Felisberto Hernández-La Casa Nueva
LA CASA NUEVA[
A Esterlina Vignart
Desde hace un rato estoy haciendo signos
taquigráficos frente a un
amigo que está del otro lado de la mesa
del café. Le he pedido disculpas
diciéndole que debo tomar unos apuntes. Él
no juzgará mal. Siempre espera
que yo haga algo que esté como fuera de
la realidad. Lo que yo quiero,
verdaderamente, es descansar los ojos, —escribiendo
me los canso menos
—, la cara y el alma. Si yo no estuviera
escribiendo tendría que mostrarle a
mi amigo, una sonrisa, un gesto y unas palabras
que respondieran a ideas
que él se ha hecho de mí y que a mí me
conviene que las tenga. Él piensa
que aunque a mí me quede poco dinero
encima, éste no me preocupa
mucho, porque soy un artista que vive,
como dice él, «en una montaña de la
luna» y que únicamente desciende en
algunos instantes, lleno de gracia y
perdón para esta pequeña ciudad, en la
que se hace tan difícil que yo pueda
dar aunque sea un solo concierto de
piano. Por eso, porque no cree en mi
angustia terrestre, es que me cuenta, con
una riqueza de detalles, todos los
fracasos que ha tenido para financiar ese
concierto. Pero yo no sólo estoy en
la tierra, pensando cómo podré pagar el
hotel y el ómnibus que me saque de
aquí, sino que estoy en el suelo; y como
me cuesta mucho levantarme y
llegar a los altos lugares en que me han
puesto las ilusiones que él se hace
de mí, prefiero meter los ojos y la cara
en este papel y despistar a mi amigo
con esta fuga de signos. Dice que hay que
tratar de reaccionar. Ya estoy
aburrido de eso, pero pienso que si me
dejo caer hasta el fondo de mi
tristeza, es posible que tenga una mejor
reacción después. Ahora quiero
entregarme a prever lo peor. Tal vez
tenga que lavar platos o trabajar de
peón y destrozarme las manos. Sé escribir
un poco a máquina pero, si al
verme caído me desvalorizan del todo van
a pensar que toco mal el piano
como escribo a máquina. Dirán que si
aquellas personas que antes me
admiraban como pianista hubieran visto
estas pruebas a máquina, mirando
las hojas escritas, habrían descubierto
que ellos no entendían nada de piano
y que, a lo mejor, yo era tan mal
pianista como dactilógrafo; ya en mala
predisposición no escucharían la razón de
que el piano lo estudié desde niño
y que hace muy poco tiempo que escribo a
máquina. Tampoco podría
desafiar cualquier velocidad con la
taquigrafía, ni se me ocurre quién la
pueda necesitar en esta ciudad lenta, de
la que tengo que salir a cualquier
precio pero en la que tanto me gustaría
quedarme.
Tuve que dejar de escribir un rato porque
los ojos se me escaparon para
la calle donde hay una arenilla verdosa
que brilla al sol del verano; también
se me iban a la sombra de los naranjos
nacidos al borde de las veredas. Pero
de pronto tuve que traerlos a la cara de
mi amigo, porque, al verme sin
escribir me empezó a contar de nuevo lo
del concierto. Me hace mal, pensar
que haya personas tan generosas como este
hombre, que ha trabajado tanto
por mí, y que yo esté tan lejos de ser así.
Él mismo debe haber provocado la
desaparición de los últimos pesos que
quedaban en la Intendencia
destinados a actos culturales; me decía
que la semana pasada una muchacha
había dado un concierto de canto y que el
público sufrió mucho por lo
desagradable y malo que fue, pero que la
cantante venía acompañada por su
madre y hubo que salvarlas. A raíz de eso
el Intendente había dicho que por
este año no habría más conciertos con
dinero de la Intendencia.
