrejado está desgarrada, hay un

agujero que me permite pasar, sin necesidad de seguir trepando. Ya era hora.

Saco trabajosamente el cuerpo a través del agujero. Me siento en un escalón.

La cabeza me da vueltas. La náusea está clavada aquí en el píloro. Tengo las

manos deshechas. Y un cansancio brutal, verdaderamente brutal. No sé cómo

he podido hacerlo: ahora me siento maravillado. Nunca había soñado con algo

semejante. Yo, trepando tantos pisos, tantos y tantos metros, por un enrejado

que lastima las manos, donde no entra más que, apenas, la punta del zapato.

Me dejo ir. Ruedo, dormido, varios escalones.

 

Cinco

 

 

Antes me informan el noveno piso estaba entre el octavo y el décimo;

ahora, qué quiere que le diga. Se alejan, se han alejado mucho.

Le doy una moneda al viejo. Sigo subiendo. Ahora cómodamente, por la

escalera. A medida que subo me cruzo con gente que baja. Ellos son también

muy pobres, y después de un tiempo noto que bajan como si lo hicieran en

forma definitiva; que cargan con todas sus pertenencias, con atados de ropa y

colchones, con carretillas y cacharros, con animales domésticos.

Huyen lentamente. No están apurados, pero huyen, se van para siempre. Y

no hay nadie que suba; sólo yo. Es que, tal vez, a nadie espera nadie en los

pisos de arriba; sólo ella, que me espera a mí, tal vez.

¿Y si ella no me espera? No; no puedo pensar en esto. No puedo pensar

que todo pierda, de pronto, sentido. Toda esta fatiga. Todo este dolor. Apretar

los dientes y seguir subiendo. Me cruzo con un perro ovejero, muy sucio y

viejo. Atrás viene el dueño, tan sucio y tan viejo como el perro.

De tanto en tanto se oye un ruido sordo y las paredes tiemblan.

 

Seis

 

El señor no debió haber tardado tanto la criada se llevó una mano a la

boca, con asombro y disgusto. Le tendí el sombrero y el bastón.

—¿Ella? pregunté.

Inclinó la cabeza y me hizo pasar del vestíbulo a un largo corredor. Un

corredor muy largo, ciertamente. Hacia el final, en una pieza iluminada en

exceso con luz blanca, estaba ella. Vestía ropas blancas, amplias, vaporosas.

Ella, rubia y blanca.

Aguardo anhelante en el extremo del corredor mientras ella se acerca

despacio. Camina lentamente, y sus ropas se agitan levemente mientras

camina. Sí, es cierto. Se me ha hecho muy tarde. Este accidente lamentable.

Imprevisión homicida. Tú verás, sólo estoy vivo por casualidad, por una

tremenda casualidad. Déjame que lo explique

Ella avanza lentamente, y la veo y la recuerdo al mismo tiempo,

superpongo imágenes. Ella me esperaba, ella se acerca. Enciende luces en el

corredor, tan largo, mientras se acerca. Anhelante, yo, en el extremo del

corredor, con la vida en suspenso. Todo este esfuerzo. Todo este trabajo.

Todo este dolor.

A medida que se acerca voy percibiendo más detalles; y a medida que se

acerca, noto que ha envejecido, que ha envejecido mucho; la noto más vieja a

cada instante, a cada paso que da para acercarse a mí. Superpongo imágenes,

y ella se va pareciendo cada vez menos al recuerdo. Es una mujer vieja; es

una mujer muy vieja.

—¿Por qué tardaste tanto? ella tampoco tiene dientes; tiene la piel

arrugada, pegada a los huesos, y un maquillaje monstruoso que se va

descascarando ante mi vista, que se va deshaciendo.

Por el corredor, ahora lo advierto, viene más gente. Llevan paquetes,

colchones, carretillas, animales domésticos, cacharros. Un niño deforme —¿o

es un enano, con ropas grandes? lleva puesto mi sombrero y hace girar, con

torpeza, mi bastón. Nos apartan del corredor, nos empujan hacia un rincón del

vestíbulo, mientras siguen pasando.

Viene la criada con un gran armario, que apenas puede cargar. La criada

se detiene en el vestíbulo, a tomar aliento. Coloca el armario de tal forma que

su gran espejo queda ante nosotros. Me veo reflejado; nos veo, a ella y a mí:

somos dos viejos, ridículos y desdentados. Somos muy pobres: ahora noto que

mis ropas están hechas jirones, y también sus sedas y tules blancos. A través

de un agujero en la tela de una de sus mangas amplias y vaporosas, veo un

trozo de piel grisácea.

Se oyen ruidos sordos, cada vez más frecuentes, y la construcción toda se

sacude cada vez con mayor violencia. La criada se apresura a cargar

nuevamente su armario, y sale.

 

Siete

 

Se me hizo tarde explico, mirando obsesivamente el reloj. La cita era

para las cuatro. Son las cinco. Se me ha hecho tarde, demasiado tarde. Nos

abrazamos. Su cuerpo entre mis brazos es como un esqueleto. Su boca, una

mancha seca. Los golpes de la demolición arrecian. Las paredes se rajan.

Se me hizo tarde repito.

No importa dice ella, e intenta sonreír. Pero tiene una arcada, y un

vómito negro, se vomita a sí misma, la vida entera, cae blanda y deshecha,

cae podrida y líquida, tiñendo de marrón y rosado su vestido blanco.

Yo avanzo a tientas por el corredor; las luces se han apagado, el edificio

cruje y se dobla, se abren boquetes y caen trozos de cielo raso. En su cuarto

hay un gran espejo, que es lo que yo busco; y a la luz de la llama de mi

encendedor contemplo mis ojos, que no han variado, contemplo asombrado

mis ojos de niño, mis ojos de siempre, mis ojos nacidos para este asombro,

para este momento, contemplo mis ojos y ya no trato de comprender, mientras

el edificio comienza a desplomarse, mientras la llama del encendedor se

apaga.

                                                                                               1972

 

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