Los ojos se me habían trepado a las tejas
de los viejos techos inclinados
que tenían algunas de las casas. Para
disimular lo del Intendente y hacer de
conversación a mi amigo, le pregunté de
qué tiempo serían esas casas. No
me supo decir, pero enseguida empezó a
repetir la historia del traslado del
Inspector de Escuelas, causa por la cual
la Inspección no podía pagar un
concierto para los niños. Yo, con la
misma tristeza y mientras esperaba
algún cambio misterioso en mi situación,
pensaba que de aquellas casas
viejas habían salido los que construyeron
las otras, más nuevas, que no
mostraban los techos, que parecían como
hijas de las más viejas, pero que
ya tenían simpatía de tiempos largos, y,
sobretodo, si las comparaba con una
nueva y antipática que yo trataba de
hacer culpable de que me fuera mal,
porque allí viviría gente moderna, de esa
que le interesa la cultura en una
forma tan falsa. Esa casa nueva había
arrancado los naranjos de su vereda
para lucir mejor unos grandes bloques
desproporcionados que se había
echado encima de la fachada. Además
despedía una estridente luz blanca
que primero llamaba los ojos y enseguida
los despedía con violencia. Ni
siquiera permitía ver las casas vecinas.
(Hacía algunos veranos que yo había
tenido relación con una de aquellas
casas).
Mi amigo se encontró de pronto, con que
yo me había ido de allí, —a la
luna según él—, y le había dejado mi
cara, sin duda inexpresiva como el
traje que dejamos colgado en una silla
mientras dormimos. Cuando me
«vio» llegar de nuevo, volvió a tomar el
tema del concierto y ya no lo pude
abandonar hasta que se produjo un
instante de molestia, que él salvó con
gran dignidad y se levantó de la silla
pidiéndome disculpas y una nueva
oportunidad para arreglar mi situación.
La cosa empezó con que una
Comisión Pro Fomento Escolar tenía mucho
dinero y podría haber ofrecido
un concierto pata los niños, pero había
empleado todo el dinero
ofreciéndoles un servició de dentista.
Después había seguido el fracaso de
los clubes: uno se había gastado todo en
una fiesta y el otro no tenía ni para
una fiesta. Entonces me dijo que, desde
hacía tiempo, socios de dos clubes
habían formado un grupo de contribuyentes
para actos extraordinarios, pero
que aún «ésos» estaban «quemados» por los
abusos. Y por último vino lo
más sabido: que no se podría hacer un
concierto vendiendo entradas porque
no había ni tiempo, ni quien quisiera
comprometerse para la venta y que, en
el mejor de los casos, no cubría los
gastos.
No sé bien por qué, cuando empezó a
hablar de los contribuyentes ya
quemados por los abusos, se encendió en
el fondo de mi angustia cierta
reacción incontenible. Entonces empecé a
decir cosas que mi amigo
interrumpía:
—Por favor, en el tiempo que nos queda
para conversar, hablemos de
algo más grato (Tal vez yo tuviera que ir
a la Comisaría por no pagar).
—Aquí son unos…
—Asimismo me iré con el orgullo de tener
un amigo…
—Un momento, déjeme…
—Yo vendré nada más que a veranear…
Fue aquí, que ya levantado de la silla,
mirando pata la calle y apoyando
en la mesa unas manos muy viejas con unas
uñas muy largas de bordes muy
negros, me pidió las disculpas y una última
oportunidad.
—Ud. no tiene por qué hacer este
sacrificio. Eso me humilla más, mi
querido amigo —alcancé a gritarle, casi.
Me quedé solo y con una mortificación
increíble. Yo no quería deber
aquella actitud tan digna con que parecía
echar mano a las últimas reservas
de su persona. Me alarmaba pensando a los
medios a que él acudiría. Y,
entonces, entregarme a una nueva
esperanza de que él me salvara, me
parecía canallesco. No quería que él
perdiera la ilusión que yo le merecía.
Por amor propio no quería que supiera el
miedo que yo tenía de esa
situación, aunque él descubriera que yo
escondía el miedo. Yo sabía que él
valoraría el hecho de «no mostrar el
fleco de los calzoncillos», como había
dicho él una vez hablando de otro. Pero,
si por una parte a mí me convenía
estar en un concepto que lo alentara a
salvar la situación, ya que no había
más remedio y ya que él tan generosamente
se había ofrecido a resolverla,
por otra parte parecía que yo lo
utilizaba hasta un grado donde era
vergonzoso emplear a otra persona en
provecho propio. De muy poco me
servía jurarme que le mandaría después un
buen regalo. Además me
mortificaba la desilusión de que mi piano
no inspirara más deseos oírlo, al
extremo de permitir que este pobre amigo
tuviera que sacrificarse tanto.
Por fin me encontré mirando con odio la
casa nueva. Cuando estuve
más tranquilo y casi resignado de
entregarme a ser un poco canalla y perder
un poco la vergüenza, pensé que no debía
permitir a los ojos, como no se le
debe permitir a los inocentes que
conozcan y guarden odio. Además
descubrí, que tampoco debía manchar de
odio a otros inocentes, a los
recuerdos, a aquellos recuerdos que
guardaba de una de aquellas casas.
Hacía algunos años me había despertado en
el cuarto de un hotel de
campaña y había descubierto que nuestros
pensamientos se producen en un
ámbito de nuestra intimidad que tiene
calidad de silencio. Aun en el barullo
más estridente de una gran ciudad,
pensamos en silencio a dónde vamos,
qué tenemos que hacer o en aquello que
conviene a nuestros deseos. Pero
todavía es más profundo el silencio en
que se forman nuestros sentimientos
que se esconden en el silencio, que no
llegan a ser palabras, aunque también
realicen actos escondidos. Pero hay
sentimientos que en el silencio se
esconden detrás de pensamientos engañosos.
En el silencio en que se
forman los sentimientos y los
pensamientos, se forma el estilo de la vida y
de la obra de un ser humano.
Desde aquella noche en aquel cuarto
oscuro del hotel de campaña, he
encontrado complacencia en descubrir los
sentimientos y los pensamientos
más distintos y contradictorios que
existen, no sólo en distintas personas,
sino en un mismo ser humano. Tal vez a
esto se deba que este amigo que
me defiende, haya sentido mi comprensión
en una época en que toda esta
ciudad lo criticó. También se debe a eso
la historia que me falta relatar de
una de aquellas casas.
A las pocas horas de llegar por primera
vez a esta ciudad, conocí a este
amigo. Enseguida él organizó un acto para
un poeta, a quien yo
acompañaba en esas giras y para mí. (Hacíamos
números de poesía y de
música en el mismo espectáculo). A los
pocos días a nuestro amigo se le
murió la madre. Lo trajimos del
cementerio a la casa hecho un trapo.
Lloraba de a ratitos como esas lluvias
intermitentes. Cuando se fue el poeta,
a quien todos admirábamos y queríamos
tanto, lloró seguido un rato largo y
después se durmió profundamente. Entonces
se fueron todas las otras
personas. Sólo quedamos una india vieja
que dormía en otra pieza y yo,
sentado en un sillón muy cómodo donde
también me dormí. Esto ocurría al
caer la tarde y él se despertó como a las
diez de la noche. Entonces me pidió
como favor muy especial que le fuera a
buscar a una persona que estaba en
el café de la esquina. Cuando se la traje
y sin permitir que los dejara solos,
mi amigo le dijo: «Mañana sin falta
jugale treinta pesos». Yo acompañé al
que llevaba la jugada hasta la puerta y éste
me dijo: «Está loco. Ese número
es el que había en la cruz de la madre,
en el cementerio». Después lo dijo a
todo el mundo.
Las consecuencias, para mi amigo fueron
terribles. No sólo porque el
número no salió y perdió los treinta
pesos, que en aquella época eran
mucho, sino porque lo acusaron de
profanación, de usufructuar con la
muerte de la madre; se hablaba de «treinta
dineros» y se deducía que no
había querido nada a la madre.
Aquí intervenía yo para indicar cómo era
posible que pudieran vivir
juntos en una misma persona, virtudes y
defectos. Yo tenía para esto
muchos ejemplos porque éste era «mi juego».
Así como mi amigo estaba
siempre atento a la aparición de
cualquier número, yo estaba atento a la
aparición de sentimientos, pensamientos,
actos o cualquier otra cosa de la
realidad, que sorprendiera las ideas que
sobre ellas tenemos hechas. Ya un
poco aburrido de observar todo eso en mí
mismo, también quería
comprender qué cosas se producían en el
silencio íntimo de los demás, si es
que después lo demostraban, —queriendo o
sin querer—, y qué ocurría en
el libre juego de las circunstancias. Ya
había encontrado, precisamente, algo
que me interesaba en el hecho de que mi
amigo quisiera a la madre y
tuviera pasión por el juego y de que la
gente le fracasara la idea de que si
era jugador no podría querer a la madre.
Pero todavía en esta ciudad, me
esperaban otras sorpresas que encontraría
en mí mismo y en los demás.
El acto que hicimos el poeta y yo tuvo éxito.
Él hablaba sobre Granada,
por ejemplo —ése era uno de los números—,
recordando la orgía del agua
que los árabes habían hecho en La
Alhambra para desquitarse de la que les
faltaba en el desierto; hablaba de la
luna como un alfanje bruñido, y antes
de terminar sus palabras se dirigía a mí,
y yo empezaba a tocar «Granada»,
la serenata de Albéniz. Aunque los dos números
eran de interés y se
referían a una misma ciudad, el misterio,
la materia y el «Silencio» de
donde había nacido eran diferentes, como
lo son, la literatura y la obra de
cine a pesar de tener el mismo argumento
y las mismas relaciones lógicas.
Pero la gente que concurría a este acto
maestro, se complacía con la idea,
con la coordinación exterior de la poesía
y la música, y esas personas
pensarían algo así como que acumulaban
una mayor cantidad de
conocimientos sobre Granada. Como en
aquellos momentos no hablaban ni
aplaudían, —ya que nosotros hacíamos los
dos números sin interrupción—,
a mí me encantaba verlos entregados a su «Silencio»;
y como además, al
pasar de la literatura a la música se
daban vuelta, parecían dormidos que
cambiaran de posición.
La actitud de ellos, hasta cuando venían
a felicitar, era tan conmovedora
que nos hacían pensar que nuestra actuación
no había sido tan buena como
esa actitud, y que en realidad los engañábamos.
Entre los que se quedaron últimos, había
un señor con su hija, que nos
invitó a visitarlos al día siguiente. Ese
señor se parecía mucho a Einstein.
Además usaba melena casi blanca, hirsuta
y colocada en la cabeza como la
quincha de los ranchos. La corbata era de
moña caída como las orejas de los
perros. No hablaba casi nada, llevaba los
libros en casas importantes y tenía
no sé qué puesto en la Intendencia; pero según
él y la hija, era poeta. Ella
hablaba de sus éxitos como recitadora y
decía cursilerías con emoción falsa.
A mí me convenía que hablara
continuamente para disimular el hecho de
que no podía sacarle los ojos de encima.
Yo trataba de separarle de sus palabras
como quien separa una golosina
de infinitos cartones, papeles, hilos,
flecos y otras incomodidades.
Al día siguiente fuimos a visitarlos a
una de aquellas casas de techo de
tejas que yo veía ahora. Entramos a un
zaguán lleno de plantas y a una
salita llena de chucherías que aparecían
más frágiles y confusas en las
últimas cortinas del sol empolvado. Yo
tenía miedo de pisar un gato negro
que había debajo de mi silla o de
tropezar, en cualquier ademán, con una de
las mesitas de patas débiles que tenía
otro gato. Éste era blanco, de tiza y si
se caía arrastraría con él otras chucherías.
Sin embargo la recitadora hacía
toda clase de movimientos con una
seguridad envidiable y hasta se permitía
entornar los ojos. Yo le decía a mi compañero
poeta, que la actitud de ella
cuando ponía así los ojos, era entre el
infinito y el estornudo. Pero era
divina y yo me encontraba con todos mis
sentimientos trabados. Ella
recitaba poemas del padre, quien bajaba
la cabeza cuando elogiábamos sus
bellos sonetos. Ya elevaba la mía hasta
la hija y ella me miraba con los ojos
cada vez más entornados.
Ahora, después de unos años me encontré
con mis ojos entornados, no
sólo por los recuerdos, sino por la
angustia de no poder pagar el hotel y el
ómnibus. Pero todavía existen ángeles
inesperados que sacuden las alas.
Llegó mi amigo sacudiendo los brazos y
reprochándome por qué yo no le
había dicho que el Intendente era tan
amigo mío, que sacaría dinero de otro
rubro y que esa noche yo debía
encontrarlos allí, en ese mismo café.
A la noche encontré solo a mi amigo. Pero
él me dijo: «No, dice que
vayamos a la casa». Y después de unos
pocos pasos, levantaba el índice, —
que bien podía ser para señalar mis
errores que él conocía—, oprimió el
timbre de la casa nueva. Entramos a un
patio desolado con una cafetera
descascarada. Después nos hicieron pasar
a una sala con mesas débiles y el
garo de tiza. Por fin apareció el poeta y
cuando le pregunté si le iba bien, él
me contestó: «Esta mañana cuando mi hija
me hizo la corbata, —la de
moñas caídas como las orejas de los
perros—, me dijo: “Padre, usted es un
gran poeta, tiene una
alta posición social y una casa nueva”».__
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